Después de pasar una agradable tarde con Hanna, ayudándola con su tarea, que resultó ser mucho más fácil de lo que esperaba, regresé a mi casa, mi refugio poco favorito. Al abrir la puerta, me encontré con la escena recurrente de siempre: mi madre llorando inconsolablemente, Mons en el sofá con otro golpe en su rostro maltrecho y mi padre, una vez más, desaparecido sin dejar rastro. Suspiré profundamente, acostumbrado a esa situación que parecía haberse convertido en la normalidad de mi hogar, y decidí subir a mi habitación para alejarme de todo un rato. Una vez en mi cuarto, sentí la necesidad de salir a la terraza para tomar un respiro de aire fresco y tranquilidad. Fue entonces cuando tomé la decisión de llamar a mi querido abuelo Máximo, aquel que siempre estaba dispuesto a escuchar