Miguel observaba desde la terraza de sus aposentos las dos lunas de azul pálido que brillaban sobre el horizonte del reino celestial, y cómo las estrellas fugaces y los relámpagos trazaban arcos sobre un mar de cristal plateado. El brillo de la arena blanca nacarada de la playa celestial se perdía en el infinito. Con cada ola, racimos de diamantes refulgentes del tamaño de una granada se depositaban en la arena reluciente. Al este del horizonte se hallaba el Edén, cuyos esplendorosos jardines colgantes y cascadas de amatista eran apenas visibles desde la orilla del mar. Suspiró, intranquilo por el tema que desde hace varias lunas lo tenía con el espíritu turbado. Aún no había respondido a la carta de Lucifer en la que solicitaba una audiencia de acusación en contra de Vladimir por haber