Radek fue a revisar que las herramientas estuvieran en perfectas condiciones. Las encontró en lo que parecía ser un viejo garaje, le resultó extraño que esta mansión tuviera un espacio para guardar vehículos, porque no había camino por tierra para salir del pueblo. El Pombero está rodeado por un río que serpentea por el oeste, el norte y el este. El sur está todo cubierto por árboles y maleza, es imposible manejar por ahí. Pensó que quizás el garaje servía para guardar lanchas, aunque está bastante lejos de la orilla más cercana.
Todo había sido entregado en óptimas condiciones, allí también estaban los colchones, le agradó comprobar que eran de excelente calidad. Al menos podrían dormir cómodos… si es que no hacía demasiado calor. La mansión no parecía mostrar señales de aire acondicionado.
Vio que su madre se había aprovisionado con lienzos, atriles, pinceles y pinturas acrílicas y al óleo. Eran pocos materiales, en comparación a la cantidad con la que solía trabajar; pero al menos le serviría para mantenerse activa durante unas semanas.
Luego de la comprobación fue en busca de su hermana, subió por una de las escaleras y llegó a un pasillo. Había habitaciones para ambos lados, encaró hacia la derecha porque vio una luz encendida. Al asomarse se llevó una gran sorpresa. Encontró a Mileva con el torso desnudo. Se quedó paralizado, por suerte su hermana estaba en proceso de pasar la blusa por su cabeza, así que no logró verlo. Radek se escondió de inmediato en el pasillo y se quedó con la imagen de las tetas de su hermana grabada en la retina. Estaba anonadado. Esos pezones parecían estacas apuntando hacia arriba. Los senos de Mileva no eran tan grandes como los de Kalina, o los de Verania; pero sí eran perfectamente redondos y exageradamente firmes. Radek se preguntó en qué momento su hermana había crecido tanto. Ella ya cuenta con veintiún años y él nunca había sido consciente, hasta ahora, de que ya era toda una mujer. Jara y Ivania, que ya tienen dieciocho, no cuentan con un cuerpo tan llamativo como el de Mileva, y mucho menos con tetas tan redondas y firmes.
Cuando Mileva salió del cuarto Radek vio que se había puesto una blusa deportiva con un escote bastante pronunciado. Podía ver la parte superior de las tetas y la protuberancia de los pezones se podía adivinar debajo.
—Em… ¿vas a salir con eso?
— ¿Qué tiene de malo? —Preguntó Mileva, mirando sus pechos.
—Es que… se te ven mucho las tetas, hermana. Y ya te imaginarás que en este pueblo la gente debe ser medio chapada a la antigua. No creo que sea prudente andar con tanto escote.
—Eso es problema de ellos. Me estoy muriendo de calor, Radek.
—¿Ni siquiera te vas a poner corpiño?
—No, el corpiño es lo peor. Deben hacer cuarenta y cinco grados, con más de 90% de humedad. Esto es un infierno…
—Está bien, pero después no digas que no te advertí.
A Mileva le pareció simpático que su hermano la cuide de esa manera; sin embargo no le gusta que le digan lo que puede hacer y lo que no.
Bajaron por la ladera de la colina, el camino estaba muy deteriorado y llegaron a la conclusión de que deberían restaurarlo cuanto antes. Colocar piedras nuevas, cortar la maleza y quitar algún que otro tronco caído en el camino.
La primera vista que recibieron de El Pombero fue la de varias casas con techos de teja roja a dos aguas. Parecían casas coloniales, aunque en su mayoría se encontraban en buen estado. Solo alguna que otra había caído en el abandono. Una de las casas tenía un árbol sobresaliendo del tejado.
—Me parece que ahí ya no vive nadie —comentó Mileva.
—Es una pena que esté tan abandonada. Podríamos averiguar a quién pertenece la propiedad, comprarla y restaurarla.
—Creo que primero deberíamos concentrarnos en la mansión.
—Lo voy a anotar como un proyecto a futuro.
—Mirá, ahí hay una carnicería… no lo puedo creer —la cara de Mileva se iluminó de alegría—. Aunque parece algo vieja…
—Aprovechemos, porque debe ser la única de todo el pueblo.
Ingresaron por la puerta principal, la carnicería no era distinta a las demás casas, a no ser por el gran cartel de madera que colgaba a la altura del techo. Solo había sido acondicionada con unos mostradores refrigerados. La mayoría estaban vacíos, y eso desilusionó a Mileva.
—¿Hola? —Dijo Radek.
Casi al instante apareció un hombre por la puerta que estaba detrás del mostrador. Era corpulento, barbudo y con pelo n***o entrecano. Los miró con cara de pocos amigos.
—¿Quiénes son ustedes? —Preguntó el hombre, con un grave vozarrón.
—Hola, mi nombre es Mileva Pušnik y este es mi hermano Radek. Acabamos de mudarnos al pueblo. Vamos a vivir en la mansión Var Poželenje.
Al hombre casi se le salen los ojos de las cuencas, de pronto su actitud amenazante se borró y pareció asustado.
—¿Están locos? ¿Quién en su sano juicio viviría en esa casa?
—Sabemos que está algo deteriorada —dijo Radek—; pero vamos a restaurarla.
—No creo que las tejas sueltas y las tablas rotas sean el principal problema de esa mansión —comentó el tipo, mientras repasaba la mesada con un trapo, de forma automática.
—Si se refiere a los rumores de que allí ocurren “cosas extrañas”, eso no nos asusta.
—Hablarás por vos, hermana… porque Jara y Ivania están muertas de miedo.
—Deberían tomarse más en serio esos rumores —sentenció el hombre, volviendo a mostrar un semblante serio—, por algo comenzaron.
—Muy bien, lo tomaremos en cuenta —dijo Mileva—. De momento queremos concentrarnos en algo más urgente: la comida. ¿Qué tiene para ofrecer?
—No mucho. Eso de allá —señaló varios cortes en el mostrador de la izquierda—, es carne de venado. Muy fresca. Lo de allá —señaló el mostrador de la derecha—, es pato recién cazado.
—Em… ¿y no tiene nada de carne de vaca? ¿o pollo?
—Si quieren pollo, pueden pedirle a doña Gregoria que mate alguna gallina. Más fresco que eso, imposible.
—Mmm… —a Mileva no le pareció nada agradable la idea de sacrificar una gallina sólo porque ella tenía hambre. A los pollos del supermercado no tenía que escucharlos cacarear.
—Y vaca… puede que tenga algo en la cámara frigorífica. Esperen.
El hombre se perdió de vista durante unos minutos. Mileva y Radek debatieron la posibilidad de comprar algo de venado, que no tenía mala pinta; pero temieron que Jara y Ivania se negaran a comerlo. Por suerte el carnicero regresó con una gran bolsa con lo que parecía ser una pata casi completa de una vaca.
—Tengo esto. Está congelado… es la única forma de conservar la carne por estos lados. Pero con el calor que hace, si lo dejan afuera en unas horas lo van a tener listo para trozar. Eso sí, una vez que lo descongelen, tendrán que cocinarlo todo. Estoy harto de explicarle a los ignorantes del pueblo que si la carne pierde la cadena de frío, no conviene volver a congelarla… porque se pone fea igual.
—Es un montón —dijo Radek—. ¿Cuántos kilos tiene eso?
El carnicero puso la bolsa en la balanza y luego dijo:
—Catorce kilos.
—A la mierda… no podemos comer tanto. ¿No tiene porciones más pequeñas?
—Lo siento, pero no. Estábamos guardando esto para alguna ocasión especial… un cumpleaños o algo así.
—Llevemos el venado —dijo Radek—. Si Jara y Ivania protestan, que se queden sin comer.
—¿Cuánto van a llevar?
—Unos tres kilos —dijo Radek, calculando medio kilo por persona—. ¿Usted cómo se llama?
—Arturo Blasi, para servirles —dijo, mientras preparaba los cortes—. ¿Cómo van a pagar?
—En efectivo —dijo Mileva.
—Mmm… eso no sirve de mucho acá. El dinero solo tiene utilidad para comprar en la ciudad. Por lo general acá usamos el trueque. Por esta vez les acepto el dinero; pero les recomiendo que para la próxima vez consigan algo para intercambiar.
—Ah, ya veo… ¿y qué tipo de artículos usan para el intercambio?
—Comida, ropa, muebles, libros… o servicios.
A Mileva le incomodó mucho que dijera “servicios” justo en el momento en que le miró las tetas. Ya se estaba arrepintiendo de no haberle hecho caso a su hermano.
—Muy bien, lo tomaremos en cuenta —dijo Radek, aceptando la bolsa con la carne. Mileva le entregó el dinero—. La próxima vez le traeremos algo más útil. Muchas gracias.
—Adiós… y si valoran su cordura, no se queden durante mucho tiempo. Esa casa se come la mente de la gente que vive allí.
—Muchas gracias por la advertencia, pero por ahora nos vamos a quedar —dijo Mileva—. ¿Dónde podemos encontrar una verdulería?
—Lo más cercano a eso sería el mercadito de los Zapata, a cien metros de acá —respondió Arturo Blasi, señalando hacia el norte—. Tiene un poco de todo… y mucho de nada.
Esa frase resultó ser muy cierta. En el mercadito en cuestión los atendió un hombre muy delgado que se presentó como Ciro Zapata, el dueño. Las estanterías eran pocas y estaban casi vacías. Compraron un kilo y medio de papas, que era todo lo que había en el rubro “vegetales” y Mileva preguntó si vendía yerba.
—¿Pensás tomar mates con este calor? —Preguntó Radek— ¿Estás loca?
—Me gusta tomar mates, no me da calor. Y me ayuda a pensar.
—Lo siento mucho, pero no tengo —dijo Ciro Zapata—. Si quieren yerba mate o alguna otra cosa que no esté disponible en el mercadito, deberán encargarle a Marina y Jorge Catena. Ellos se encargan de viajar a la ciudad una vez cada dos semanas para comprar todo lo que la gente del pueblo les pida. Y les recomiendo que se apuren, porque pasado mañana salen, sino van a tener que esperar dos semanas más.
—Muchas gracias por la información —dijo Mileva.
Salió del mercadito con su hermano sintiendo, una vez más, que estaban viviendo en la edad media. Vivieron toda su vida en un barrio bien acomodado de Rosario, allí era muy fácil conseguir de todo. No podía creer que tuviera que esperar varios días para conseguir un mísero paquete de yerba. La vida en El Pombero sería más difícil de lo que se había imaginado.