Capítulo seis, Jensen.

2654 Words
Es domingo nuevamente. El aire fresco de la mañana se cuela por las ventanas de la iglesia mientras camino por el altar, ajustando algunos detalles para la misa. Los bancos vacíos aún no se llenan con las personas que llegarán, y la calma de estos momentos previos siempre me ha dado cierta paz. O al menos, solía hacerlo. Hoy no puedo concentrarme. Mi mente está dispersa, perdida en los eventos de la última semana, en todo lo que ha sucedido desde que conocí a Mary. No puedo dejar de pensar en ella. En su rostro quebrado por el llanto, en cómo se derrumbó frente a mí y cómo, sin siquiera pensarlo, la sostuve. La toqué. Me detengo un momento, mis manos sobre el altar, y cierro los ojos, intentando reenfocar mis pensamientos. La misa. Las palabras que debo decir a los feligreses. El mensaje. Pero mis pensamientos, como si tuvieran voluntad propia, se desvían de nuevo hacia ella. Le ofrecí ayuda, una mano amiga, algo que le permitiera escapar de la oscuridad que la consume. Pero no es solo eso. Es más que eso, y lo sé. Lo siento cada vez que la veo, cada vez que su nombre cruza mi mente. Me estoy acercando a una línea peligrosa, y lo peor de todo es que ni siquiera sé si quiero detenerme. El sonido de las puertas de la iglesia abriéndose me saca de mis pensamientos. Las primeras personas empiezan a llegar, sus pasos resonando contra el suelo de piedra. Me obligo a sonreírles, a saludarlos con la calma y la serenidad que esperan de mí. Pero en el fondo, mi mente está en otra parte, buscando un rostro entre la multitud. Mary. Busco entre los fieles que toman asiento, esperando que ella haya aceptado mi invitación, que esté aquí, que haya venido. Mi mirada recorre cada banco, cada fila, pero no la veo. No está. Un sentimiento de frustración se cuela dentro de mí, algo que no debería sentir. Me digo que quizás es mejor así. Quizás su ausencia me dará el espacio para volver a enfocarme, para recordarme por qué estoy aquí, para quién estoy aquí. Pero incluso mientras me repito esas palabras, sé que son vacías. Quiero verla. Necesito verla. El órgano comienza a sonar, una señal de que la misa está por comenzar. Me muevo hacia el púlpito, tomando mi lugar, pero mis pensamientos siguen en otra parte. Trato de sacudirme la sensación de vacío que su ausencia ha dejado en mí, pero es imposible. Cada palabra que pronuncio se siente hueca, como si estuviera actuando, en lugar de creer realmente en lo que digo. —Dios nos ha llamado a servir, a ser su guía para aquellos que están perdidos, para aquellos que buscan redención... —mi voz resuena en la iglesia, pero dentro de mí, solo puedo pensar en ella. Cuando llega el momento de la Eucaristía, siento un peso creciente en el pecho. Mi rutina, normalmente tan automática, hoy me exige una concentración que no tengo. La fila de personas se va formando frente a mí, y uno a uno se acercan, inclinándose, con las manos extendidas o la boca abierta para recibir la hostia. Mi mente sigue luchando con la ausencia de Mary, intentando sacudirse la decepción de no haberla visto en los bancos. Y entonces, en medio del murmullo silencioso de la misa, la veo. Allí está, avanzando lentamente por la fila. Mary. Mi corazón se detiene por un segundo, y mis manos tiemblan mientras el siguiente feligrés se acerca. Miro rápidamente hacia los lados, asegurándome de que nadie nota la tormenta que estalla dentro de mí. Pero mi mirada regresa inevitablemente a ella. Mary camina hacia mí con la cabeza gacha, el rostro tan serio como siempre, como si este momento fuera tan sagrado como cualquier otro para ella. Pero para mí, todo parece cambiar. El espacio entre nosotros parece más corto, la atmósfera más densa, y el tiempo se ralentiza. Cada paso que da se siente como una eternidad, y mi mente grita para que me controle, para que recuerde dónde estoy, quién soy. Finalmente, llega el momento. Mary se arrodilla frente a mí, sus grandes ojos marrones mirando hacia arriba con una mezcla de serenidad y vulnerabilidad. Abre la boca lentamente, y el pequeño gesto me golpea de una manera que no esperaba. Mi respiración se agita, aunque trato de mantener la calma, de parecer imperturbable. Tomo la hostia, pero mis dedos no responden como deberían. Parecen torpes, como si no fuera capaz de controlar mis propios movimientos. Aún así, levanto la mano y, con el mayor cuidado, deposito la hostia dentro de su boca. Sus labios apenas rozan mis dedos y un escalofrío me recorre la columna. Es solo un segundo, un simple toque, pero para mí, es un abismo en el que me estoy cayendo. La hostia, este ritual tan sagrado, tan solemne, de repente adquiere un significado diferente en mi mente. Todo está distorsionado. La línea que se supone que debería existir entre nosotros ha comenzado a difuminarse, y no puedo detenerlo. El sonido de las personas moviéndose alrededor, el crujido de los bancos, los murmullos de oración... todo se desvanece. Solo puedo verla a ella. Su boca cerrándose lentamente, sus ojos todavía fijos en los míos, su aliento leve y cálido a medida que exhala. Me siento expuesto, como si todos los presentes pudieran ver lo que está ocurriendo en mi cabeza, como si cada uno de mis pensamientos estuviera al descubierto, y cada persona en la iglesia fuera testigo de mi debilidad. Ella baja la mirada y se persigna antes de levantarse, con calma, como si todo fuera normal. Para ella, tal vez lo sea. Para mí, no hay nada normal en este momento. Todo está fuera de control. Mientras Mary se da la vuelta y regresa a su banco, mi respiración sigue desordenada. Trato de recobrar el control, de recordar que todavía hay más personas en la fila, esperando que yo continúe con el rito. Pero mis ojos la siguen, viendo cómo se sienta, con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante, como si no hubiera nada inusual en lo que acaba de pasar. Cuando la misa termina, me siento como un hombre que acaba de correr una maratón. Cada fibra de mi cuerpo está tensa, y la sensación de haber estado al borde del abismo aún persiste. Apenas termino de dar la bendición final cuando me apresuro hacia la sacristía, deseando más que nada escapar a la soledad de mi oficina. Necesito un momento para recomponerme, para ordenar mis pensamientos. Pero justo cuando alcanzo la puerta, una voz suave me detiene. —Padre Jensen. Me congelo. No necesito darme la vuelta para saber quién es, pero lo hago de todas formas. Allí está ella, caminando hacia mí con paso tranquilo, pero sus ojos, esos grandes ojos marrones, me atrapan una vez más. —Mary... —mi voz sale algo forzada, pero ella no parece notarlo. —Solo quería decirle que... no suelo venir a misa, pero hoy, escucharle hablar... —se detiene por un segundo, como si las palabras fueran difíciles de encontrar— me gustó. Me hizo sentir algo. Un torrente de emociones me recorre al escucharla, pero trato de mantener la compostura. Hago una pausa, buscando algo neutral para decir, algo que mantenga la distancia que debería existir entre nosotros. —¿Has tenido tiempo para leer el libro de oraciones que te di? —pregunto. Ella se encoge de hombros, una sonrisa leve, casi pícara, cruza su rostro. —Lo he intentado, pero... para ser honesta, no encuentro mucho placer en leerlo. Últimamente he estado más ocupada lidiando con mi trabajo. No he tenido cabeza para otra cosa. Mi mente empieza a trabajar rápidamente. El lugar donde trabaja. Ayer, cuando pasé por la cafetería, la vi hablando con su jefe. Incluso desde fuera, la tensión era evidente. —Vi lo que pasó con tu jefe... Parece un hombre desagradable. Ella se ríe, pero no de una manera alegre, más bien como si fuera una respuesta amarga. —Desagradable es quedarse corto. Hugh es un asqueroso. No para de hacer comentarios, de esos que te hacen sentir como si estuvieras en un pozo sin salida. Y luego está el trabajo en sí... me drena. Me quita las ganas de todo. —Se cruza de brazos, su mirada cayendo al suelo por un segundo antes de volver a encontrar la mía—. Pero tú... tú me traes paz. De verdad. Mi corazón late más rápido de lo que debería. Cada palabra que sale de su boca es una mezcla peligrosa de confesión y vulnerabilidad, y siento que la barrera entre nosotros se sigue desintegrando. Debo mantener la distancia, debo recordarme lo que está en juego. Pero su dolor me mueve, y una parte de mí —esa parte que siempre ha buscado redención por no haber podido salvar a mi hermano— quiere hacer algo por ella. —Mary —empiezo, sin estar del todo seguro de hacia dónde voy con esto—, no puedes prosperar en un lugar como ese. No es solo Hugh, es todo el ambiente. Te consume. No puedes seguir ahí. Ella me mira con esos ojos amplios, llenos de una mezcla de cansancio y esperanza. —¿Y qué otra opción tengo? Necesito el trabajo, y no soy buena para mucho más. Eso no es cierto. Lo sé, aunque ella no lo vea todavía. —No tienes que seguir en ese lugar. Yo... podría ayudarte a encontrar algo mejor. Algo donde realmente puedas crecer, algo que te haga bien. —Las palabras salen con más urgencia de lo que esperaba—. Esa cafetería solo te está arrastrando más abajo. Ella lo considera, su mirada se suaviza mientras me observa, como si intentara descifrar mi oferta. Su vulnerabilidad es palpable, y me encuentro deseando hacer todo lo que pueda para aliviar su carga. Pero al mismo tiempo, sé que estoy jugando con fuego. Su expresión cambia, la línea de su boca se curva en una sonrisa suave. —Gracias, padre. Pero no sé... parece que en estos días lo único que sé hacer es sobrevivir. Tal vez algún día. Un silencio pesado se instala entre nosotros. Su cercanía me desarma, y sé que no es solo su situación lo que me preocupa. Es ella. Todo en ella. Su voz, su mirada, su fragilidad. Me atrae de una manera que no debería. Es como si cada palabra que me dice, cada pequeño gesto, hiciera crujir los cimientos de mi vida, sacudiendo todo lo que creía saber. Finalmente, rompo el silencio, aunque mi voz suena más débil de lo que quisiera. —Piensa en ello, Mary. Hay más para ti que solo sobrevivir. Ella asiente lentamente, pero algo en su expresión me dice que sabe que esto va más allá de un simple consejo. Es como si ambos supiéramos que la conversación no se trata solo de su trabajo, de su vida, sino de algo mucho más profundo, algo que estamos tratando de evitar pero que es imposible ignorar. Con un último vistazo, Mary me da una sonrisa más genuina. —Gracias, padre —repite, esta vez con un tono más suave, más personal. Y de nuevo, el título "padre" en sus labios me golpea. Esa palabra, que debería ser un recordatorio de lo que soy, de lo que debo ser para ella, suena diferente en su boca. Es como si al llamarme así, me empujara más cerca de la tentación en lugar de mantener la distancia. Ella se gira y se va, dejándome allí, con el eco de sus palabras, su olor y su presencia llenando la habitación. Me quedo inmóvil, solo, intentando controlar el torbellino de emociones que ha dejado tras de sí. Pero sé la verdad: no es solo ella quien está atrapada. Yo también. La veo alejarse, su figura desapareciendo en el pasillo, y algo dentro de mí se revuelve. No puedo dejar que esto termine así, no después de todo lo que hemos hablado. Mi mente grita que la deje ir, que este es el límite, pero mi cuerpo no responde a la lógica. Antes de darme cuenta, mi voz la llama. —Mary. Ella se detiene. Su cuerpo se gira lentamente hacia mí, y por un segundo, sus ojos me miran con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Camino hacia ella, mis pasos resonando en el silencio de la sacristía. Sin pensar demasiado, tomo su mano. Es suave y cálida, y el contacto inmediato me sacude. Todo mi ser se vuelve consciente de ese simple gesto. —¿Qué pasa? —pregunta, con un tono de confusión, pero sus ojos, esos enormes ojos marrones, me observan, como si estuviera buscando alguna verdad oculta en mi rostro. Inhalo profundamente, intentando organizar mis pensamientos. La realidad es que quiero ayudarla, pero también sé que hay algo más. Algo que no debería estar allí, una conexión que crece con cada palabra, cada gesto, cada mirada. —Me gustaría verte en otro entorno. —Las palabras salen antes de que pueda detenerlas—. Un lugar donde podamos hablar más, donde puedas contarme más sobre ti. Así podré entender mejor cómo ayudarte y encontrar soluciones que realmente te sirvan. Ella frunce el ceño, sus ojos llenos de preguntas. —No entiendo por qué quieres ayudarme tanto. —Su tono es casi escéptico, como si no pudiera comprender por qué alguien como yo estaría tan interesado en su bienestar. El pulso en mi garganta late con fuerza, y durante unos segundos, me siento atrapado. Pero sé que si hay una oportunidad de explicarle, está justo aquí, en este momento. —Te lo contaré si decides aceptar. —Mi voz suena más firme de lo que me esperaba, pero dentro de mí, hay una tormenta. Aún sostengo su mano, y el calor que emana de ella me embriaga de una manera que jamás debería sentir. Por un instante, todo en la sala se detiene. El silencio se alarga entre nosotros, y puedo ver cómo su mente está procesando mis palabras. Sus ojos viajan de nuestras manos entrelazadas a mi rostro, y puedo sentir la intensidad de su mirada como una corriente eléctrica. Y entonces, ella asiente lentamente. Un leve gesto que apenas mueve su cabeza, pero es suficiente para hacerme sentir una mezcla peligrosa de alivio y ansiedad. Se acerca, y justo cuando pienso que va a soltarse, hace algo inesperado. Se inclina y besa mi mejilla de nuevo, igual que antes. Pero esta vez es diferente. Sus dedos suben hasta mi rostro, tocando suavemente la mejilla opuesta, sosteniéndome con una delicadeza que me desarma. Nos quedamos ahí, en un instante suspendido, su tacto llenando el espacio entre nosotros. Mis sentidos están desbordados, y aunque debería apartarme, alejarme de lo que está ocurriendo, no lo hago. No puedo. —Gracias... —su voz es apenas un susurro, mientras sus ojos buscan los míos—, por todo lo que estás haciendo por mí. No puedo hablar. Solo asiento ligeramente, sin saber cómo responder a esa mezcla de gratitud y ternura que irradia de ella. Todo está mal, lo sé. Pero en ese momento, en esa fracción de segundo, lo único que quiero es quedarme ahí, atrapado en el calor de su piel y en la intensidad de sus palabras. Finalmente, ella se separa, soltando mi mano y dejándome solo en medio de la sacristía. Me siento desnudo, vulnerable, como si hubiera revelado algo que ni siquiera estaba preparado para aceptar. Se marcha, y la sensación de su tacto aún arde en mi piel, mientras el eco de sus pasos se desvanece en la distancia. Me quedo en silencio, incapaz de moverme. Lo sé, he cruzado una línea que nunca debería haberse cruzado. Y aunque mi mente intenta advertirme, no puedo evitar sentirme embriagado por la posibilidad de verla otra vez.
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