Terminé de masticar la última fresa justo cuando Sebastiano reapareció en la cocina.
—Nos vamos —ordenó, moviéndose hacia un lado para que pudiera pasar.
Lo miré, aún sin entender del todo a qué se refería.
—¿A dónde? —pregunté, intentando captar algo de su rígido semblante.
—No se encontraron tus maletas, así que iremos a comprar ropa —respondió sin darle importancia.
—¿Las robaron? —indagué, completamente confundida. Resultaba imposible... a menos que Salvador estuviera detrás de esto.
Él exhaló un suspiro, su paciencia claramente al límite.
—Mia, apresúrate… esta tarde tengo que salir, así que vamos ahora —insistió con un tono que no admitía discusión.
Me bajé del taburete y lo seguí. Solo al llegar al enorme estacionamiento de su mansión caí en cuenta de cómo estaba vestida. Me detuve en seco y, cruzándome los brazos, lo miré con cierta vergüenza.
—No puedo salir así. —Señalé mi atuendo—. Estoy en una camisa y unos… calzoncillos. ¿Cómo esperas que me vean así? ¡Es vergonzoso!
Rodó los ojos, exasperado, y abrió la puerta del copiloto de su elegante coche.
—Tu esposo siempre tiene todo bajo control. —Se autoelogió, lanzándome una mirada de suficiencia—. Ahora entra.
Dudé un momento, sintiendo mis mejillas arder de la incomodidad. Sin embargo, su mirada impaciente y el gesto de su mano me instaron a obedecer. Subí al coche, intentando no pensar en la ropa tan poco adecuada que llevaba puesta y la posibilidad de que cualquiera pudiera verme. Ajusté el cinturón mientras él tomaba su lugar al volante. La incomodidad era palpable en el aire, y me resultaba imposible no sentirme atrapada entre su presencia intimidante y la extraña vulnerabilidad de mi situación.
Arrancó el coche y, sin mirar hacia mí, rompió el silencio con su voz profunda.
—Ya me he asegurado de que nadie te vea hasta llegar al lugar. Aunque debo admitir que ese atuendo… es interesante.
Sentí cómo la vergüenza me subía hasta el rostro, y no pude evitar apretar los labios.
—Preferiría no llamar la atención de esa forma —respondí en voz baja, desviando la mirada hacia la ventana.
Él solo soltó una risa grave, una que sonaba casi como un eco en el interior del coche.
—Tranquila. Pronto tendrás un guardarropa adecuado, aunque me queda la duda de cómo tus maletas desaparecieron en primer lugar.
Llegamos a un centro comercial exclusivo y Sebastiano parqueó en una zona apartada, donde no había ningún otro automóvil. Estiré la mano hacia la manija de la puerta, lista para salir, pero antes de que pudiera abrirla, su mano me detuvo. Él se bajó primero, rodeó el coche y, con movimientos fluidos, abrió mi puerta.
Me tensé de inmediato cuando pasó sus brazos por debajo de mis piernas y espalda, levantándome con una facilidad que me dejó perpleja. Me estaba cargando.
—No tienes que hacer esto, puedo caminar —protesté, sintiendo cómo el rubor invadía mis mejillas.
—Podrías, sí, pero te lastimarías los pies... y este suelo no es el más adecuado —contestó con voz baja y firme, sin siquiera mirarme.
Suspiré y asentí, incapaz de articular una respuesta mientras él caminaba hacia el centro comercial. Llegamos al ascensor, y pensé que me bajaría una vez adentro, pero él continuó sosteniéndome con una firmeza casi posesiva, marcando el último piso. Me encontraba atrapada, tensa, entre sus brazos, consciente de su proximidad, de su aroma. Un perfume oscuro y especiado lo envolvía, y el calor de su cuerpo se filtraba a través de la ropa, casi hipnotizante.
La espera dentro del ascensor fue un suplicio, cada segundo se sentía eterno. Intenté no mirarlo, manteniendo mi vista fija en el panel de los pisos, mientras mi respiración parecía acelerarse con cada leve movimiento suyo.
Finalmente, cuando las puertas se abrieron, él me bajó con delicadeza, aunque su mano permaneció en la mía, sosteniéndola firmemente mientras me guiaba por el pasillo vacío. Era extraño ver un centro comercial de esa magnitud, lujoso y completamente desierto.
—¿Por qué está vacío? —pregunté, incapaz de ocultar mi asombro.
Sebastiano me miró de reojo y en sus labios apareció una sonrisa arrogante, casi como si se divirtiera con mi ingenuidad.
—Porque así lo quise —respondió sin más, sus palabras teñidas de esa confianza implacable que lo caracterizaba.
Sentí un escalofrío recorrerme. Este era su mundo, un mundo donde no existían límites. Ni siquiera el tiempo o el espacio parecían oponérsele. Caminamos por los pasillos lujosos, rodeados de escaparates llenos de prendas elegantes y de alta costura. Todo estaba preparado para él, para nosotros, y supe que Sebastiano había organizado cada detalle, asegurándose de que el lugar entero estuviera a nuestra disposición.
Nos detuvimos frente a una tienda de ropa de diseñador, donde varias dependientas ya estaban listas, observándonos con una mezcla de profesionalismo y reverencia hacia él. Sebastiano me miró, sin soltar mi mano.
—Escoge lo que quieras, Mia —murmuró, con un tono tan autoritario que parecía una orden—. Todo esto es para ti.
Mis labios se entreabrieron en sorpresa, pero no llegué a replicar. La firmeza en su voz lo dejaba claro: no había espacio para que discutiera. Observé a las chicas de la tienda, quienes parecían al tanto de su autoridad, y me sentí extraña, fuera de lugar, aunque sujeta al mismo tiempo a una expectativa que no me atreví a desobedecer.
—No tenías por qué hacerlo —susurré, más para mí misma, buscando alguna razón en su aparente generosidad. Esto no era solo un gesto amable; había algo más.
Él apenas desvió la mirada hacia mí, su expresión apenas cambió mientras murmuraba con voz grave:
—Eres mi esposa.
Dicho esto, se volvió hacia la dependienta, una mujer alta de porte elegante, que lo escuchaba con atención.
—Quiero que tenga ropa para cualquier ocasión —ordenó, pasando su mirada de ella hacia mí—. Desde prendas casuales hasta formales, incluso joyería. Y supervisaré cada prenda que se mida.
Sentí que el calor subía a mis mejillas y la incomodidad se apoderaba de mi cuerpo. La idea de tenerlo observando cada elección, cada detalle, era sofocante, pero también despertaba algo en mí. Algo que no me atrevía a reconocer del todo. Con las palabras dadas, una de las asistentes se acercó y me guió hacia la sección de probadores, donde colgaban ya varias prendas que parecían haber sido elegidas con esmero, como si alguien hubiese adivinado cada curva de mi cuerpo.
Al entrar en el espacioso probador, respiré hondo. La primera prenda era un vestido n***o, sencillo, pero de un corte exquisito. Me lo coloqué y dejé que el tejido cayera sobre mi piel. Era como si aquel vestido me hubiera estado esperando.
—¿Ya estás lista? —escuché la voz de Sebastiano del otro lado de la cortina, y un escalofrío recorrió mi espalda.