—Mi niña... no entiendo qué está pasando. ¿Cómo conseguiste el dinero para internarme?
El peso de su pregunta cayó sobre mí como una losa. Me acerqué lentamente, entrelazando nuestras manos, obligándome a mantener una sonrisa que se sentía rota, mientras mi corazón latía frenéticamente.
Ese hombre, que aún no me había dicho su nombre, había pagado por una atención exclusiva en uno de los hospitales más caros de California. Mi madre estaría internada por un tiempo, recibiendo su diálisis y estabilizándose. Después, iría a un centro de recuperación, acompañada de una enfermera que se encargaría de ella mientras yo... cumplía con mi parte del trato.
No podía creer todo lo que estaba ocurriendo. La rapidez con la que mi vida había cambiado me dejaba aturdida, pero no podía quejarme. No con mi madre aquí, rodeada de médicos competentes, sabiendo que su tratamiento al fin había comenzado. El precio de mi libertad... de nuestra salvación.
—Tengo una propuesta de trabajo, mami —dije, esforzándome por no quebrarme, por sonar convincente—. Solo será por un mes, dos como mucho, y volveré a California contigo. —Las lágrimas luchaban por salir, pero las reprimí—. Es suficiente dinero como para prometerte que no sufriremos más. Te juro que tendrás tu trasplante.
Sus ojos, aquellos que tanto amaba, me observaron en silencio, escrutando mi alma. Ella me conocía demasiado bien, cada gesto, cada vacilación. Sabía que no era buena mintiendo... pero tenía que aprender.
—¿Cuál es esa propuesta de trabajo que te paga tan bien?
El aire en la habitación pareció volverse denso, sofocante. No podía decirle la verdad, no podía hacerla cargar con lo que estaba haciendo por ella. Así que me limité a sonreír, aunque me dolía cada palabra.
—Es... un contrato temporal en una empresa —mentí—. Algo... diferente, pero nada de qué preocuparse. Solo es un poco de tiempo lejos de casa.
No respondió de inmediato. Sus dedos apretaron los míos, su mirada aún fija en mí, pero finalmente asintió, aunque sus ojos decían otra cosa.
Sabía que no me creía, pero por ahora tendría que bastar.
—¿Llamarás a menudo? —preguntó con una fragilidad que me rompió por dentro—. Porque te extrañaré mucho.
Un gemido escapó de mis labios.
—Oh mamá, claro que sí —susurré, abrazándola rápidamente. Cerré los ojos con fuerza, queriendo c******r este momento, atesorar el calor de su cuerpo frágil, su aroma familiar—. Te llamaré todas las noches, lo prometo.
—También tienes que darme la dirección donde te quedarás y el lugar de tu trabajo —insistió, su tono de preocupación velada perforando mi falsa calma.
Me separé lentamente de ella, manteniendo una sonrisa que se sentía más forzada con cada segundo que pasaba.
—Una vez esté establecida en un lugar, te lo haré saber. No te preocupes —respondí, con la esperanza de que no siguiera preguntando. No podía decirle nada. Nada que la alarmara más de lo que ya estaba.
Miré de reojo el reloj en la pared. Mi tiempo se acababa. Él ya debía estar esperando afuera.
—Tengo que irme —suspiré, sintiendo cómo mi voz temblaba. El nudo en mi garganta me asfixiaba—. Te extrañaré mucho, prométeme que harás todo lo que los médicos te ordenen.
—Lo prometo, hija —respondió con suavidad, antes de rodearme con sus brazos una vez más. Sentí su calor por última vez y besé su frente.
Me separé lentamente, forzando mis pies a moverse mientras el peso en mi pecho se hacía insoportable. Salí de la habitación con el corazón roto, y con cada paso que daba, sentía que dejaba una parte de mí atrás. Jamás me había separado de mamá y menos con ella tan enferma.
Cuando salí del hospital, no fue difícil reconocer su automóvil. Un lujoso sedán n***o, reluciente bajo la tenue luz de los postes. Me acerqué con pasos cautelosos, y antes de que siquiera llegara a la puerta, esta se abrió, como si él hubiera estado monitoreando cada uno de mis movimientos.
Subí al auto y, al cerrarse la puerta tras de mí, el ambiente se llenó de una tensión sofocante. Él estaba ahí, en el asiento trasero, con la mirada fija en mí, fría y calculadora, como un depredador analizando a su presa.
—Ten —dijo sin rodeos, extendiéndome un par de hojas y un lapicero—. Firma.
Fruncí el ceño, tomando los documentos que me ofrecía. Mi vista se detuvo en el encabezado: Acta de matrimonio. Sentí cómo el sudor frío recorría mi espalda. Pasé la página rápidamente y me topé con otro documento. Un poder legal, donde, en caso de que mi supuesto "esposo" muriera, yo sería la única beneficiaria de su inmensa fortuna.
—¿Qué…? —Empecé, pero mi garganta se cerró antes de poder formular una pregunta coherente. Sentía el papel temblar entre mis dedos mientras las palabras comenzaban a difuminarse frente a mis ojos—. ¿Quieres que firme esto? Pensé que…solo fingiría, no…esto. Es aún más ilegal.
Su ceño se frunció ligeramente.
—Y seguirías fingiendo porque este documento es falso, me tardé en poder realizar su firma, pero lo logré. —Lo miré sorprendida—. ¿Piensas que solo te aceptaran, así como así sin ver el acta de matrimonio?
—No.
—Exactamente. —Su tono fue tan frío como sus ojos, casi impersonal—. Es un contrato simple, Mia. Tú finges ser su esposa, heredas todo, y luego desapareces. Tu madre estará segura, y tú también.
El lapicero que sostenía temblaba en mi mano, mientras la realidad de lo que estaba por hacer se asentaba.
Miré al hombre que me había empujado a esta situación. No había emoción en su rostro, solo una expectante calma. Sabía que no tenía opción.
—¿Quién eres tú? —pregunté en un susurro, aunque en el fondo ya sabía que su respuesta no sería lo que esperaba.
Él sonrió, una sonrisa fría que no alcanzó a reflejarse en sus ojos, vacíos de cualquier emoción.
—Entre menos sepas quién soy, más segura estarás... y yo también. Llámame…salvador, tu salvador.
Inhalé profundamente, tratando de controlar el temblor de mis manos, y luego firmé. Con ese trazo final sobre el papel, estaba hecho.
—¿Y ahora? —murmuré, entregándole los documentos.
—Ahora escucharás con atención todo lo que te diré... y lo aprenderás.
Me quedé en silencio, obligándome a mantener la calma mientras él comenzaba a detallar cómo había llegado hasta mí, cómo había descubierto mi conexión con el difunto "esposo". Me habló de la oficina donde mi supuesto marido había trabajado, y cómo fue él quien descubrió mi numero entre documentos y me dio la noticia de su muerte, el mismo que ahora me tendía una soga disfrazada de salvación.
—La viuda dolida —dijo, con una ironía que me revolvió el estómago—. Eso es lo que serás. Una mujer que lo perdió todo, excepto la inmensa fortuna que te dejó... y claro, tu dignidad. La gente se tragará la historia. Las preguntas vendrán, pero si sigues mis instrucciones, nadie sabrá la verdad.
Asentí lentamente, tratando de procesar todo lo que me estaba diciendo.
—¿Y cómo era él... mi falso esposo? —pregunté, esperando algún detalle que pudiera ayudarme a construir la mentira con más precisión.
Él se encogió de hombros, como si la pregunta no tuviera mayor importancia.
—Era un maldito malhumorado —respondió con desdén, sus ojos fijos en los míos—. Lo demás no importa. No tendrás que lidiar con el muerto, sino con las personas que lo rodeaban. Ellos son los verdaderos problemas.
Mis labios se apretaron en una línea tensa. Esa respuesta me dejó más inquieta de lo que ya estaba. Si había algo más, si este hombre había sido alguien de importancia, seguramente habría personas que querrían indagar, hacer preguntas incómodas que yo no sabría cómo responder.
¿Cómo iba a sobrevivir a eso?
—¿Y esas personas? ¿Qué quieren de mí?
—Lo mismo que tú. Dinero, poder... pero no te preocupes —expresó con una sonrisa torcida—. Mientras sigas mis instrucciones, nadie te tocará.
—¿Tenía hijos? ¿Sus padres? ¿Amigos? Necesito saber más —inquirí, intentando obtener toda la información posible para no tropezar en mi papel.
Él se rió, una risa que sonaba como el roce de un cuchillo afilado.
—Ni siquiera sé si era heterosexual —explicó con una mueca burlona—. No tenía hijos. Su padre ya está muerto, y su madre se casó con uno de sus capos. Fue complicado aceptar esa situación, y tiene su mano derecha, lo más parecido a un amigo en su vida. Pero, como mantenía todo en privado, su amigo no sabía nada de ti.
Su respuesta solo me generó más preguntas y una creciente sensación de inseguridad. ¿Cómo podía saber qué era lo que esperaba esta gente de mí? La falta de información me dejaba vulnerable, y el miedo a no cumplir con lo que se esperaba de mí me hacía sentir aún más atrapada.
—¿Y qué pasa si alguien me pregunta sobre él? ¿Qué debo decir? —pregunté, tratando de controlar la ansiedad en mi voz.
—Di lo que te diga, nada más —ordenó con firmeza—. Si surge alguna pregunta incómoda, repite la versión que te daré. Tu trabajo es mantenerte en el papel y seguir las instrucciones al pie de la letra. La información sobre él es limitada por una razón. Lo privado se mantiene privado, y tú seguirás el guion que te dé. ¿Entendido?
[…]
Mientras estábamos en el avión privado, volando hacia Chicago, me vi obligada a cambiarme de ropa. La mirada crítica de Salvador no dejaba lugar a dudas: no estaba presentable para el evento que se avecinaba.
Me dirigí al pequeño vestidor del avión, donde colgaban varias prendas elegantes, cuidadosamente seleccionadas para la ocasión. La opulencia del interior del avión reflejaba el poder y la riqueza del hombre que había muerto.
Elegí un elegante vestido n***o, que resaltaba mi figura sin ser demasiado atrevido. La tela suave y ceñida caía en ondas perfectas, y me aseguré de que cada movimiento fuera impecable mientras me cambiaba. Me arreglé el cabello con un estilo sencillo pero sofisticado y apliqué un maquillaje discreto que acentuaba mis rasgos sin exagerar.
Cuando finalmente salí del vestidor, él me miró con una expresión de evaluación. Sus ojos recorrieron mi figura, evaluando cada detalle con una precisión calculadora.
—Ahora sí estás a la altura. Prepárate. Una vez que lleguemos, no habrá marcha atrás. La gente de Chicago está esperando.
Me senté en el asiento que me había indicado, tratando de mantener la calma a pesar de la presión que sentía.
El avión comenzó su descenso hacia el aeropuerto privado en Chicago, y el ritmo acelerado de mi corazón se sincronizó con el zumbido de las turbinas. Mi mente estaba en ebullición mientras repasaba mentalmente las instrucciones que me había dado y preparaba una estrategia para manejar cualquier situación imprevista.
A medida que el avión tocaba tierra y comenzaba a rodar hacia la terminal privada, sentí una mezcla de nerviosismo y determinación. Esta era mi última oportunidad para prepararme mentalmente antes de enfrentar la nueva realidad que me esperaba en el suelo.
El avión se detuvo suavemente y la puerta se abrió con un suave zumbido. El aire frío de Chicago me golpeó al salir, un contraste agudo con el ambiente cálido y cerrado del avión. Me encontré frente a un grupo de hombres con trajes negros que esperaban en la pista, sus miradas escrutadoras dirigidas hacia mí.
Un hombre con una actitud imponente y un traje a medida, se acercó a mí con una expresión seria de bienvenida. Sus ojos eran fríos y calculadores, y su presencia tenía un aire de autoridad que no se podía ignorar.
Por las fotos que me habían sido proporcionadas, él era la mano derecha y amigo. Dario Pellegrini.
—Bienvenida a Chicago, señora Lombardi —habló con una inclinación ligera de cabeza—. Espero que el vuelo haya sido cómodo.
Asentí, mientras mi mente se esforzaba por recordar los detalles sobre el personaje que ahora tenía que interpretar.
Él era a quien primero tenía que convencer.
—Sí Dario, gracias.
Su ceño se frunció ligeramente, pero asintió y me condujo hacia una limusina de lujo que esperaba al borde de la pista.
Fruncí mi ceño al ver que quien me había traído y me había metido en esto, Salvador, no iba a viajar conmigo.
Me alejé de Dario y fui hasta él.
—Espera, ¿puedes viajar conmigo? —Mis ojos suplicaban que asintiera—. Me sentiría más segura.
—Yo iré en otro auto. No tienes que temer, Dario cuidara de ti, así como lo hizo con el jefe.
Fruncí el ceño aún más, el nudo en mi estómago se apretaba al escuchar sus palabras.
¿Cómo podía sentirme segura cuando me estaba enviando a un mundo del que no sabía absolutamente nada?
—¿Dario? —pregunté, tratando de ocultar el nerviosismo que se deslizaba en mi voz.
Mis ojos se movieron hacia el hombre que ahora estaba frente a mí, quien me observaba en silencio con una expresión impasible.
—Él cuidó del jefe como lo hará contigo —repitió sin una pizca de emoción.
Su voz, tan fría como su mirada, me hizo entender que las súplicas no cambiarían nada. Iba a enfrentar esto sola.
Me mordí el labio, frustrada, pero no dije nada más.
—No tienes que temer —añadió de nuevo, como si esas palabras fueran suficientes para calmar la tormenta que se gestaba dentro de mí—. Todo saldrá según lo planeado.
Miré hacia Dario una vez más, intentando descifrar algo en sus ojos oscuros, pero no había nada. Solo un silencio imperturbable que me dejaba más inquieta de lo que ya estaba.
—Está bien —dije finalmente, tragándome mis dudas—. Pero si algo sale mal…
—Nada saldrá mal —me interrumpió.
Se giró hacia los otros autos, dando por terminada la conversación.