Capítulo II: Todos necesitan un héroe

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El hombre tomó el acta de matrimonio, y ella fue llevada a su celda por sus cosas, se cambió de prisa, por una ropa de civil que le habían dado; solo unos jeans desgastados, y una camiseta blanca, no tenía ni un poco de dinero, pensó que no lo necesitaría después de todo, luego la escoltaron a la salida, ahí estaba el abogado de los Rochester hablaba por teléfono largo y tendido, Meissa sintió un frío espantoso, la ciudad se veía tan oscura, ella observó que no habían guardias de los Rochester por ahí, quizás si ella escapaba le harían daño a su hermana, pero, ¿Podría ella ser la esposa de un Rochester? Cuando pensó en las horribles cosas malas que él le haría tuvo pavor, aquel hombre seguía hablando, y ella más temía. De pronto una idea le vino a la mente, no, ella no podía ser la esposa obligada de nadie, empujó al abogado con tal fuerza que el viejo cayó a la acera dándose un golpe fuerte, ella corrió rápido, no dejó de hacerlo por quince minutos, hasta no tener aliento, se detuvo y respiró, se dio cuenta de que estaba perdida, no sabía a donde ir, todo lo que pensó fue en pedir algo de limosna, nadie sentía piedad de ella, la noche caía, pero un par de almas caritativas le extendieron un par de monedas, Meissa corrió a un teléfono público y llamó al móvil de Lindsey, cuando ella respondió la escuchó con claridad —¡Lindsey! Escucha, he salido de prisión. —¿Escapaste? —Escucha… ¿Dónde estás? No quiero que te hagan daño. —¡Enloqueciste! Escúchalo bien, Meissa, no quiero verte de nuevo, además estoy fuera del país ahora, no quiero tener nada que ver con una vil asesina como tú, ¡Para mí estás muerta! Lindsey colgó la llamada, Meissa se quedó perpleja, sus ojos se llenaron de lágrimas antes de poder sentir tristeza o amargura, se había acostumbrado a que su vida siempre sería solo miserable, miró su mano y encontró unos pesos más para llamar a su única amiga en el mundo; Sara. Ella le dijo que fuera a su casa, Meissa lo hizo, cuando se vieron se abrazaron, pero Sara no la dejó entrar en casa, la mujer tenía un amante que era violento, no quería que estuviera ahí, arriesgándose a nada. —Meissa, ¿Cómo has hecho para salir? ¿huiste? —Sí, pero… no puedo decirte ahora… Sara asintió, le dio una llave, un poco de ropa y algo de dinero, le indicó en que lugar le iban a rentar una pequeña casa para dormir, que ella ya tenía listo. —Mañana búscame, y hablemos. Meissa asintió y se fue antes de que la medianoche apareciera. Ella caminó, el lugar por el que transitaba era el más peligroso de la ciudad, ella se sintió temblorosa de pronto, y cuando miró alrededor, escuchó los silbidos y pasos de personas, pronto escuchó unas risas, caminó más rápido, y sintió como si ellos también corrieran en su dirección —¡Hola, cariño! —exclamó uno de los tres—. Ven con nosotros, juguemos un poco. El sonido de sus voces la enloquecieron, sintió miedo, intentó acelerar su huida, pero de pronto una mano fuerte la detuvo y la hizo volver, sintió el aliento cálido y repulsivo de un hombre, ella manoteó, intentó liberarse, pero cada movimiento era inútil, era muy fuerte, la lanzaron al suelo y comenzaron a intentar desnudarla, ella luchaba con todas sus fuerzas, gritaba, pero el parque era solitario. A unos cuántos pasos estaba ese hombre, ahí recostado sobre una banca, el sonido de esos gritos que pedían ayuda lo sacaron de su sueño terrible, enderezó la postura y pudo vislumbrar a lo lejos la dramática escena, se irguió repentino, iba a irse, pero algo en su interior se sintió debilitado, quería decir que no era su asunto, pero no pudo, simplemente caminó hacia los hombres, empujó a uno, y a otro, luego estos se irguieron, Meissa se quedó perpleja, observó que uno de ellos tomó una botella y la rompió, ella vio al hombre, su ropa rota, como si fuera un vagabundo, pensó que, lo arrastraría a un destino fatal, pero luego, él la sorprendió, golpeó con fuerza a cada uno de los hombres, como si fuera un experto en lucha, él dobló una de las manos, y Meissa solo escuchó los huesos crujir, ¿Quién era ese hombre? ¿Acaso alguien tuvo piedad de ella y le envió a un héroe? Él caminó hacia Meissa y extendió su mano, ella se irguió, estaba asustada, era un tipo verdaderamente alto, sobrepasaba el metro noventa, era de complexión atlética, ella bajó la mirada, y respiró con dificultad, tenía la mejilla enrojecida, y el pulso trémulo —Gracias —dijo su voz temblorosa, ambos caminaron alejándose, como si la misma inercia los dirigiera, mientras los tipos quedaron malheridos sobre el suelo inerte Cuando estuvieron lejos, ella se detuvo abrupta —Yo… me llamo Meissa —dijo ella Él solo asintió, cuando ella por fin se atrevió a mirarlo, le pareció que aquel hombre tenía una pinta diferente, podría tener la ropa rota y desgastada, pero parecía ropa cara, era como una sombra salida del infierno; su cabello era azabache, de piel blanca y cuando por fin sus ojos se fijaron en ella, los admiró con rapidez, eran grandes y de un color azul zafiro, con una barba que le daba un aire de misterio. Sus ojos la miraban penetrantes, la hicieron sentir nerviosa —¿Cuál es tu nombre? —Ari… —dijo con una voz tenue Ella asintió —¿Vives en las calles? El hombre se tomó tiempo para responder —Sí. —Bueno, yo vivo a unas calles, ¿No tienes donde dormir hoy? —No —dijo él—. Ve a dormir, es peligroso estar aquí a esta hora para una joven como tú. Ella intentó alejarse de su lado, y seguir su camino, pero, luego sintió un remordimiento de que, si lo dejaba ahí, y los asaltantes volvían, podían dañarlo, además, le había salvado la vida, ella regresó, él estaba sentado en una banca —¿Quieres venir a mi casa? No tendrás comodidad, pero, si un techo sobre tu cabeza —dijo, y un relámpago iluminó el cielo, la lluvia amenazó, Ari levantó la vista, su cara era de póker, no podía ver sus sentimientos, pero de pronto, se levantó y asintió muy despacio. Caminaron unas cuantas cuadras, pero la lluvia cayó de prisa, pronto llegaron y ella abrió la puerta, al entrar, observó el lugar, apenas eran tres habitaciones, una que fungía como sala y cocina, un baño y una habitación, estaba semi amueblada; con una mesa de madera, dos sillas, un sofá, cama, estufa y un frigorífico. —No está tan mal —dijo Meissa con buen ánimo, observó a Ari que solo la miraba la ella—. Sé lo que piensas. Él la miró con intriga. Ella prosiguió; —¿Cómo puedo traerte a mi casa? Solo eres un hombre que no conozco, quizás puedas lastimarme o matarme… Él dio un paso hacia ella —Pero, tú no sabes lo que pienso —dijo él con voz suave, como un susurro del viento, que de pronto a ella le dio escalofríos—. Dime, ¿Por qué no me echas a la calle? —Me salvaste la vida, estoy en deuda contigo. Además, estamos en el mismo camino. Él arrugó el gesto con intriga —¿Camino? —Bueno, soy una paria de la sociedad, y tú, también eres tan miserable como yo. Él miró sus ojos que ahora centellaban con gran curiosidad —¿Eso nos une? ¿La mediocridad? —ella asintió despacio, y él esbozó una clara sonrisa —¿Te quedarás? —exclamó Él dijo que sí, y ella esbozó una suave sonrisa que de pronto le hizo sentir paz.
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