Me iba a volver loca si permanecía un minuto más en esa habitación sofocante. Necesitaba aire. Sin pensarlo dos veces, me escabullí fuera de la habitación, sintiendo cómo mi respiración se normalizaba mientras avanzaba por el pasillo.
La mansión estaba sumida en un silencio casi sepulcral, el tipo de calma que presagia algo siniestro. Las paredes estaban cubiertas con pinturas antiguas y nuevas, retratos de rostros anónimos y oscuros paisajes italianos. Era un lugar que exudaba opulencia, pero también misterio; cada detalle parecía calculado para intimidar y maravillar. No era una casa. Era una fortaleza, una prisión para alguien como yo, atrapada entre paredes que parecían susurrar advertencias.
Los pasillos parecían interminables, y cada rincón estaba adornado con muebles modernos y estatuas de mármol que se alzaban imponentes, observándome desde sus bases. Mis pasos resonaban suavemente en el suelo de mármol, y el eco de mis pisadas era lo único que rompía el silencio. Me aventuré hacia el ala opuesta de la mansión, pasando por salas decoradas con terciopelo rojo y oscuro, candelabros de cristal colgando del techo como joyas relucientes. Aunque cada objeto allí irradiaba riqueza, no podía dejar de notar la frialdad del lugar. Parecía un museo de fantasmas.
Encontré una sala de estar enorme con ventanales que iban del suelo al techo, dejando que la luz de la mañana se filtrara suavemente. El paisaje que ofrecía el exterior era innegablemente hermoso, colinas verdes que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Casi me olvidé de mi situación, perdida en el panorama idílico. Pero no podía permitirme esa distracción. No estaba aquí para disfrutar del paisaje, sino para encontrar una salida, algún rincón de esta fortaleza que me diera una pista de cómo recuperar mi vida.
Mientras continuaba explorando, llegué a una biblioteca que parecía sacada de una película de época. Los estantes eran tan altos que había escaleras de madera con ruedas para alcanzar los volúmenes en las filas superiores. El aroma a cuero y papel envejecido era casi reconfortante, un refugio temporal en medio de la pesadilla que estaba viviendo.
De repente, escuché pasos firmes detrás de mí. Mi corazón se detuvo por un segundo mientras me giraba, temiendo encontrarme nuevamente con Sebastiano. Sin embargo, era uno de los guardias, que me miró con una mezcla de curiosidad y desconfianza.
—¿La señora desea algo? —preguntó, aunque su tono carecía de verdadero interés.
—Nada, sólo... estaba explorando un poco —respondí rápidamente, intentando sonar casual, aunque el pánico en mi interior era imposible de disimular.
El guardia asintió, pero sus ojos permanecieron fijos en mí por unos segundos, como si estuviera evaluando mis intenciones.
—La mansión es grande, asegúrese de no perderse, señora —dijo, en un tono que parecía más una advertencia que una cortesía.
Luego se dio media vuelta y se alejó, dejándome sola nuevamente en la penumbra de la biblioteca.
Una mezcla de frustración y ansiedad se agitó en mi pecho. No había esperado encontrar respuestas tan pronto, pero me había topado con el primer obstáculo en mi intento por conocer cada rincón de esta prisión dorada. Suspiré y continué mi recorrido, preguntándome hasta cuándo podría seguir con esta fachada de esposa sumisa sin desmoronarme.
Al final del pasillo, un aroma a café y pan recién horneado llegó a mí, llevándome hacia la cocina, el corazón de la mansión. Cuando entré, los cocineros y el personal me observaron brevemente, pero continuaron con sus tareas sin decir una palabra. Me quedé en silencio.
Me acerqué a la nevera y saqué una jarra de jugo, aliviada de poder hacer algo tan simple por mí misma. Caminé hasta los estantes buscando un vaso, pero cuando lo encontré, una chica del personal estaba justo en medio, y no parecía con muchas ganas de hacerse a un lado. Al parecer, el personal había regresado hoy, porque la mansión había estado completamente vacía el día anterior.
—¿Me darías permiso? Necesito un vaso, por favor —pedí con calma, intentando no sonar exigente.
La joven me miró con desdén, frunciendo el ceño de una manera descaradamente condescendiente.
—¿Permiso? ¿Me estás exigiendo, aparecida? —dijo con un tono cargado de desprecio, como si estuviera en su derecho de ignorarme. Sentí cómo la incomodidad se transformaba en molestia.
La mujer mayor que estaba junto a ella, intervino inmediatamente.
—Irina, cállate —ordenó en voz baja, pero firme.
Irina se cruzó de brazos y se alejó a regañadientes, murmurando algo entre dientes.
—Limpia lo que desordenes —espetó antes de marcharse.
Respiré hondo, ignorándola mientras llenaba el vaso con jugo. Luego, me acerqué de nuevo a la nevera y saqué algunas fresas para lavarlas, decidida a comer algo saludable. Pero el estruendoso grito de Sebastiano resonó en la cocina, haciéndome detenerme en seco, con una sensación de alarma recorriéndome el cuerpo.
—¿Qué mierda estás haciendo, Mia? —exigió, su tono frío y cargado de irritación.
¿Por qué estaba tan enojado? Me volví para mirarlo, atónita.
—Solo… tengo hambre, así que me serví jugo y… estaba lavando estas frutas para comer —respondí, aún tratando de entender el motivo de su rabia.
Sebastiano asintió lentamente, pero su expresión seguía siendo helada, como si estuviera evaluando cada detalle.
—Florencia —llamó en voz baja pero cortante, y la mujer mayor se acercó con la cabeza baja—. ¿Me puedes decir por qué mi esposa está en la cocina sirviéndose? Les p**o a ustedes para que atiendan cada necesidad. ¿Acaso ella es una empleada?
—No, señor Lombardi —respondió Florencia en voz apenas audible, la culpa reflejándose en sus ojos.
—¿Entonces por qué está aquí? —insistió, mirándola con dureza.
—Fue… fue un error nuestro, señor. Lo siento, no volverá a pasar…
Sebastiano alzó la voz de nuevo, esta vez con una furia contenida que heló el ambiente.
—Quiero que todos se vayan de mi casa, ahora. Si no cumplen con su deber, habrá consecuencias. ¡Están despedidos, ineptos! —rugió, su voz llena de desdén.
Abrí los ojos de par en par, asombrada y asustada por la facilidad con la que estaba a punto de despedir a todos. Sin pensarlo, me acerqué a él, colocando mi mano sobre su brazo.
—Sebastiano, por favor, no pasa nada. Solo… no sabía que debía pedirles a ellos. No tienen la culpa, es mi error —intenté razonar, esperando que se calmara.
Su mandíbula se tensó, y sentí su mirada fija, afilada. Sin embargo, pareció escucharme, aunque su tono seguía siendo gélido.
—Cuando pongas un pie en la cocina, ellos deben estar listos para atenderte sin que se los pidas. Así que sí, tienen la culpa. —Se volvió hacia Florencia y los demás, haciendo un gesto para que se marcharan—. ¡Largo! —espetó.
No podía permitir que él los despidiera por algo tan insignificante. Sabía lo que era estar sin un trabajo y lo difícil que podía llegar a ser, especialmente en un entorno como este. Me armé de valor y hablé de nuevo, mirándolo con firmeza.
—Sebastiano… Florencia fue la única que me preguntó si necesitaba algo. Fue la única que hizo su trabajo hoy. Déjala quedarse, por favor —dije, rogando silenciosamente que él cediera.
Sus ojos se encontraron con los míos y, por un momento, vi una sombra de duda en su mirada. Luego, apartó la vista con un suspiro de fastidio y finalmente asintió.
—Está bien, ella puede quedarse —dijo, cortante. Y luego, se giró hacia Florencia—. Agradece que mi esposa tiene buen corazón.
Florencia asintió, agradecida, y susurró un "gracias" con voz temblorosa antes de retirarse.
Sebastiano me miró de nuevo, sus ojos oscuros y penetrantes. Había algo en su expresión que me hizo darme cuenta de que había ganado esta pequeña batalla, pero también que su paciencia no sería infinita.
—Ahora, Mia —dijo suavemente, aunque con un tono firme que no admitía réplica—. Si necesitas algo, simplemente dilo. No quiero verte en esta cocina nuevamente.
Me quedé en silencio, asintiendo, mientras él se daba la vuelta y salía de la cocina. Su presencia desapareció.