Estoy sentada frente a Eric en un restaurante donde cada plato es una obra de arte y el ambiente parece exigir que te comportes de cierta manera: perfecta. La luz suave ilumina su rostro mientras me sonríe, pero hay algo en su expresión que me inquieta. Sus ojos, siempre tan seguros de sí mismos, parecen analizarme más que admirarme. Es como si estuviera evaluando si encajo en su molde, si soy lo que él quiere que sea.
—Deberías probar esto, es más ligero. Seguro que te va a sentar mejor —me dice, señalando el plato que acaba de llegar.
No me gusta el pescado, pero lo pide igual. Siempre tiene ese tono de "sé lo que es mejor para ti", como si fuera mi mentor y no mi pareja. Yo intento sonreír y cumplir con lo que él espera, porque cuando se molesta, su mirada se vuelve aún más afilada.
—Claro —respondo, moviendo el tenedor por el plato.
Eric me da todo lo que quiero, lo admito. Se desvive en cumplir mis caprichos, en llevarme a los mejores lugares, en comprarme lo que se me antoje. Pero la paz que esperaba encontrar con él no existe. Lo intento. Cierro los ojos en la cama a su lado por las noches, repitiendo que esto es lo correcto, que él es lo correcto. Pero hay algo que no encaja. Todo el dinero, los lujos y su constante atención no apagan la ansiedad que me recorre el cuerpo. Y por eso las pastillas siguen allí, en mi bolso, a mi lado siempre, como una vieja amiga que no quiero perder.
—Te ves bonita hoy, aunque creo que deberías llevar mas maquillaje —comenta de repente, sin dejar de sonreír mientras toma un sorbo de vino.
Su voz es suave, pero esas palabras se sienten como una daga. Es el tipo de crítica que parece inocente, pero que cala hondo. Una parte de mí quiere decirle que este es mi estilo, que me siento bien así, pero la otra, la que siempre está en guardia, sólo asiente y aparta la mirada.
—Tal vez tienes razón —le digo, obligándome a no soltar el tenedor de pura frustración.
—Por supuesto que la tengo. —Eric me dedica otra de esas sonrisas complacientes. Luego, se inclina hacia adelante, sus dedos rozan los míos por encima de la mesa. Su toque es frío, calculado. Siempre es tan controlado, como si estuviera manejando una transacción en lugar de una relación.
Yo, mientras tanto, me siento vacía. Atrapada en una escena perfecta que se derrumba por dentro. Porque aunque él me dé todo, no puede darme lo único que realmente necesito: paz. Esa sensación de calma que, sin querer, encontré en Jensen. Y odio que sea así. Odio que, mientras Eric me habla, mi mente siga volviendo al padre Jensen, a cómo su presencia, su voz suave y llena de comprensión, me hacía sentir menos rota, menos perdida.
—¿Te pasa algo? —Eric arquea una ceja, notando mi distracción.
—No, nada —respondo rápido, tragando el nudo en mi garganta.
Me obligo a sonreír, a pretender que todo está bien. Pero en el fondo sé que no lo está. No con Eric, ni conmigo misma. No sé cuánto más podré seguir así, soportando sus críticas veladas y su control constante. Y lo peor de todo es que, a pesar de querer alejarme, no lo hago. Sigo aquí, cenando con él, dejando que me moldee a su antojo. Porque, al final del día, aún no sé quién soy ni qué quiero.
Y quizá lo que más miedo me da es que, en el fondo, tampoco quiero perder lo poco que me queda de mí misma.
Eric sigue hablando de su día, de la empresa y de cómo tiene planes para el futuro. Me pregunta algo sobre mis propios planes, pero no espera una respuesta. En realidad, nunca lo hace.
—Te he conseguido una entrevista en una editorial —dice de repente, con una sonrisa que a cualquiera le parecería perfecta, excepto a mí.
—¿Una editorial? —repito, confundida. ¿Cuándo le hablé de eso?
—Sí, te he escuchado antes. Dijiste que te gustaba la escritura, ¿no? —Se inclina hacia atrás, satisfecho consigo mismo. Como si hubiera hecho algo enorme por mí, pero todo lo que siento es un vacío en el estómago. Le dije que me gustaba, sí. Pero mi vocación era la administración, algo completamente contrario.
Eric siempre tiene un plan, una dirección para mi vida que, a veces, siento que no es mía. Y aunque debería sentirme agradecida, sólo me hace sentir más pequeña.
—Es... increíble, gracias —respondo, pero la emoción en mi voz suena hueca incluso para mis oídos.
Eric sonríe, pero no es una sonrisa cualquiera, es la de alguien que se enorgullece por haber movido otra ficha en su tablero. Yo soy solo una pieza más. Y mientras lo observo, me doy cuenta de que, aunque no me lo haya pedido directamente, poco a poco está intentando convertirme en otra cosa. Algo que encaje en su mundo perfecto.
Cuando terminamos de cenar, él paga la cuenta sin siquiera mirarla, como si ese tipo de cosas no lo tocaran. De camino a su auto, siento sus dedos en la parte baja de mi espalda, guiándome con suavidad. No es una caricia, es una dirección. Es control.
En el trayecto hacia su casa, miro por la ventana, viendo cómo las luces de la ciudad pasan rápidamente, como mi vida, a una velocidad que no controlo. Mientras tanto, las pastillas siguen ahí, en mi bolso, casi llamándome. Siento su presencia como un recordatorio de que mi paz está tan lejos de este auto como lo está del hombre a mi lado.
—He estado pensando... —dice Eric mientras conduce—, deberíamos pasar más tiempo juntos en los eventos de la iglesia. Sería bueno para ti volver a ser más devota. Podrías ayudarme con algunas actividades, estar más involucrada. Al padre Jensen le gustaría verte más por allí.
Esa última frase me golpea más fuerte de lo que debería. Él tiene razón, claro. Pero no por las razones que cree. Eric piensa que lo dice por mi "crecimiento espiritual", pero no sabe que cada vez que veo a Jensen, el caos dentro de mí parece encontrar un poco de orden.
—Quizás —murmuro, sintiendo un nudo en el pecho.
Eric no nota mi falta de entusiasmo, porque no lo necesita. Él ya ha decidido por mí. Y mientras me lleva de regreso a su departamento, siento cómo la distancia entre lo que soy y lo que él quiere de mí se agranda.
No es hasta que llegamos y estamos en la cama, uno al lado del otro, que mi mente vuelve a Jensen. Y mientras Eric duerme a mi lado, con la respiración pesada, mis dedos se mueven hacia las pastillas. Tomo una, luego otra, y finalmente la última, antes de deslizarme en la oscuridad.
Quizás mañana sea diferente, me digo a mí misma mientras el sueño me arrastra. Pero en el fondo, sé que cuando despierte, el vacío seguirá ahí.
La mañana llegó como un torrente de claridad dolorosa, con el sonido de Eric llamándome de una manera que ya no podía ignorar. La cama parecía un lugar lejano, un recuerdo de comodidad que no podía recordar claramente. Cada movimiento era una batalla; el nubloso efecto de las pastillas me mantenía atrapada en un estado semiinconsciente. Finalmente, me arrastré hacia el baño, mis pasos tambaleantes revelando la falta de control que tenía sobre mi cuerpo. El baño era un refugio sombrío, y al inclinarme sobre el inodoro, sentí cómo la noche se vaciaba de mi estómago, junto con las pastillas que había tomado.
—Mary, ¿estás bien? —la voz de Eric llegó como un eco desde el otro lado de la puerta. Su tono era una mezcla de preocupación y autoridad, pero no podía responderle de inmediato. Mi cuerpo estaba en caos, y las lágrimas se sumaban a la sensación de asfixia.
Finalmente, cuando el mareo comenzó a disminuir, me tambaleé hacia el suelo del baño, sentada con la espalda apoyada contra la pared. Las lágrimas seguían cayendo sin parar, y mi respiración se había vuelto irregular. Sabía que no podía seguir así, pero no encontraba las palabras para explicarlo, para decir cuánto había fallado.
Eric abrió la puerta del baño con cuidado y me encontró allí, deshecha, con las pastillas esparcidas cerca de la mesa de luz. Su mirada se posó en los frascos y luego en mí, con una intensidad que me hizo sentir aún más expuesta.
—Mary, ¿qué está pasando? —su voz estaba cargada de una preocupación palpable. La pregunta era directa, pero el tono era suave, casi como si esperara que le diera una respuesta que no pudiera formular.
Mi garganta estaba cerrada, y las palabras se quedaban atrapadas. Solo pude asentir con la cabeza, dejando que el silencio ocupara el espacio entre nosotros. Eric se acercó, la desesperación en su rostro reemplazada por una determinación más suave.
—¿Tienes un problema con las pastillas? —su pregunta era más una afirmación que una interrogación, y la forma en que lo dijo me hizo sentir aún más pequeña.
En medio de mis sollozos, me esforzaba por encontrar palabras que explicaran mi estado, pero las lágrimas y el pánico parecían bloquear cualquier intento de comunicación coherente. Mi mente estaba en un torbellino, mezclando recuerdos y emociones, luchando por mantenerse a flote en una tormenta interna.
—No sé qué... —mi voz temblaba mientras intentaba hablar—. No sé cómo llegué a esto...
Eric parecía luchar con sus propios sentimientos, la preocupación en su cara mientras me ayudaba a levantarme del suelo. A pesar de su expresión preocupada, había una firmeza en su actitud que me hizo sentir que quizás había algo de esperanza en medio de mi desesperación.
—Mary, escucha —dijo mientras me guiaba de vuelta al dormitorio—. Sé que esto debe ser difícil para ti. No quiero que te sientas sola en esto. Vamos a salir de esto juntos. Te prometo que te ayudaré a superar esto.
Sus palabras eran una mezcla de consuelo y determinación, y aunque el alivio inmediato que me ofrecían era pequeño, era suficiente para darme un atisbo de esperanza. Mientras lo seguía al dormitorio, me sentía dividida entre la gratitud por su apoyo y el miedo a lo que significaba realmente su promesa. La noche anterior había sido un recordatorio brutal de lo lejos que había llegado, y ahora, al enfrentar esta nueva realidad, me preguntaba si finalmente encontraría el cambio que tanto necesitaba.
Eric se sentó a mi lado en la cama, su presencia era un ancla en medio del caos. Aunque no podía ver completamente el futuro, sentía que su intención de ayudar me daba una razón para seguir adelante, para enfrentar lo que venía. Sabía que no podía seguir así, y que las cosas debían cambiar, pero aún no entendía del todo cómo lo haría. La noche había dejado cicatrices visibles, y ahora, con Eric a mi lado, tenía que enfrentar los desafíos que se avecinaban con una mezcla de esperanza y temor.
Eric había estado callado durante el desayuno. No era su estilo, generalmente no paraba de hablar. Pero hoy, sus ojos estaban enfocados en algo más, como si su mente estuviera muy lejos de la mesa y de mi presencia. Fue después, cuando terminó el café en un solo trago, que me miró con esa determinación calculada que me había hecho pensar que tal vez las cosas podrían cambiar.
—Voy a llevarte a que te despejes un poco —dijo, de manera casual, como si la idea fuera simplemente salir a dar un paseo.
No pregunté a dónde íbamos. Lo acepté porque pensé que sería solo eso, despejarme. Había algo reconfortante en el hecho de que Eric no huyera, que estuviera dispuesto a lidiar con mi caos, que quisiera "ayudarme". Pero pronto, el terror comenzó a despertar en mí, un eco sordo que iba creciendo a medida que el paisaje cambiaba y Eric seguía conduciendo.
El silencio entre nosotros no era normal. Era opresivo, como si el aire en el auto se hubiera vuelto demasiado denso. Eric no miraba el camino tanto como miraba su celular, de reojo, como si esperara algo. Me inquietaba el hecho de que no me hablaba como solía hacerlo, con su tono suave, pero algo controlador. El viaje no tenía sentido, y el trayecto se volvía más largo.
—¿A dónde vamos? —pregunté finalmente, mi voz más frágil de lo que pretendía.
—Mary... —dudó por un momento, pero sus ojos no se apartaron de la carretera—. Tienes que entender que esto es por tu bien. He estado hablando con alguien que puede ayudarte.
—¿Qué...? —logré decir, aunque apenas pude reconocer mi propia voz. Era débil, quebrada.
—No puedo estar con alguien que está destruyéndose —dijo sin mirarme, los dedos tensos en el volante, como si con solo aferrarse a él pudiera mantener el control de lo que estaba ocurriendo—. No puedo verte arruinar el hermoso cuerpo que Dios te dio, el regalo que tienes...
El dolor se extendió por mi pecho como fuego. No podía entenderlo, no podía procesar las palabras que me decía. Mi respiración se aceleró, el aire entrando y saliendo en rápidos jadeos que solo amplificaban el pánico.
—No... no puedes... no puedes hacerme esto —mi voz se quebró, y sentí las primeras lágrimas deslizarse por mis mejillas. Todo mi cuerpo temblaba, como si algo dentro de mí estuviera a punto de estallar.
Eric se aclaró la garganta, su tono todavía calmado, frío, distante. Pero había algo más ahí, algo que lo humanizaba a pesar de todo.
—Estoy enamorado de ti, Mary. Y... quiero que estés bien. No quiero verte destrozarte más —dijo, y finalmente, sus ojos me buscaron, como si esperara que yo entendiera lo que estaba diciendo.
Pero no lo hacía. No podía. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que me iba a explotar en el pecho. Las palabras de Eric parecían golpearme una y otra vez, el eco de "hermoso cuerpo" resonando como un maldito mantra en mi cabeza.
—Por favor... por favor, no me hagas esto —sollozaba, cada palabra empujada por el pánico creciente que me asfixiaba. Me aferré al asiento, a las paredes del auto, como si pudiera escapar por puro deseo. Sentía que me estaba ahogando, que el mundo se cerraba a mi alrededor.
Eric soltó una breve risa nerviosa, como si no entendiera lo que estaba haciendo.
—Voy a esperar por ti. Lo haré. Pero no puedo seguir viéndote así, Mary. No puedo estar con una adicta —sus palabras cayeron como un golpe final, brutal y definitivo.
Y fue entonces cuando lo supe. Sabía a dónde íbamos. Lo entendí, y el terror me atravesó por completo, como si una garra helada se hubiera aferrado a mi pecho.
—No... no, Eric. No me lleves ahí. No puedo. No puedo hacerlo. No quiero estar encerrada, no puedo... —mis palabras se entrelazaban, atropellándose en mi boca, pero ninguna parecía llegar a él. El auto seguía avanzando, y las luces del exterior se volvían más tenues, como si la carretera se estuviera desvaneciendo.
—Es lo mejor para ti, Mary —repitió, como si fuera un mantra que se estaba contando a sí mismo para convencerse de que hacía lo correcto—. No puedes seguir así.
El pánico explotó en mí. Mis manos temblaban tanto que no podía controlarlas, y mi cuerpo comenzó a convulsionarse, un temblor violento que me sacudía de pies a cabeza. Intenté abrir la puerta otra vez, pero estaba trabada. Las cerraduras automáticas me mantenían prisionera.
—¡Déjame salir, por favor! —grité con toda la fuerza que pude reunir, pero mi voz salió ahogada, rota por los sollozos que me atravesaban. Golpeé la puerta, golpeé el vidrio, como si en algún lugar pudiera encontrar una salida.
Pero no la había. Estaba atrapada. Las luces del auto se deslizaban sobre la carretera, cada vez más borrosas, y el sonido de mi propia respiración agitada se mezclaba con la lluvia que comenzaba a golpear el parabrisas. Eric no decía nada. Sólo conducía, como si no hubiera opción. Como si todo estuviera ya decidido.
—Eric... —mi voz se volvió un susurro ahogado, casi sin fuerza—. No puedo... no puedo estar en un lugar así. Te lo suplico...
Pero ya no había vuelta atrás. El auto seguía avanzando, y el mundo a mi alrededor se oscurecía. Las luces se desvanecían, y el cielo se tornaba gris, casi n***o, mientras la tormenta se desataba.
Y yo, atrapada en ese auto, sin poder hacer nada, solo podía sentir cómo el pánico me ahogaba lentamente, llevándome a un lugar del que sabía que no podría escapar.
Yo sabía que él pensaba que estaba haciendo lo correcto, que lo hacía por mí. Pero no entendía... no entendía lo que era estar atrapada, sentir que te están llevando a un lugar del que no puedes escapar.
Respiré hondo, intentando recomponerme. El temblor en mis manos seguía, pero traté de controlarlo. Tenía que salir de ahí, de alguna manera.
—Eric... —comencé, mi voz rota, pero más controlada que antes—. Me siento mal. Voy a vomitar...
Eric giró la cabeza rápidamente, una mezcla de preocupación y, por supuesto, de egoísmo pintándose en su rostro. Sabía que lo que le preocupaba no era tanto yo, sino su auto de lujo, y lo que vomitar dentro de él implicaría. Vi su mandíbula tensarse aún más.
—¿Puedes parar en algún lugar? Por favor. No puedo más.
Su mirada se suavizó por un segundo, pero no dijo nada. Solo asintió, resignado, y buscó una gasolinera en la distancia. Aún estábamos dentro de la ciudad, pero mi casa estaba muy lejos. Y ni siquiera tenía mi celular conmigo. No había pensado en eso cuando escapé con Eric, confiando ciegamente en que "todo estaría bien" bajo su protección. Qué irónico.
Eric detuvo el auto frente a la estación de servicio. Las luces brillaban de manera artificial bajo la lluvia que comenzaba a caer más fuerte, y él apagó el motor. Me miró de reojo, como si intentara calcular cuánto tiempo me llevaría vomitar y volver.
—Voy al baño. Me siento muy mal —le dije, tragando el nudo en mi garganta, intentando sonar más desesperada de lo que realmente estaba.
—No tardes, por favor —contestó con un tono firme, pero desinteresado. Estaba convencido de que yo no me atrevería a escapar.
Bajé del auto, sintiendo la lluvia fría empapar mi ropa casi de inmediato. Corrí hacia el baño, la desesperación apretando mi pecho con fuerza. Dentro, el olor a lejía y humedad llenaba el aire. Me miré en el espejo, la imagen era devastadora. Mis ojos estaban hinchados, el rímel corrido me daba un aspecto espectral. Parecía la sombra de alguien que alguna vez fui, y la persona que veía frente a mí era alguien que había dejado que todo se derrumbara.
Me apoyé en el lavabo, mi respiración aún entrecortada. No tenía a quién llamar, ni siquiera un plan. Eric tenía mi vida bajo control en ese momento, y yo había dejado que eso sucediera. Intenté pensar en algo, alguien que pudiera ayudarme... pero la lista estaba vacía.
Me enderecé, secándome las lágrimas con la manga de mi camisa. La ansiedad se apoderaba de mí de nuevo, pero esta vez lo único que importaba era escapar. Eric estaba esperando fuera, distraído, probablemente revisando su teléfono como siempre.
Este era el momento. No tenía muchas opciones. Salí del baño sigilosamente, asegurándome de no hacer ruido. La lluvia me recibió con un abrazo gélido, cubriéndome, ahogando el sonido de mis pasos. Corrí lo más rápido que pude, las gotas golpeándome la cara, pegando mi ropa a la piel. Corría sin mirar atrás, con el corazón en la garganta y una sola idea en mente: escapar.
La ciudad era enorme, y mi casa quedaba tan lejos, pero cualquier distancia, cualquier agotamiento, era mejor que quedarme con él. Tenía que huir. Tenía que encontrarme a mí misma de nuevo, o lo que quedara de mí.
Los latidos de mi corazón eran el único sonido que podía escuchar, acelerados, enloquecidos, mientras mis piernas se movían lo más rápido que podían bajo la tormenta.