Sofía entró a la casa con los tacones en la mano intentando no hacer ruido. Caminó despacio, nerviosa, porque si su papá, o su mamá se enteraba que había llegado al amanecer, seguramente la desheredarian.
Iba subiendo las escaleras con cuidado cuando una voz la detuvo en seco.
—Ajá, ¿a dónde vas y de dónde vienes? —Sofía se volteó
nerviosa, para luego suspirar con tranquilidad, al darse cuenta de la persona a su espalda.
—¡Abuelo! —exclamó—. Casi me matas del susto —llevó la mano a su pecho.
Caminó hasta él, que la miraba con curiosidad.
El viejo señor Miller, era prácticamente la única persona que tenía Sofia en su vida, el único amor real en esa casa, porque, para todos los demás incluso para sus padres, Sofía era un total estorbo.
—¿Bebiste demasiado? Apestas a alcohol —dijo este metido debajo de la mesa.
—¿Qué haces ahí abuelo? —preguntó ella agachándose debajo con él.
—Estaba aquí, esperando que llegarás, de pronto todo se tornó oscuro para mí —dijo el abuelo asustado.
Sofia tragó grueso. Su abuelo estaba algo mayor, y olvidadizo. Unos meses atrás le habían diagnosticado alzheimer, y siempre se levantaba en la madrugada desesperado, buscando algo que nadie sabía que era.
—Ven abuelito, te llevaré a tu habitación antes que mi padre se levante, y se de cuenta que escapaste de ella —dijo Sofia tomando la mano del anciano y caminando con él las escaleras.
—¿Qué hago aquí mijita? —preguntó de pronto.
Sofía sonrió, para luego besar las mejillas del anciano.
—Nada abuelito, nada, caminemos juntos —lo guío hasta el cuarto.
Después de acostarlo de nuevo en la cama y darle sus medicamentos de la mañana, Sofía intentó irse, pero la mano arrugada del patriarca de los Miller la detuvo.
—Te espera una vida dura hijita, pero no olvides que no estás sola —Sofia tragó grueso incrédula, para luego negar con la cabeza.
Su abuelo siempre decía cosas como esas, y luego olvidaba el porque las decía.
No obstante, Sofia subió a su habitación. Se miró en el espejo y comenzó a quitarse su ropa.
«Más vale que me apure antes que todos se levanten, no quiero que mamá me encuentre con olor a alcohol» pensó desvistiendose.
Como estaba frente al espejo, no pudo evitar mirar su cuerpo marcado por la noche anterior.
Sofía sonrió con picardía y besó la pulsera de diamantes en su muñeca.
—Es mejor que me la quite, no quiero mojarla y arruinarla —exclamó en voz alta quitándose la pulsera y dejándola en la peinadora de su cuarto.
Tomó una ducha larga para quitarse el olor alcohol y salió presurosa a vestirse.
Cuando terminó de arreglarse, buscó la pulsera dónde la había dejado pero no la encontraba por ninguna parte.
La verdad era, que su hermana gemela, Sara, había entrado en su habitación y había visto la pulsera. Ella era una mujer ambiciosa, que quería todo lo que poseía su hermana, por esa razón le quitó la pulsera y la llevó con ella al ver que era de buen valor.
Sofía salió molesta hacia el cuarto de su hermana y la encontró vistiéndose en la peinadora, mientras miraba su reflejo perfecto en el espejo.
Su hermana era idéntica a ella, con la diferencia de que ella no tenía la mitad de su rostro quemado.
—Sara, ¿Qué haces con mi pulsera? —preguntó Sofía al ver la pulsera en su muñeca.
—Solo la vi en tu habitación, y la tomé prestada —dijo Sara mientras miraba su silueta en el espejo.
—Pero yo no quiero prestartela, me la devuelves por favor —pidió con amabilidad.
En ese preciso momento, una mujer de cabellos cortos, y silueta perfecta, parecida a las gemelas, pero más elegante, entró a la habitación, se trataba de Ágata Miller, la esposa de James Miller, y la madre de las gemelas.
—Nuestro invitado ya va a llegar, apúrense en bajar y no pierdan el tiempo —dijo la mujer frunciendo el ceño y caminando por un lado de Sofía para arreglar el vestido de Sara.
—Mama, le pedí está pulsera a Sofía prestada, y se niega a prestarmela —sollozó—. Ella no entiende que hace juego con mi vestido y no con el de ella, no entiendo porqué será tan egoísta —dijo Sara con lágrimas de cocodrilos cayendo por sus mejillas.
—Sofía, ¿por qué eres tan egoísta? Deberías ser como Sara, que es una niña buena, además, tu no deberías de bajar, estoy segura que él señor Lombardi no te elegirá a ti como esposa, mírate —la tomó por los hombros y la llevó hasta el espejo —. Eres prácticamente un monstruo.
Sofía sintió como sus ojos se llenaron de lágrimas. Ella no deseaba casarse con el tal Alejandro Lombardi, y esperaba que las palabras de su cruel madre fueran ciertas, y que él no la eligiera a él, pero, no dejaba de dolerle que todos las consideraran un monstruo.
—Si sigues insistiendo con lo de la pulsera, le diré a mi padre que no estuviste en casa anoche y llegaste en la mañana —dijo Sara saliendo de la habitación con una sonrisa burlona
Sofía respiró profundo con mucho dolor. Estaba acostumbrada a qué Sara le quitará todo, e incluso estaba acostumbrada a que hiciera cosas horribles y luego la culpara a ella.
Caminó con la cabeza baja, y se metió en su habitación a llorar con desconsuelo. No pensaba salir, ¿para qué? Ella no sería elegida por el hombre, además no quería serlo, aunque fuera una oportunidad para irse de la casa de sus padres, no lo haría, no quería dejar al viejo Miller solo.
Sollozó por unos cuantos minutos, y luego sintió como la puerta de su cuarto se abrió de pronto.
—¿Qué haces ahí acostada? —su padre la tomó por el brazo—. No se que hice para merecer una hija como tú, no te importa la familia, ¿No ves que el joven Lombardi está apunto de llegar y las quiere a las dos abajo? —dijo molesto —. Deberías ser agradecida con tus padres, y ser más como Sara que está desde hace rato esperando en el comedor.
Sofía no protestó, era tiempo perdido hacerlo, James Miller no iba a creerle nada, estaba resignado a qué Sara siempre fuera la única escuchada en esa casa, y que sus padres hicieran todo lo que ella quisiera.
Suspiró resignada y salió detrás de su padre. Ni siquiera arregló su maquillaje ¿Para qué? A fin de cuentas el mejor maquillaje era su rostro quemado, ese rostro quemado que la hacía vivir a las sombras de su hermana gemela.
Caminó a pasos lentos al jardín de la casa, detrás de su padre, para luego sentarse en el comedor. Ya su madre y hermana estaban ahí.
Sofia miró a su madre, estaba emocionada, arreglando la ropa de su hermana con devoción, pero en cuanto la vio llegar a ella frunció el ceño molesta.
—No entiendo para qué la trajiste, ¿qué dirá el señor Alejandro? ¿Que vivimos con un monstruo en esta casa?
—Él sabe que tenemos dos hijas, mujer, y a pesar de la cara horrible de Sofía, él quiere que ambas estén presentes.
Sofía sintió que su corazón se encogió. Constantemente ellos hablaban de ella como si no estuviera presente, incluso así se sentía, se sentía invisible para ellos.
Bajó la mirada como solía hacerlo, y miró sus manos.
Sino fuera por su abuelo, ya se hubiera ido de ahí, pero, aguantaba todo eso, por la sencilla razón de no dejar a su abuelo solo con su cruel familia.
—Ya llegó, ya llegó, procuren comportarse, recuerden que nuestro futuro está en manos de este hombre —dijo su padre poniéndose de pie..
Sofia hizo lo mismo que todos, se puso de pie sin subir la mirada, cuando la voz del hombre que tanto esperaban habló en ese momento.
—Buenos días, soy Alejandro Lombardi —dijo el hombre de pronto.