Capítulo doce, Jensen.

2693 Words
El eco de la lluvia golpeando los vitrales resonaba como un murmullo distante en la iglesia vacía. Ya era tarde, pero no tenía prisa por irme. Había terminado mi turno hacía horas, pero la tormenta afuera me ofrecía una excusa para quedarme un poco más. Sentía el peso de mis pensamientos sobre mí, girando y girando como si no pudieran encontrar un lugar donde descansar. Mi conversación con el padre Martin seguía rebotando en mi cabeza. —¿Qué es lo que esperas que te diga, Jensen? —me había dicho con esa calma tan suya—. Nadie puede responderte eso, solo tú... y Dios, si le prestas suficiente atención. Dios. Necesitaba una señal. Algo que me diera claridad, que me dijera si este era realmente el camino que debía seguir. Si seguir siendo un hombre de Dios era lo correcto... o si todo lo que sentía hacia Mary, toda esa confusión, era la verdadera respuesta. Caminé lentamente hacia el altar, mis pasos resonando suavemente en el suelo de mármol. El incienso aún flotaba en el aire, mezclándose con la humedad que se colaba desde el exterior. Me senté en uno de los bancos, justo frente al altar, y cerré los ojos. Había orado tantas veces en mi vida, pero nunca con este nudo en la garganta, este vacío en el estómago. —Dios —murmuré, casi avergonzado por lo perdido que me sentía—, necesito una señal. Solo una señal para saber cuál es mi verdadero camino. No quiero equivocarme. No quiero fallarte. Las palabras salían sin pensarlas, automáticas, pero sinceras. A veces olvidaba lo joven que era cuando decidí tomar el hábito. Todo parecía tan claro en ese entonces... pero ahora, el mundo parecía estar desenfocándose a mi alrededor, como si la vida que pensé que tendría estuviera quedando borrosa. Me recosté un poco hacia atrás, apoyando la cabeza en el respaldo del banco. No esperaba que una voz celestial me respondiera, ni que los vitrales se iluminaran de repente. Pero esperaba sentir algo, cualquier cosa. Un susurro en el viento, una calma repentina, algo que me confirmara que no estaba solo en esto. La tormenta afuera no cesaba. La iglesia, en contraste, se sentía como una burbuja en la que solo existíamos Dios y yo. Pero en mi cabeza, la imagen de Mary no desaparecía. Su rostro, su forma de mirarme, esa noche en el confesionario. Su desesperación y su valentía al mismo tiempo. El padre Martin tenía razón, claro. Siempre lo tenía. Pero también sabía que no era tan simple. No podía confiar solo en mis deseos, porque esos mismos deseos me estaban llevando por un camino peligroso. Mary era... un conflicto. Un abismo al que, si me acercaba demasiado, sabía que no iba a poder volver. Solté un suspiro, frotándome los ojos con las manos. —Dame algo, Señor. Lo que sea. No era normal en mí perder la paciencia en mis oraciones, pero la frustración se acumulaba. Me sentía en una encrucijada en la que ninguno de los caminos que podía elegir parecía correcto. No podía ser un buen sacerdote si seguía pensando en Mary. Pero tampoco podía seguir ignorando lo que ella significaba para mí. Los relámpagos iluminaban momentáneamente el interior de la iglesia, y el sonido del trueno me devolvió a la realidad. Me levanté y caminé hacia el altar, arrodillándome frente a él, en busca de esa conexión que tanto necesitaba. —Si este es el camino que debo seguir, si es lo que quieres para mí, entonces muéstramelo. Porque ahora... ahora no sé quién soy. Las palabras salieron con un peso que casi me sorprendió. Hacía tiempo que no me sentía tan vulnerable frente a Dios. El estruendo de la puerta resonó por toda la iglesia, sacándome de mi oración como un disparo en medio del silencio. Me levanté de golpe, el corazón acelerado, y miré hacia la entrada. No esperaba visitas a esa hora, mucho menos en una noche como esa. Me acerqué lentamente, como si me acercara a algo sagrado, casi temiendo lo que podía encontrar al otro lado. Las bisagras crujieron cuando abrí la puerta, y por un momento, creí que había escuchado mal, que solo había sido el viento o la tormenta jugando conmigo. Pero entonces, allí estaba. Mary. Empapada, con el cabello pegado a la cara y el vestido blanco que llevaba completamente mojado, casi transparente, dibujando cada curva de su cuerpo como una broma cruel del destino. Casi parecía un espejismo, una alucinación, una trampa. Pedí una señal... y ahí estaba, pero no como la esperaba. Esto... esto no podía ser la respuesta que Dios me estaba dando, ¿o sí? —Mary... —dije, casi sin aire, su nombre escapándose de mis labios como una plegaria rota. Ella no dijo nada al principio. Solo avanzó hacia mí, sus pies chapoteando en el suelo mojado mientras se acercaba, y antes de que pudiera reaccionar, me abrazó con fuerza, su rostro enterrado en mi pecho mientras comenzaba a sollozar. El contacto fue como un choque eléctrico. Sentí su cuerpo temblar contra el mío, su desesperación fluyendo a través de cada lágrima que dejaba caer. Me quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Mis brazos permanecieron a los costados, tensos, sin atreverme a tocarla. Mi mente daba vueltas, buscando alguna explicación, alguna razón para que Mary estuviera allí, de esa manera, en ese momento. ¿Qué le había pasado? —¿Qué... qué te ha pasado? —pregunté en un susurro, pero ella no me respondió. Solo seguía llorando, apretándome más fuerte, como si temiera que si me soltaba, todo se desmoronaría. Mis ojos miraron al techo de la iglesia, buscando respuestas. Esto no podía ser una coincidencia. Había pedido una señal, pero esto... era como si el mismo Lucifer me estuviera tentando, poniéndola frente a mí cuando mi voluntad ya estaba al límite. Finalmente, mis brazos reaccionaron, moviéndose con torpeza mientras los colocaba alrededor de ella, aunque el contacto era vacilante. No quería que se malinterpretara, pero tampoco podía dejarla en ese estado, empapada, temblando, completamente rota frente a mí. —Mary... —repetí, esta vez con más firmeza, aunque mi voz aún sonaba quebrada—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estás aquí? Ella levantó la mirada, sus ojos rojos de tanto llorar, el maquillaje corrido, y no dijo una palabra. Solo siguió llorando, como si mi pregunta no tuviera respuesta o fuera demasiado dolorosa para ponerla en palabras. Me sentí atrapado. No podía alejarla, pero tampoco sabía cómo consolarla. Todo lo que había pasado entre nosotros, todas las dudas, los momentos de tensión, ahora parecían insignificantes comparados con la imagen de esta chica, rota y vulnerable, buscando refugio en mí. "¿Esto es lo que quieres que haga?", pensé, buscando en mi interior alguna guía. ¿Era este el momento en que debía olvidarme de mis votos, de mi camino, y cuidar de ella de una manera que nunca había pensado antes? Pero no podía. No debía. Mi deber era otro, aunque en ese instante, con Mary temblando en mis brazos, todo parecía desmoronarse. —Tranquila... —murmuré, tratando de calmarla, aunque no estaba seguro si lo decía para ella o para mí—. Estoy aquí. No te preocupes, estás a salvo. Mary seguía temblando entre mis brazos, su respiración entrecortada mezclada con pequeños sollozos que desgarraban el silencio de la iglesia. Su cuerpo, empapado y frágil, se aferraba a mí con una desesperación que nunca había visto en ella. En ese momento, no era la misma mujer fuerte y mordaz que conocía. Era alguien rota, desgastada por algo que todavía no comprendía del todo. —Mary, por favor... dime qué ha pasado —insistí, mi voz saliendo más firme esta vez, pero mi pecho se apretaba con cada palabra. Sentía que el suelo se desmoronaba bajo mis pies. Ella apartó la cabeza de mi pecho, su rostro devastado, con el rimel corrido y los ojos llenos de angustia, intentando encontrar palabras entre sus lágrimas. Me dolía verla así, tan frágil, como si todo lo que la mantenía en pie se hubiera derrumbado. —No... no podía más —murmuró, casi inaudible—. Eric... él... El nombre de Eric cayó entre nosotros como una bomba, haciendo eco en mi cabeza. ¿Qué había hecho? Mi mente empezó a correr a mil por hora, imaginando lo peor. ¿Le había hecho daño? ¿La había herido de alguna manera? —¿Eric qué? —pregunté, sintiendo una oleada de rabia y preocupación mezclarse dentro de mí—. ¿Qué te hizo? Mary negó con la cabeza, como si quisiera alejar esa idea de mi mente. —No... no me hizo daño, Jensen. Pero... quería internarme. Dice que soy una adicta. Que... no puede estar con alguien como yo, no así. Y... y que va a esperarme, cuando esté "bien" —su voz se quebró al decir las últimas palabras, su cuerpo temblando aún más. Me quedé en silencio, procesando lo que me había dicho. Internarla... Dios, sabía que Mary tenía problemas con las pastillas, lo había notado desde hacía tiempo, pero jamás imaginé que la situación hubiera llegado tan lejos. Y Eric... ¿eso era lo que él pensaba que era la solución? ¿Alejarla, encerrarla? Sentí una mezcla de impotencia y rabia. Internarla no iba a arreglar nada, no cuando ella necesitaba algo más que un encierro. Pero... ¿yo qué sabía? Era un sacerdote, no un terapeuta. Y sin embargo, verla así, rota, pidiendo auxilio de una manera tan desesperada, me quemaba por dentro. La lluvia seguía cayendo fuera de la iglesia, creando un ritmo incesante que apenas lograba cubrir el sonido de mi respiración agitada. Mary, empapada hasta los huesos, temblaba frente a mí. Su vestido blanco se pegaba a su cuerpo, volviéndose casi transparente bajo la luz suave que emanaba de las velas del altar. Cada curva, cada línea de su figura era visible, como si Dios mismo estuviera probando los límites de mi fuerza. Mis ojos, por mucho que intentara mantenerlos fijos en su rostro, se desviaban constantemente. Su busto, claramente visible a través del tejido mojado, subía y bajaba con su respiración entrecortada. Los labios, esos labios rojos e hinchados por el llanto, parecían pedirme algo, algo que no podía darles. O al menos, algo que no debía. La deseaba. Con una fuerza que me asustaba, me consumía. Quería arrancarle ese maldito vestido, despojarla de todo lo que la cubría y hacerla mía allí mismo, en ese lugar sagrado. La idea de tomarla, de hacerla sucumbir bajo mis manos, se enredaba con el fervor de mi fe, en un caos que no podía controlar. ¿Qué clase de hombre era? ¿Qué clase de sacerdote? —Jensen... —su voz me sacó de mis pensamientos. Apenas un susurro, lleno de desesperación. Sus manos me agarraron con más fuerza, y cuando alzó la mirada hacia mí, sus ojos estaban llenos de dolor—. Perdóname, por favor... perdóname por todo. El temblor en su voz, la fragilidad de su cuerpo junto al mío, casi me destrozaban. Pero más allá de eso, el deseo seguía ardiendo en mi pecho. ¿Cómo podía estar tan mal y, a la vez, sentirme tan desesperadamente atraído por ella? —No tienes nada de qué disculparte —murmuré, mi propia voz sonando áspera, como si luchara contra algo más grande que yo. —Sí, lo tengo. Soy un estorbo... siempre lo he sido. Y te he deseado, Jensen. Sé que está mal... lo sé. No deberías sentirte responsable de mí, ni tampoco... deberías verme así. La confesión cayó entre nosotros como un trueno, haciendo eco en la oscuridad de la iglesia. Ella me había deseado. Lo que yo temía, lo que siempre había intentado evitar, estaba ahí, a la vista de todos, despojado de cualquier mentira o ilusión. Y lo peor era que yo sentía lo mismo. Era joven, demasiado joven. Sólo veintidós. Una niña comparada conmigo, pero ese pensamiento no hacía nada para apagar el fuego que sentía dentro. Ella continuaba, sus palabras entrecortadas por los sollozos: —Sé que nunca podrás sentir lo mismo... lo sé, y aún así... no puedo evitarlo. Y me duele tanto, Jensen. Me duele tanto desear algo que sé que no puedo tener. Que nunca podré. Cada una de sus palabras era un puñal, no porque me doliera su sufrimiento, sino porque me veía reflejado en él. También la deseaba, y esa verdad me quemaba por dentro. —Mary... —intenté decir algo, cualquier cosa que la consolara, pero mi voz se apagó. No podía tocarla. No debía. Pero mi cuerpo traicionaba cada voto, cada promesa que había hecho. Las manos me picaban, deseando aferrarse a su piel, despojarla de esa ropa mojada, tocar cada centímetro de su cuerpo desnudo. Ella era todo lo que no debía desear, y sin embargo, lo único que quería en ese momento. —No digas eso —logré susurrar, mi voz tan rota como la suya—. No me hagas esto. Ella se aferró más fuerte, su cuerpo presionado contra el mío. Sentía el calor de su piel a través del vestido empapado, su fragilidad, su debilidad. Me pedía ayuda, y yo solo podía pensar en cómo sería perderme en ella, cómo sería ceder a este deseo insano que me atormentaba. —Por favor, dime que no me deseas —pidió con un hilo de voz, su mirada perdida en la mía, buscando desesperadamente una negación que no podía darle. No dije nada. El silencio entre nosotros lo dijo todo. Ella lo vio. Lo supo. Me aparté de Mary, mi mente girando en un torbellino de confusión y deseo. Ella estaba allí, empapada, su vestido blanco pegado a cada curva de su cuerpo, casi transparente bajo la luz de las velas. Ella me miraba con una mezcla de desesperación y arrepentimiento, sus ojos enrojecidos por las lágrimas. —Dime que no me deseas —susurró, su voz quebrada—. Dime que no lo quieres y nunca volveré a molestarte. Sus palabras me golpearon como un martillo, cada sílaba resonando en mi mente. No podía contestar, no podía hacer nada más que contemplarla. Sentía el ardor en mis entrañas, un deseo crudo e incontrolable que me obligaba a cuestionar mi fe y mis votos. Mi mirada recorría su cuerpo empapado, deseando cada centímetro de ella, y el conflicto interno se hacía cada vez más doloroso. Me obligué a mantenerme alejado, luchando contra el impulso de acercarme a ella, de decirle lo que realmente deseaba. Pero entonces, mientras ella seguía implorando, mi control se desmoronó. Sus palabras, su vulnerabilidad, todo me estaba desarmando. —Mary —susurré, mi voz apenas audible, temblando entre la necesidad y la desesperación—, no puedo... Las palabras se me atoraron en la garganta. No podía negar lo que sentía, no podía seguir negándolo. Ella me miraba con desesperación, esperando una respuesta que ni siquiera yo tenía. Mi cuerpo se movió casi por sí solo, la necesidad y el deseo borrando cualquier rastro de autocontrol. Me acerqué a ella con una brusquedad que me sorprendió, la empujé contra la puerta de la iglesia con un impulso salvaje y dominante. —No... —dije, mi voz rasgada—. No puedo decirte que no te deseo. Susurré su nombre mientras la sujetaba por la cadera y el cuello, atrayéndola hacia mí. Nuestros cuerpos estaban pegados, y el calor de su piel empapada contrarrestaba el frío del lugar. La besé con una intensidad desesperada, mi boca demandando la suya con una urgencia que no podía controlar. Cada beso, cada roce, era una mezcla de deseo reprimido y desesperación. Ella respondió con la misma necesidad, sus manos aferrándose a mi cabello mientras nuestras bocas se encontraban en una danza frenética y desesperada. En ese momento, todo lo que había estado tratando de controlar se desmoronó. Lo que había sido una lucha interna se convirtió en una realidad palpable, y todo lo que pude hacer fue rendirme a la necesidad de tenerla, de sentirla cerca, de desearla de una manera que sabía que estaba mal.
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