El día había empezado como cualquier otro. El olor a café rancio y grasa frita se instalaba en el aire desde antes de que yo pusiera un pie en la cafetería. No había muchas mesas llenas a esa hora, lo cual me dejaba tiempo para mirar mi reflejo en la máquina de café y preguntarme por qué demonios seguía viniendo a este lugar.
—Oye, Mary —la voz de Hugh, mi jefe, cortó mis pensamientos como un cuchillo romo.
Rodé los ojos antes de girarme hacia él, ya esperando el comentario del día. No pasaba una mañana sin que este tipo soltara alguna joya.
—¿No te costaría nada vestirte un poco más... ya sabes, femenina? Podrías ganar más propinas.
Lo miré de arriba abajo, y no pude evitar la sonrisa irónica que siempre me salía en estos casos.
—Claro, Hugh. Si me pagaras un poco más, quizás no tendría que depender de las propinas, ¿no te parece? —respondí con un tono ácido, mientras le lanzaba una mirada que esperaba lo dejara sin palabras.
Pero claro, no fue así. Hugh era el tipo de hombre al que esos comentarios le resbalaban. Si acaso, parecían alimentarlo.
—Solo estoy intentando ayudarte, cariño. Mira, hay formas más fáciles de hacer dinero. No te cuesta nada sonreír más o... —dejó la frase flotando en el aire, sus ojos recorriéndome de una forma que me hacía querer arrancarme la piel.
Respiré hondo, tratando de contener el impulso de lanzar la bandeja que sostenía sobre su estúpida cabeza. No podía permitirme perder el trabajo, aunque cada maldita palabra que salía de su boca me diera más razones para hacerlo.
—¿Algo más, Hugh? —le pregunté, cruzándome de brazos, sintiendo cómo me hervía la sangre.
Él simplemente me lanzó una mirada burlona y se encogió de hombros antes de volver a la caja registradora.
Malditas mañanas. Eran lo peor. Cada vez que ponía un pie en esta cafetería, sentía que mi vida había dado un giro de 360 grados. ¿Cómo llegué aquí? Solía tener un plan. Estaba en la universidad, estudiando administración. No era la carrera de mis sueños, pero al menos me daba un camino, una dirección. Y luego, mamá se enfermó. Todo cambió. Mi vida entera se vino abajo en cuestión de meses. Dejé la universidad, dejé mis sueños. El dinero que nos quedaba fue para pagar sus tratamientos, y cuando se fue... me quedé con nada.
Volví al presente cuando un cliente llamó para pedir la cuenta, y tras despachar rápido a otra mesa, me encontré caminando hacia una esquina, donde un hombre con camisa de cuadros esperaba pacientemente. Ni siquiera levanté la mirada, ya estaba harta de ver rostros anónimos que no me interesaban. Saqué mi libreta y me preparé para escribir.
—¿Qué se le ofrece? —pregunté con tono monótono, fijándome en el papel y no en la persona frente a mí.
—Solo un café, Mary.
Mis dedos se congelaron en la libreta. Esa voz. El escalofrío recorrió mi espalda, erizando cada vello en mi cuerpo. Levanté la mirada, y allí estaba. Los ojos verdes de Jensen me miraban, y por un segundo, sentí como si el suelo desapareciera bajo mis pies.
—Padre... lo siento, no estaba prestando atención —murmuré, sintiendo el calor en mis mejillas. ¿Qué hacía él aquí?
Me quedé allí, de pie, sosteniendo la libreta con dedos temblorosos, como si de pronto hubiera olvidado cómo hacer mi trabajo. ¿Por qué estaba aquí? ¿De verdad se había tomado el tiempo de venir? El domingo habíamos tenido un momento, un momento tan intenso que me costó procesar, y desde entonces no podía dejar de pensar en él. Pero no era esto lo que esperaba. Era miércoles. Él tenía que estar... no sé, ¿haciendo cosas de sacerdote? Bendiciendo casas o lo que fuera que hacen durante la semana.
Mis ojos siguieron fijos en los suyos por un segundo más del que era prudente, pero ¿cómo evitarlo? Eran esos malditos ojos verdes que me atravesaban, que hacían que mi cuerpo se sintiera frágil, casi quebradizo. Era como si cada vez que me miraba, me desnudara por completo, no físicamente, sino algo más profundo, algo que iba más allá. Y yo, en mi delantal manchado de café, apenas me sentía una sombra de la persona que alguna vez fui.
—No, no te preocupes —dijo Jensen, con esa calma imperturbable que parecía envolverlo—. No esperaba verte aquí, sinceramente.
Y ahí estaba, la incómoda verdad. Claro que no me había notado antes. Soy la sombra en la esquina, la chica con la libreta y el delantal, la que apenas vive para ganarse un par de propinas miserables. Ni siquiera yo me notaba a veces.
Intenté sonreír, aunque sentí que la mueca me salía torcida. Bajé la mirada, mis ojos volviendo a la libreta como si fuera un escudo.
—Bueno, aquí estoy. Atrapada en esta cafetería como todos los días... —dije con un tono que pretendía ser ligero, pero que probablemente sonaba más amargo de lo que quería. No podía evitarlo.
Jensen asintió lentamente, sus ojos observándome con una intensidad que hacía que mi piel ardiera. Esa mirada no era normal. No era la clase de mirada que un sacerdote debía dar. Lo sabía, pero me daba igual.
—Ya que estás aquí, quiero darte algo —dijo de repente, rompiendo el silencio incómodo que se había formado entre nosotros.
Me tensé, sin estar segura de si eso era bueno o malo. ¿Qué me había traído? Un rosario, quizás, o algún folleto sobre el perdón divino.
—¿Algo? —pregunté, levantando una ceja con curiosidad y cruzando los brazos sobre el pecho, más como una protección que otra cosa.
Jensen sacó algo de su bolsillo y lo puso sobre la mesa, deslizándolo hacia mí. Era un pequeño libro. El título estaba en latín, pero aunque no podía leerlo, el símbolo en la portada me era conocido. Era un libro de oración. No sabía si sentirme halagada o molesta. ¿De verdad pensaba que esto me iba a ayudar?
—Gracias —murmuré, sintiendo el peso del momento sobre mis hombros—. Pero no creo que sea muy útil...
Hugh, mi jefe, entró en mi campo de visión desde el otro extremo de la barra, mirándome con esa expresión de "¿qué haces charlando en lugar de trabajar?" Decidí que era mejor moverme antes de que me soltara una de sus bromas desagradables frente a Jensen.
—Un café, entonces —dije rápidamente, anotando en la libreta aunque ya lo sabía.
Jensen me dio una pequeña sonrisa, una que me desarmó completamente. No había nada de malicia en ella, solo una tranquilidad que me hizo sentir más vulnerable de lo que debería.
—Sí, Mary. Solo un café.
Me giré y me dirigí a la máquina, pero podía sentir su mirada clavada en mí, y algo dentro de mí no dejaba de girar en círculos. ¿Por qué él? ¿Por qué aquí? ¿Por qué hoy?
Mientras preparaba el café, los pensamientos comenzaron a atropellarse en mi cabeza. Esto no era normal. No era simplemente que un sacerdote apareciera en la cafetería donde trabajaba. Era algo más, algo en el aire entre nosotros. Un domingo, en la iglesia, cuando me miraba con esa mezcla de compasión y algo más, algo que no podía nombrar, me sentí viva por primera vez en mucho tiempo.
Pero ahora, al estar aquí, en mi lugar de trabajo, bajo las luces fluorescentes y el aroma rancio de café y grasa, todo se sentía tan confuso. Este era mi mundo, uno en el que no encajaba ni la fe ni las promesas de redención. Uno en el que solo trataba de sobrevivir, día a día, con las miserables propinas que me permitían pagar el alquiler y comprar comida.
Mi madre habría odiado esto. Siempre me había dicho que estaba destinada a cosas mejores, que no debía conformarme. Pero, ¿qué otra opción tenía? Ella no estaba aquí para verlo. No estaba para juzgarme o guiarme. Ya no. Y en su ausencia, mi vida se había convertido en este desastre.
Cuando finalmente regresé con el café, lo dejé en la mesa con una mano temblorosa. Jensen me miró de nuevo, pero esta vez su expresión era diferente, como si estuviera tratando de entender algo que no podía poner en palabras.
—¿Estás bien, Mary? —preguntó, y su voz fue tan suave, tan cargada de preocupación, que sentí que mi garganta se cerraba.
Mentir habría sido lo más fácil, una salida rápida para esquivar la verdad. Pero algo en su mirada me desarmó por completo.
—No lo sé —respondí en un susurro, apenas capaz de mantener mi voz firme.
Jensen asintió lentamente, tomando el libro de nuevo y pasándolo por sus manos como si fuera un objeto precioso.
—Sabes que siempre puedes hablar conmigo. No tienes que hacer esto sola.
—No sé si eso sea suficiente, Padre —murmuré, evitando su mirada—. Pero gracias.
El silencio volvió a instalarse entre nosotros, cargado de cosas no dichas, de sentimientos no reconocidos, pero palpables. Era una pausa que me dejó descolocada, y por un momento, me sentí ridícula al estar ahí, parada frente a él, temblando.
Volví a la barra, sacudiendo las manos y tratando de concentrarme en las otras órdenes, pero mi mente estaba en otro lugar. Estaba con él. No podía sacarlo de la cabeza. ¿Qué hacía Jensen aquí? Y sobre todo, ¿por qué me afectaba tanto? Había pasado por tantas cosas en mi vida, enfrentado tantos momentos difíciles, y sin embargo, era su presencia la que me descolocaba más que cualquier otra cosa.
La máquina de café zumbaba, y el ruido de los platos y las conversaciones de los clientes era un eco distante. Yo trabajaba en piloto automático, moviéndome entre las mesas, llenando tazas y llevando platos sin realmente prestar atención a lo que hacía. Mi mente seguía anclada en la mesa de Jensen, en esos ojos que me miraban como si pudieran ver a través de mí, como si cada palabra no dicha quedara flotando en el aire.
Finalmente, después de atender a una pareja de ancianos que discutían sobre lo quemado que estaba el tostado, me dirigí de nuevo a su mesa. Pero cuando llegué, él ya no estaba. Solo el aroma a café recién hecho y una sensación de vacío en el aire donde había estado.
Sobre la mesa, quedaba su taza, vacía, y a su lado, una pequeña pila de billetes arrugados. El p**o por el café. Pero lo que realmente llamó mi atención fue el pequeño libro de oraciones que había dejado allí. Supe en el momento en que lo vi que lo había dejado a propósito.
Me quedé mirándolo, sintiendo que una sonrisa comenzaba a formarse en mi rostro, esa clase de sonrisa que sabes que no deberías esbozar, pero que no puedes evitar. Era una sonrisa peligrosa, porque no debía estar ahí, no para él. No para un sacerdote.
Pero lo estaba.
Lo recogí, sopesándolo en mi mano, el pequeño y gastado libro parecía tan insignificante y a la vez tan cargado de significado. Jensen había venido, se había sentado frente a mí, me había mirado de esa manera que hacía que me sintiera expuesta, y luego, había dejado esto. Un libro de oraciones. Como si con esto pudiera guiarme, salvarme, como si realmente creyera que todo se podía arreglar con un poco de fe.
Me mordí el labio, conteniendo una carcajada amarga que se asomaba en mi garganta. Faith. Era irónico. ¿Cómo podía tener fe en algo cuando ni siquiera podía confiar en mí misma? ¿Cómo se supone que esto me iba a salvar?
Pero aún así, seguía sonriendo. Quizás porque una parte de mí quería creer, quería pensar que, tal vez, él había dejado más que solo un libro. Quizás había dejado una promesa, una intención. Quizás, había dejado parte de él.
Y eso, definitivamente, no era algo que un sacerdote debía hacer.
Cuando llegué a casa esa tarde, el peso del día se sentía más fuerte de lo habitual. El trabajo, Hugh, Jensen... todo había sido demasiado. Me tiré en la cama sin quitarme los zapatos, sintiendo cómo el colchón parecía absorber mi agotamiento. Mis ojos recorrieron la habitación, y allí estaban, como siempre, las pastillas para la ansiedad en la mesita de noche, esperando.
Miré las pequeñas píldoras con una mezcla de rechazo y tentación. Sabía que me harían sentir mejor, que podrían apagar esa tormenta constante en mi mente. Pero hoy, después de lo que había pasado, me rehusaba a caer en eso. No hoy.
Con un suspiro, alargué la mano y agarré el pequeño libro de oraciones que Jensen había dejado en la cafetería. Su peso en mis manos se sentía diferente ahora, como si de alguna manera contuviera más de lo que parecía. Lo abrí lentamente, esperando encontrar algún tipo de consuelo en sus palabras, pero en lugar de eso, unos billetes se deslizaron entre las páginas, cayendo sobre mis piernas.
Me quedé mirándolos por un momento, sorprendida. No era mucho dinero, pero era suficiente para saber que esto no era una simple propina. Esto era él, de nuevo, desafiando las reglas, moviéndose en ese territorio peligroso en el que sabíamos que no debíamos estar. Sonreí. Una sonrisa lenta, llena de ironía y algo más oscuro.
Sabía que esto estaba mal. Sabía que no debía sentir lo que estaba sintiendo. Pero era inevitable, como una droga nueva que acabas de descubrir y no puedes dejar. Jensen no era solo un sacerdote, no para mí. Era algo más, algo peligroso, algo prohibido.
Me recosté en la cama, sosteniendo el libro y los billetes en la mano, y dejé que mi mente vagara. Sentía una especie de emoción corriendo por mis venas, la misma que había sentido cuando me miró en la cafetería. Me estaba enganchando, no a las pastillas, sino a algo peor. A él.
Él era mi nueva adicción. Y a diferencia de las pastillas, no había frascos que pudiera esconder ni recetas que pudiera romper. Esto era diferente, más profundo. Jensen era el tipo de veneno que, una vez que lo pruebas, no hay vuelta atrás.
La sonrisa volvió a aparecer en mi rostro, más suave esta vez, más resignada. Porque en el fondo, ya lo sabía. Estaba cayendo. Y la verdad es que, por primera vez en mucho tiempo, no quería detenerme.