En el camino, el silencio dentro del auto era sofocante.
El motor del auto rugía con un ritmo constante, pero mis pensamientos eran un caos. Ninguno de los dos había dicho una palabra desde que nos subimos. Sentía su mirada ocasional, analizando cada uno de mis movimientos, cada expresión en mi rostro. Sabía que tenía preguntas, podía verlo en la forma en que sus ojos oscuros brillaban con algo cercano a la curiosidad, pero por alguna razón, las callaba.
Me humedecí los labios, tratando de aliviar la tensión en mi garganta. Finalmente, rompí el silencio, aunque mi voz salió más débil de lo que esperaba.
—¿A dónde iremos?
Dario no tardó en contestar.
—A casa —dijo con una frialdad que me hizo estremecer—. Donde siempre debiste estar.
Mi corazón dio un vuelco ante sus palabras. Me obligué a asentir, aunque por dentro las dudas me carcomían.
El silencio volvió a envolvernos, pero esta vez fue él quien lo rompió.
—Quisiera saber cómo se conocieron tú y Sebastiano.
Su pregunta me dejó sin aliento, golpeando el aire fuera de mis pulmones como si acabara de recibir un puñetazo. Me giré ligeramente hacia él, tratando de mantener la calma, aunque sentía cómo mi respiración se volvía más irregular, como si el simple acto de hablar se hubiera convertido en un esfuerzo titánico.
Sabía que esta conversación llegaría tarde o temprano, pero la realidad de enfrentarla me hacía querer escapar de ese auto y huir lo más lejos posible.
—Nos conocimos… de manera fortuita —respondí, intentando sonar casual, pero mi voz traicionaba la tensión que corría por mis venas.
Mis manos temblaban sobre mi regazo, así que las apreté con fuerza, tratando de controlar el miedo que se deslizaba por mi piel. Mantuve la mirada fija en la ventana. No podía permitirme mirarlo. Si lo hacía, él lo sabría. Sabría que estaba mintiendo.
—¿Fortuita? —repitió, con un leve tono de incredulidad en su voz.
Sentí cómo mi garganta se secaba mientras mi mente recordaba más detalles.
—Fue algo… inesperado. —Hice una pausa, tragando con dificultad antes de continuar—. Él no era el tipo de hombre con el que pensaba que terminaría, pero la vida tiene formas curiosas de unir a las personas, ¿no crees?
Intenté sonreír, pero la sonrisa murió antes de formarse completamente. Las lágrimas comenzaron a correr silenciosamente por mis mejillas, ardientes y amargas. Afortunadamente, llorar no era difícil cuando sentía tanto peso sobre mis hombros. El dolor que llevaba dentro, el miedo que me oprimía, todo se manifestaba en esas lágrimas, así que supuse que estaba haciendo bien mi papel de viuda. Si iba a ser una mentira, al menos que fuera convincente.
No había frialdad en su expresión, pero tampoco calidez. Estaba tratando de procesar lo que le había dicho, de entender cómo una mujer que apareció de la nada podía ser la esposa de un hombre al que había conocido y servido durante años.
—Él… él no era muy abierto sobre su vida privada —añadí rápidamente, con la esperanza de que esto justificara el misterio que rodeaba nuestra "relación"—. Nuestra conexión fue algo que mantuvimos en la intimidad. Solo nosotros dos.
El silencio en el auto se volvió insoportable.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, Dario habló de nuevo.
—Sabes… Sebastiano nunca fue de hablar de su vida privada, pero si te eligió, debió haber tenido sus razones. —Su voz sonaba neutral, como si no quisiera dejar entrever demasiado—. Y si él confiaba en ti, lo mínimo que puedo hacer es respetar esa decisión.
Su respuesta me sorprendió. Por un momento, el nudo en mi estómago se aflojó. No del todo, pero lo suficiente como para sentir que al menos, por ahora, había logrado salir del paso.
—Gracias —murmuré, con una mezcla de alivio y tensión aún en mi voz.
—¿Cómo te sientes?
La pregunta me tomó por sorpresa, no porque no la esperara, sino porque no sabía cómo responderla. ¿Cómo me sentía realmente? Desorientada, atrapada, y con una montaña de mentiras acumulándose sobre mis hombros. Pero nada de eso podía decirle a Dario.
—No entendía por qué no se había comunicado —respondí en un susurro, mientras nuevas lágrimas traicionaban mi intento de mantener la calma—. Había estado rogando que no hubiera pasado algo malo...
Sentí que mi respiración se volvía más pesada. Un gemido escapó de mis labios sin que pudiera contenerlo. Inhalé profundamente, luchando por recomponerme, pero la presión en mi pecho no hacía más que aumentar.
—Ya te imaginarás lo que fue... —continué, apretando mis manos contra mi regazo—. Que de repente alguien aparezca y me diga que mi esposo murió...
El coche parecía demasiado pequeño, como si el aire se hubiese vuelto denso e irrespirable. No podía detener las lágrimas, ni quería. De alguna manera, era más fácil dejar que brotaran, porque cubrían la verdadera razón detrás de mi angustia.
—Se suponía que iba a venir a vivir con él aquí, a Chicago —murmuré, mirando fijamente el horizonte mientras la ciudad se desdibujaba a nuestro alrededor.
—No quiero hablar más sobre él —añadí, con la voz quebrada, pero firmé al mismo tiempo—. Espero que lo entiendas.
No dijo nada, solo asintió, mirando al frente con la misma seriedad que había mantenido desde el principio.
Cuando el automóvil se detuvo frente a una enorme mansión, el aire se congeló en mi pecho. Mis ojos se abrieron de par en par mientras contemplaba la imponente estructura que se alzaba ante mí. Las luces doradas iluminaban los jardines perfectamente cuidados, y las sombras de los árboles altos se extendían sobre el camino de entrada. Era un lugar que exudaba lujo y poder, algo que nunca había imaginado ni en mis sueños más salvajes.
El silencio en el coche era ensordecedor, excepto por el suave ronroneo del motor que todavía vibraba bajo nosotros. Mi mente se tambaleaba, buscando alguna lógica en lo que estaba viendo. Sebastiano, el hombre del que supuestamente era viuda, era un empresario, pero esta mansión... esto era algo más. Esto era otro mundo.
—¿Los... los negocios dan tanto? —murmuré, pero mi voz salió más fuerte de lo que esperaba.
Sabía que había hablado demasiado alto cuando noté cómo Dario me observaba de reojo.
—¿En qué te dijo Sebastiano que trabajaba?
Mi mente se apresuró a recordar lo poco que sabía. Inhalé profundamente antes de responder, tratando de no parecer tan desorientada.
—Es un empresario —repetí, pero la duda era evidente en mi voz—. Pero... —mi mirada se deslizó por la majestuosa casa frente a nosotros—. Tener una casa así...
Mi mano se alzó instintivamente, señalando la mansión, como si necesitara que él confirmara que esto era real, que no era producto de mi imaginación.
—¿No te dijo nada más? —quiso saber con un tono más grave.
Negué lentamente, mordiéndome el labio, sintiendo que las piezas del rompecabezas seguían sin encajar en mi mente.
Dios, antes de aceptar algo como esto tuve que haber preguntado más, pero…no había tanto tiempo, mi madre no tenía tiempo ni ese hombre.
—Esta casa es de su madre —continuó—. Ella me pidió que te trajera aquí primero. La casa de Sebastiano es dos veces más grande que esta mansión. Después del velorio, te llevaré a su hogar.
Mi estómago se revolvió, y me costó imaginar cómo sería esa "casa" que describía. Dos veces más grande que esto.
Dario salió del coche, y antes de que pudiera procesar todo lo que acababa de escuchar, me abrió la puerta. El sonido de mis tacones al tocar el pavimento rompió el silencio.
Al entrar, el interior de la casa era aún más majestuoso que lo que había imaginado desde fuera. Los techos altos, las paredes decoradas con obras de arte impresionantes, y el suelo de mármol bajo mis pies. El lujo que me rodeaba me resultaba abrumador. Pero más impactante que la opulencia eran las personas que estaban en el vestíbulo.
Una docena de hombres estaban esparcidos en la habitación, todos vestidos impecablemente con trajes oscuros que acentuaban sus figuras imponentes. Sus miradas me recorrieron como si me estuvieran evaluando, pero no de la manera en que los hombres solían hacerlo. No había lujuria en sus ojos o al menos no en todos, sino algo peligroso. Eran hombres aterradores, con auras asesinas, aunque no podía precisar por qué me daban esa impresión.
A sus lados, había varias mujeres, bellas y elegantes, con vestidos de alta costura y joyas. Eran rígidas, sus expresiones frías y distantes, como si estuvieran acostumbradas a este entorno, pero también cansadas de él. No había calidez en ellas, ni interés. Sentí sus miradas evaluadoras, como si estuvieran juzgando si era digna de estar allí, si encajaba en su mundo.
Mis pasos resonaban en el mármol, y por un momento, sentí que el aire en la sala se detenía. Nadie hablaba, solo me observaban. Mi corazón latía con fuerza, pero me obligué a seguir caminando, manteniendo la cabeza en alto, aunque me sentía fuera de lugar.
Finalmente, mis ojos se posaron en una figura que destacaba entre todas: una mujer de mediana edad que se acercaba a mí con paso firme, su porte altivo y su expresión controlada.
—Así que tú eres la esposa de mi hijo.
Me observó de pies a cabeza, sin molestarse en ocultar su escrutinio.
Tragué saliva, sintiendo como las miradas de todos los presentes seguían posadas en mí. No sabía qué decir, cómo comportarme.
¿Cómo podía hacerme pasar por la esposa de un hombre al que nunca había conocido? ¿Qué esperaba ella de mí?
—Sí —respondí en un susurro, obligándome a sonreír, aunque sentía que mis labios temblaban—. Lo siento mucho por su pérdida.
Ella inclinó la cabeza ligeramente, pero no parecía afectada en lo más mínimo. Su expresión era de piedra, y no había rastro de dolor en su mirada.
—Ven conmigo —ordenó, dándose la vuelta sin esperar una respuesta.
La seguí sin cuestionar, incapaz de girar la cabeza hacia los hombres y mujeres que seguían observándome con sus miradas frías y calculadoras.
La casa era un laberinto de lujos: mármol en el suelo, obras de arte colgando de las paredes, y candelabros que iluminaban con una tenue luz dorada. Todo hablaba de riqueza, poder y un control absoluto. Caminamos hasta llegar a una habitación que parecía salida de otro siglo. Era una biblioteca, con estanterías de madera oscura que alcanzaban el techo.
Cuando se volvió hacia mí, su mirada cargada de dolor me tomó por sorpresa. Allí, en esa burbuja de lujo, la fachada que había mantenido delante de los demás se derrumbó por un instante. Estaba claro que había estado fingiendo una fortaleza que no sentía, y en su mirada se podía leer la desolación y la rabia contenidas.
—Necesito que me respondas algo, porque no entiendo.
—Dime.
Tragué saliva, anticipando lo que vendría. El nudo en mi estómago se apretó, y el aire a mi alrededor parecía cada vez más espeso.
—¿Hace cuánto se casaron tú y Sebastiano? —indagó, sus ojos escudriñando cada gesto, cada mínima reacción en mi rostro.
Mi mente se apresuró a recordar la fecha escrita en el acta. No podía dudar ni un segundo, o ella lo notaría. Inspiré profundamente y respondí con la voz más firme que pude encontrar en ese momento.
—Hace dos semanas.
Vi cómo su ceño se fruncía, y una risa sarcástica escapó de sus labios. La tensión en la habitación se hizo más palpable, y su dolor dio paso a la incredulidad.
—¿Dos semanas? —repitió, con una amargura que calaba en mi piel—. ¿Cómo es posible que mi hijo se haya casado contigo cuando, en una semana, se casaría con su prometida?
Sus palabras me atravesaron como una cuchilla. Mi corazón dio un vuelco, y sentí un escalofrío recorriendo todo mi cuerpo. ¿Prometida? El suelo bajo mis pies pareció desaparecer, y por un momento no supe qué decir.
Los ojos de la madre de Sebastiano me perforaban, esperando una explicación que no tenía. Había estado fingiendo ser fuerte allá afuera, pero ahora la verdadera emoción salía a flote. Su dolor, su confusión, su ira.
Se suponía que era soltero, Salvador incluso dudaba si era heterosexual. Esto derrumbaba toda la mentira.
—¿Prometida? —logré murmurar, mi voz apenas un susurro.
Ella dio un paso adelante, la furia reflejada en cada uno de sus movimientos.
—Sí, prometida —replicó con una frialdad cortante—. Mi hijo estaba comprometido con una mujer que había sido elegida para él desde hace tiempo. Así que dime, ¿cómo es posible que, de la noche a la mañana, aparezcas tú, una mujer de la que nunca había oído hablar, diciendo que te casaste con él?
Mis manos temblaban mientras intentaba mantener la compostura. Mi boca estaba seca, y mi mente buscaba desesperadamente una respuesta, pero todo lo que venía a mí eran fragmentos de mentiras, ninguna lo suficientemente buena como para convencer a esta mujer.
—Sebastiano no me dijo nada de eso —improvisé, tratando de ganar tiempo—. Él… él no quería que nadie supiera de nosotros hasta estar seguro de que todo iba a salir bien. Fue su decisión mantenerlo en secreto.
Mis palabras sonaban vacías, incluso para mí. No tenía sentido, y ambas lo sabíamos. Su expresión se endureció aún más, y en ese momento, supe que cualquier cosa que dijera solo empeoraría la situación.
—¿Así que ahora me dices que mi hijo, quien ha sido leal a su familia y a los acuerdos que teníamos, se casó contigo sin siquiera decirme nada? —Sus palabras eran veneno, cada una de ellas más cortante que la anterior.
El aire se volvía cada vez más denso, y me costaba respirar. Su dolor se había transformado en desconfianza total, y aunque lo entendía, no podía desmoronarme ahora. No podía perder el control.
Mi madre dependía de esto.
—Lo siento —dije en un tono casi inaudible, sabiendo que ninguna disculpa sería suficiente para calmar su ira o su dolor.
No podía explicarle lo que había sucedido, ni siquiera sabía cómo hacerlo. Todo lo que Salvador había construido con mentiras comenzaba a desmoronarse frente a mis ojos.
Ella me observó durante unos largos segundos, cada uno más pesado que el anterior. Finalmente, se giró, dándome la espalda, su voz cargada de resentimiento cuando habló de nuevo.
—Espero que estés preparada para lo que viene. Porque, de alguna manera, tú eres la viuda de mi hijo, y eso significa que llevas su nombre. Pero no te equivoques… —se giró una última vez para mirarme con una mezcla de desdén y tristeza—. No confiaré en ti hasta que me demuestres lo contrario.