Capítulo 9

1331 Words
Nate —Iremos a por ella en cuanto acabe esto, —le aseguré a Marco, colocando una mano sobre su hombro. Bajo mi palma, podía sentir cómo su cuerpo temblaba, no de frío, sino de una frustración y desesperación que parecía consumirlo por dentro. —Bueno, Marco Ventura, su turno. La voz de la rectora cortó el aire como una hoja afilada, su sonrisa ensanchándose de una manera que solo podía describirse como malévola. No tenía duda de que estaba disfrutando cada momento de nuestro sufrimiento, y eso solo servía para avivar la llama de nuestra ira y desesperación. Con un gesto brusco y determinado, Marco avanzó hacia ella. En un movimiento cargado de rabia, arrancó la copa de sus manos, y en el proceso, unas gotas del líquido sagrado se derramaron, manchando el suelo como presagio de lo que estaba por venir. Parado frente a la piedra, Marco esperó su veredicto con una tensión en sus hombros que se extendió a todos alrededor. El silencio era casi ensordecedor, roto solo por el zumbido ocasional de la brisa nocturna que jugueteaba con las hojas de los árboles cercanos. Cuando la luz brillante atravesó su corazón, un grito desgarrador escapó de sus labios. Era un sonido que resonaba con un dolor tan profundo y visceral que instantáneamente supe que no era el dolor físico lo que lo había provocado, sino la angustia de estar separado de Seraphina en un momento tan crítico. Marco regresó a su lugar con los ojos brillantes de lágrimas no derramadas, lanzando miradas furtivas a nuestro alrededor. Seguí su mirada y me percaté de que nos habían rodeado algunos guardias. La atmósfera se había cargado aún más, si eso era posible, con una sensación de vigilancia y control que nos hacía sentir aún más atrapados. —Ahora tú, Julián Ambrose, esperemos que tengas el mismo destino que nuestro Julián aquí... La voz de la rectora era fría y desapegada, como si estuviera simplemente marcando los elementos de una lista de tareas. Julián suspiró profundamente, un sonido cargado de resignación y nerviosismo. Nos miró a Marco y a mí, buscando quizás un atisbo de fuerza o consuelo en nuestras caras antes de levantarse con lentitud y avanzar hacia su propio destino. Julián, con un temblor marcando cada movimiento, se acercó para tomar la copa. Sus manos temblaban ligeramente mientras la sujetaba, y aunque intentaba disimular su ansiedad, era evidente para todos nosotros que la tensión del momento lo afectaba profundamente. Bebió lentamente, sus ojos se cerraron por un breve momento, como si intentara encontrar en su interior la fortaleza necesaria para enfrentar lo que venía. Tras devolver la copa, dio unos pasos firmes hacia la piedra. La multitud retenía el aliento, el aire cargado de una expectativa sombría. Julián se paró frente al obelisco, su figura iluminada por la luz intermitente que emanaba de la piedra. Por un momento, todo pareció en calma, casi como el silencio antes de una tormenta. Entonces, las sombras comenzaron a moverse. Surgieron de la base de la piedra como tentáculos oscuros, retorciéndose y extendiéndose hacia él con una velocidad alarmante. Antes de que alguien pudiera reaccionar, las sombras lo envolvieron completamente, tragándolo en un abrazo oscuro que no dejó rastro de su presencia. En un instante, Julián había desaparecido, consumido por la oscuridad que ahora se retraía lentamente hacia la piedra, como satisfecha por su captura. Nadie se movía; el aire mismo parecía congelarse, cargado con el peso de lo que acabábamos de presenciar. La rectora, que hasta ese momento había mantenido una compostura impecable, no mostró ninguna señal de sorpresa o conmoción, su expresión permaneció neutra, casi indiferente. —Bien, —su voz cortante como el filo de un cuchillo, perforando el silencio que se había envuelto en el lugar. —Los magos de luz podrán hacer uso de las instalaciones de la Academia con total... Antes de que pudiera terminar, la indignación y la resolución me impulsaron a levantarme. Interrumpí su discurso con una firmeza que sorprendió incluso a algunos de mis compañeros. —Nos iremos con ellos, —declaré, mi voz resonando con una determinación que sentía hasta los huesos. Desde detrás, la voz de Lena se elevó en una mezcla de mofa y desafío. —No pueden hacer tal cosa, —se burló, su tono cargado de condescendencia. Me volví ligeramente hacia ella, mirándola con desdén antes de volver la vista a la rectora. —Nuestro lugar está con ellos, no pueden prohibirnos ir a dónde queramos, —repliqué, desechando sus palabras. Estaba claro que nuestra decisión no necesitaba la aprobación de Lena ni de nadie más en esa Academia. La rectora, observando la escena con un brillo calculador en sus ojos, asintió lentamente. —Bueno, técnicamente tienes razón... —admitió, aunque su voz llevaba un tono de cautela que anticipaba condiciones no aclaradas anteriormente. —Pero... no nos dejarán ir, ¿verdad? —preguntó, su voz tensa y fría, las palabras saliendo entre dientes como si le costara admitir la posibilidad de una respuesta negativa. La rectora, sin una sonrisa, sin una pizca de la cortesía diplomática que había mantenido hasta ese momento, simplemente dijo: —No. Su respuesta fue un muro frío, una barrera que confirmaba lo que ya sospechábamos. —Ni siquiera somos de este mundo, no tiene jurisdicción sobre nosotros... —aseguré con firmeza, señalando a la rectora con un dedo acusador, la frustración hirviendo dentro de mí. La rectora me miró con una expresión imperturbable, sus ojos fríos y calculadores como si evaluara cada palabra que salía de mi boca. —Tienen magia de luz en sus venas, señor Callaghan, así que no podemos dejarlos ir sin el entrenamiento correspondiente. No sé cómo era en su mundo, pero aquí los magos no se vinculan con humanos, no podemos convivir; este es tu lugar ahora. Sus palabras cayeron como un balde de agua helada, intentando sellar nuestro destino con cada sílaba. Pero no, no estaba dispuesto a aceptar eso. La necesidad de volver a nuestra dimensión ardió más intensa dentro de mí, impulsada por la urgencia de hacer algo por aquellos que aún quedaban atrapados allá, sufriendo las consecuencias de un conflicto que nosotros habíamos desencadenado. —Nos iremos ahora, no dejaremos que inocentes sufran las consecuencias de nuestros actos en nuestra dimensión... —me giré para mirar a los adultos que habían llegado con nosotros, buscando en ellos algún signo de acuerdo o apoyo. —Vamos a volver, cueste lo que cueste. Jack fue el único que asintió, su gesto firme y decidido. Sus ojos se encontraron con los míos, y en ellos vi reflejada la misma resolución y el mismo dolor que sentía. Sabíamos que no era solo una cuestión de escapar de este mundo extraño; era una misión para corregir los errores, para enfrentar las consecuencias de nuestras acciones y, tal vez, para redimirnos. —Realmente, —dijo la rectora, su sonrisa ampliándose con una calma escalofriante, —eso no es posible. Antes de que pudiéramos siquiera parpadear, la rectora extendió sus manos hacia nosotros, y desde sus palmas surgió una luz brillante y cálida que nos envolvió en un instante. Era una magia poderosa y abrumadora que nos dejó sin aliento y sin capacidad de resistencia. En un abrir y cerrar de ojos, la luz nos cegó y, cuando pudimos ver nuevamente, estábamos de vuelta en la casa asignada para nuestra estancia. Desconcertado y todavía sintiendo el eco de la magia en mi cuerpo, corrí hacia la puerta, intentando abrirla con fuerza. Mis manos empujaron y tiraron, pero la puerta se mantuvo inamovible, firmemente cerrada. Marco, con una mezcla de pánico y desconcierto, se dirigió a la ventana, tanteando los bordes y empujando con todas sus fuerzas, pero también estaba bloqueada. La frustración se respiraba en el aire, espesa y pesada como una niebla. —¿¡Felices!? —gritó la profesora Moon desde un rincón de la habitación, su voz llena de sarcasmo amargo. —Ahora sí, oficialmente somos prisioneros...
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