Capítulo cuatro, Jensen.

2468 Words
Cuando la vi por primera vez, supe que algo en mí cambiaría para siempre. Mary, con esos ojos grandes y marrones, parecía perdida, como un ciervo a punto de ser alcanzado por el cazador. Su piel, pálida como el mármol, hacía que su fragilidad fuera aún más evidente, y al mismo tiempo, había algo en ella que me atraía, algo que no podía entender. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, mi mente se llenaba de dudas que me aterrorizaban. Me preguntaba si Dios me había puesto en su camino, o si era una prueba, un desafío para mi vocación. Pero, ¿cómo podía resistirme a la necesidad de ayudarla? Todo lo que había en ella me gritaba que la protegiera, que no cometiera el mismo error que había cometido con mi hermano. El mismo hermano que perdí por no saber cómo salvarlo a tiempo. Mary... había algo en su dolor que me resultaba familiar. Ella estaba rota, igual que él. No podía dejar que se hundiera más en esa oscuridad. Me acerqué lentamente, sin pensarlo demasiado, mis dedos rozando su mejilla con una suavidad que nunca antes había mostrado. Su piel estaba fría bajo mi toque, pero fue como si al tocarla, una chispa recorriera mi cuerpo. No sé qué esperaba de ella, no sé si quería que me apartara o que me dejara ayudarla, pero lo único que me salió fue decir esas palabras: —Déjame ayudarte, Mary. Decir su nombre en voz alta fue un alivio extraño, como si al pronunciarlo algo dentro de mí se hubiera desbloqueado. Verla llorar, escucharla admitir su miedo, me destruyó. Todo lo que había construido, todas las barreras que había levantado para mantenerme firme en mi fe, en mi propósito, se vinieron abajo en ese momento. Ella no era solo una feligresa. Era algo más. Algo que yo no entendía todavía, pero que me retaba a cuestionar todo lo que creía. En su rostro, en su dolor, vi a mi hermano. Aquel a quien no pude salvar. Y de repente, tuve la certeza de que Dios la había traído a mí por una razón. Que ella era la señal que tanto había esperado, la oportunidad de redimirme, de hacer las cosas bien esta vez. Pero en ese mismo pensamiento, también sentí la amenaza de algo más. Algo oscuro, algo que me tentaba, que me hacía querer más de lo que debía desear. Pero ella no dijo nada. Solo me miró, con esos ojos rojos de tanto llorar, como si no supiera qué más hacer. Y entonces, sin previo aviso, se lanzó hacia mí, abrazándome con una intensidad que me dejó sin aliento. No hubo palabras, solo el peso de su cuerpo contra el mío, y el sonido de sus sollozos ahogados en mi pecho. No me moví, no podía. Lo único que hice fue rodearla con mis brazos, una mano aferrada a su cabello, mientras hundía mi rostro en él. Su perfume, mezclado con las lágrimas, el incienso, y algo más, llenaba mis sentidos. Su fragilidad se hacía palpable en mis manos, y sin embargo, sentí que, en ese abrazo, era ella quien me estaba sosteniendo. Era como si ese simple gesto pudiera sanar cualquier herida que cargara, tanto la suya como la mía. El abrazo de Mary parecía interminable. Sentía sus sollozos profundos resonando en mi pecho, y en ese momento me di cuenta de lo frágil que era, de cómo cada lágrima que derramaba parecía llevarse consigo un pedazo de su alma. Me dolía verla así, desgarrada, vulnerable, pero al mismo tiempo, algo en mí se encendía. No era solo compasión, era la necesidad desesperada de protegerla, de hacer lo que no pude hacer por mi hermano. La apreté un poco más, sintiendo cómo sus pequeños brazos se aferraban a mi sotana, como si fuera lo único que la mantenía en pie. Mi mano seguía enredada en su cabello, su rostro hundido en mi pecho. El mundo fuera del confesionario había desaparecido. Solo estábamos ella y yo, compartiendo un dolor que, de alguna manera, entendíamos perfectamente. Pero no podíamos quedarnos así. No podía permitir que este momento cruzara una línea de la que no podría regresar. Respiré hondo, apartándome ligeramente, mis manos temblando al soltarla, aunque por dentro, una parte de mí quería seguir sosteniéndola para siempre. —Ven —dije en voz baja, mi garganta seca. Señalé la puerta que llevaba a mi pequeña oficina privada—. Hablaremos mejor ahí. Ella no respondió, solo me siguió en silencio, con los ojos todavía enrojecidos y su rostro pálido. Caminaba detrás de mí, como una sombra silenciosa, y el eco de sus pasos sobre el suelo de la iglesia se mezclaba con el susurro de nuestras respiraciones. Al llegar a la oficina, le abrí la puerta y la dejé pasar antes de cerrar detrás de nosotros. El ambiente en la habitación era acogedor pero austero. Un par de sillas, una mesa de madera oscura y una pequeña estantería llena de libros religiosos y algunas fotos personales, incluidas las de mi hermano. Me moví con rapidez hacia la pequeña tetera que mantenía en el rincón. —Te prepararé algo —le dije mientras ponía agua a hervir, sin mirarla directamente, porque no estaba seguro de lo que encontraría en su mirada. Todo se sentía tan... frágil. Mientras esperaba que el agua hirviera, finalmente decidí presentarme. Ya era hora. —Soy Jensen, por cierto. El padre Jensen. Mis palabras salieron más suaves de lo que esperaba. Ella me miró, como si el simple hecho de saber mi nombre le diera alguna tranquilidad, pero no respondió. El hervir de la tetera rompió el silencio incómodo, y me giré para preparar el té. Coloqué la taza frente a ella con manos firmes, aunque por dentro sentía que el mundo se tambaleaba. —Toma esto —le dije, empujando la taza hacia sus manos temblorosas—. Te ayudará a calmarte un poco. Mary tomó la taza con ambas manos, sus dedos aún pálidos del frío que había sentido. Mientras sorbía el té, el silencio en la habitación se volvió menos incómodo. Yo la observaba desde la otra silla, sin decir nada, dejándole el espacio que necesitaba para recobrar un poco de su compostura. Sabía que hablaría cuando estuviera lista, y cuando lo hiciera, yo estaría ahí. Mary dejó escapar un suspiro, el vapor de la taza envolviéndola mientras bebía pequeños sorbos. Sus ojos, aunque aún enrojecidos, parecían un poco más tranquilos. Me quedé en silencio, dándole espacio para que procesara todo lo que acababa de pasar, pero no podía dejar de notar el temblor en sus manos. La veía luchar, no solo contra el dolor, sino contra algo más profundo. Algo que, de alguna manera, había sentido en mí mismo alguna vez. —Gracias —murmuró finalmente, con la voz apenas audible—. No sé por qué vine aquí hoy. Sus palabras flotaron entre nosotros, como una confesión no buscada, y supe que estaba intentando encontrarle sentido a todo. Quise decir algo, darle una respuesta, pero no había palabras correctas para lo que ella estaba viviendo. No ahora. —A veces —comencé, eligiendo mis palabras con cuidado—, no sabemos por qué nos movemos en una dirección hasta que estamos en medio de ella. Tal vez necesitabas estar aquí, aunque no lo supieras. Ella me miró, y en sus ojos vi una mezcla de vulnerabilidad y confusión. Sabía que esa explicación no sería suficiente, pero era lo único que podía ofrecerle en ese momento. —No sé si puedo hacerlo... vivir así —susurró, su voz temblando de nuevo—. Todos los días es una lucha. Las pastillas... son lo único que me hace sentir que tengo algo de control, aunque sé que solo me están destrozando más. Su confesión, esa verdad cruda que salió de sus labios, hizo que algo en mí se rompiera. Me levanté lentamente de la silla, acercándome a ella con cautela, como si temiera que cualquier movimiento brusco la hiciera retroceder. Me arrodillé a su lado, en un intento de mostrarle que no estaba sola, aunque el peso de la situación me aplastara. —Mary... —dije en voz baja, el nombre finalmente deslizándose de mis labios—. Lo que estás pasando... es algo que no tienes que enfrentar sola. Estoy aquí para ayudarte, para escuchar... pero también tienes que querer ayudarte a ti misma. Ella sollozó nuevamente, sus lágrimas cayendo en la taza mientras sus manos temblaban más. Sin pensarlo, extendí mi mano y la apoyé suavemente sobre las suyas, intentando transmitirle algo de paz, aunque sabía que no sería suficiente. —No sé cómo —admitió, su voz desgarradora—. No sé cómo dejar de sentir este vacío, este... miedo. No quiero que todo termine mal, pero... no sé si puedo seguir. Esas palabras me atravesaron como una daga. La desesperación en su voz era innegable, y en su mirada, vi a alguien al borde de un precipicio. Alguien que estaba a punto de caer, como lo hizo mi hermano. Esa idea me aterrorizó. —No vas a caer —le dije, mis palabras firmes aunque por dentro me sentía igual de perdido—. No dejaré que lo hagas. Te prometo que no tienes que cargar con esto sola. Ella me miró, y en ese momento, algo cambió en su expresión. Como si la idea de recibir ayuda fuera algo completamente nuevo para ella. Y tal vez lo era. El silencio entre nosotros era denso, cargado de todo lo que no decíamos, de la tensión palpable en el aire. Mis manos aún reposaban sobre las suyas, y por un momento, me permití sentir esa conexión. Una conexión que no podía, ni debía, permitirme. Mary levantó la vista, sus ojos enormes, todavía vidriosos por las lágrimas, pero con algo más. Algo que me atravesó, que rompió las barreras que había construido durante años. Me quedé quieto, intentando procesar lo que estaba sintiendo. Algo dentro de mí gritaba que esto no era correcto, que debía apartarme. Pero no lo hice. El calor de su piel bajo mis dedos, su respiración agitada, la fragilidad que la envolvía... Todo me atraía de una forma que me aterrorizaba. La intensidad del momento me sobrepasaba, y mis pensamientos comenzaron a desmoronarse. Me encontraba demasiado cerca, demasiado vulnerable. —Jensen... —murmuró, casi como un suspiro, como si la palabra escapara de sus labios sin su consentimiento. Mi nombre en su boca sonaba... diferente. Algo tan sencillo, pero que me hizo estremecer. El latido en mi pecho se aceleró, y me di cuenta de que mi mano seguía sobre la suya, el tacto más íntimo de lo que había pretendido. Mi respiración se volvió pesada, y de repente sentí que el aire en la sala era insuficiente. Sabía que debía apartarme, que esto estaba cruzando una línea peligrosa. Me levanté bruscamente, alejándome de ella. El movimiento fue casi involuntario, como un acto reflejo para salvarme de lo que estaba empezando a sentir. Sentí su mirada sobre mí, confundida, tal vez herida, pero no podía detenerme a pensar en eso ahora. Necesitaba respirar. Necesitaba distancia. —Lo siento... —murmuré, intentando recomponerme—. Es solo... esto es más complicado de lo que parece. Me pasé una mano por el rostro, intentando calmar el torbellino de emociones que se arremolinaban dentro de mí. La miré nuevamente, y la confusión seguía presente en sus ojos, pero había algo más, algo que no podía descifrar. —Deberías venir a la misa —dije finalmente, mi voz más suave ahora—. Será pronto, y... quizás te ayude encontrar algo de paz en el ritual. Si quieres, claro. Mis palabras sonaban más vacías de lo que me hubiera gustado, pero era lo único que podía ofrecerle en ese momento sin perderme por completo. Ella me miró, dudando, pero finalmente asintió, sus lágrimas aún frescas, pero su respiración un poco más controlada. —Si realmente quieres ayuda... estoy dispuesto a brindártela, Mary —le dije, la suavidad en mi tono apenas enmascaraba la turbulencia en mi interior—. Pero debes estar dispuesta a aceptar esa ayuda, a luchar. No puedo hacerlo por ti. Su mirada se clavó en la mía, y en ese momento, todo lo demás desapareció. No era solo ella la que estaba en esa encrucijada, era yo también. Mary se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera sopesando mis palabras, midiendo lo que estaba a punto de hacer. Finalmente, asintió con la cabeza, su rostro aún bañado por una mezcla de tristeza y resignación. — Lo intentaré—murmuró, su voz apenas audible, pero lo suficientemente clara como para que el peso de su decisión se sintiera en el aire. Sabía que esta no sería una batalla fácil para ella, y tampoco para mí. Se levantó lentamente, y por un momento pensé que todo había terminado ahí, que se marcharía con la misma fragilidad con la que había llegado. Pero en lugar de eso, se acercó más, sus pasos suaves resonando en la sala. No esperaba lo que vino después, ni estaba preparado para la corriente que recorrió mi cuerpo cuando se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla. El contacto fue breve, ligero, pero lo sentí como un impacto que sacudió cada uno de mis sentidos. Sus labios, cálidos y temblorosos, dejaron una marca invisible en mi piel que parecía arder. —Gracias, padre —susurró contra mi oído antes de alejarse, sus palabras reverberando en mi mente como una campana que no podía dejar de sonar. La palabra "padre", pronunciada con ese tono tan vulnerable, tan íntimo, me desarmó. Era como si al llamarme así estuviera intentando recordarnos ambos de la línea que no debía cruzarse, como si ese título pudiera erigir un muro entre nosotros. Pero era inútil. Era demasiado tarde. Incluso esa simple palabra, en sus labios, me volvía loco. El sonido de su voz llamándome "padre" se enredó en mis pensamientos de una manera que no podía ignorar. Y su tacto, aunque tan casto como debía ser, me dejó desconcertado, hundiéndome en un remolino de sensaciones que no sabía cómo manejar. La observé marcharse, cada paso suyo dejándome con una extraña mezcla de alivio y desesperación. La puerta se cerró detrás de ella con un leve crujido, y de repente, la oficina pareció aún más pequeña, más opresiva. Me quedé inmóvil, el aire en la sala aún impregnado con su aroma, algo dulce y suave que se aferraba a mis sentidos. Cerré los ojos un momento, respirando hondo, pero en lugar de calmarme, el olor de ella parecía intensificarse, envolviéndome, llenando cada rincón de mis pensamientos. El caos dentro de mí creció, y por primera vez en mucho tiempo, no estaba seguro de cómo salir de esto.
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