Capítulo tres, Mary.

3152 Words
El pequeño frasco de pastillas tintinea suavemente entre mis dedos mientras me siento en el borde de la cama, observando el techo sin realmente verlo. El reloj en la pared marca las tres de la madrugada, pero el sueño sigue sin venir. No es algo nuevo; la falta de sueño es una vieja conocida. Las pastillas... esas son más recientes. No siempre las necesité. Pero ahora, cada noche, es como si las llamaran. Como si me recordaran que la única forma de apagar la ansiedad, el dolor, es a través de ellas. En la mano, las pastillas parecen más pesadas de lo que deberían. Las observo con una mezcla de necesidad y asco. Mamá odiaba las pastillas. Su voz resuena en mi mente, aunque hace años que no la escucho. Solía decirme que no necesitábamos nada más que la oración, que Dios siempre nos guiaría, incluso en nuestras noches más oscuras. La ironía no se me escapa. Aquí estoy, sola en mi departamento, con mi única "salvación" entre los dedos, rezando en silencio para que funcionen, aunque sé que lo hacen solo por un rato. Cuando mamá murió, la oscuridad vino a mí de golpe, sin previo aviso, como una marea que no se puede detener. Todo lo que había mantenido en equilibrio, todo lo que creía que me anclaba, se desmoronó. Al principio, la terapia me ayudaba. Luego, las pastillas. Pero con el tiempo, esas pequeñas píldoras se convirtieron en algo más. Ya no eran solo un alivio temporal, sino una necesidad. Sin ellas, la idea de dormir parece una broma cruel. La muerte de mi madre fue el principio del fin para muchas cosas. No solo me dejó sin familia, sin una brújula que me guiara en la vida, sino que también rompió cualquier vínculo que pudiera haber tenido con la iglesia, con Dios. Recuerdo la última vez que fui a misa con ella; su rostro radiante mientras rezaba, sus manos apretando las mías. Ella siempre había tenido una fe tan inquebrantable. Yo no. Yo siempre cuestioné. La pregunta ahora es: ¿Por qué sigo volviendo a la iglesia? Mi mirada se desliza hacia la esquina del cuarto, donde está el abrigo que usé la última vez que fui. Mi mente vuelve al confesionario, a esa pequeña caja oscura donde se supone que debería encontrar consuelo, pero últimamente solo encuentro confusión. La voz del sacerdote, profunda y serena, sigue resonando en mi mente. No sé su nombre, ni siquiera sé realmente quién es, pero desde que lo conocí, hay algo que no puedo sacudirme. Algo que me atrae, y no es la religión. Eso es lo que me asusta. Estoy cruzando una línea. Cada vez que entro a esa iglesia, no busco respuestas, ni paz espiritual. Busco... algo más. Algo que sé que está mal, que va en contra de todo lo que se supone que debería sentir en un lugar como ese. Pero no puedo evitarlo. Cada vez que hablo con él, me siento menos perdida y, al mismo tiempo, más confundida. Es como si me viera de verdad. No como los demás, no como una chica rota que necesita pastillas para dormir y que no puede seguir adelante. Él me escucha, y eso es lo más peligroso de todo. Miro de nuevo las pastillas en mi mano. Sé que no puedo seguir así para siempre, pero tampoco sé cómo detenerme. Y ahora, cada vez que pienso en volver a la iglesia, siento que no estoy buscando redención, sino una excusa. Una razón para volver a escucharlo, para volver a sentir que, por un momento, no soy un desastre completo. Cierro los ojos y me inclino hacia adelante, dejando que las pastillas se deslicen de nuevo en el frasco. No hoy. No quiero perderme del todo esta noche, aunque una parte de mí lo desee con cada fibra de mi ser. Quizás debería dejar de ir. Debería dejar de confesarme, dejar de sentir que lo que sea que está creciendo entre nosotros es algo más que un error. Pero sé que no lo haré. Sé que volveré. Suspiro y me recuesto en la cama, mirando el techo mientras el peso de todo se apodera de mí. Tal vez mañana sea diferente. Tal vez mañana encuentre una razón para no volver. Pero, por ahora, la duda sigue ahí, al igual que las pastillas. (...) El baño estaba en sombras, la única luz provenía de la rendija bajo la puerta, proyectando un tenue resplandor en el suelo. Me arrodillé frente al inodoro, mi cuerpo temblando mientras intentaba expulsar todo lo que había ingerido. Las pastillas se habían convertido en mi refugio, pero ahora se sentían como una traición cruel. La mezcla de medicamentos y mi desesperación me había llevado a tomar más de lo que debía, buscando en ese exceso un escape a mis pensamientos intrusivos y la sensación de vacío que me oprimía. Pero en lugar de encontrar paz, mi estómago protestaba con furia, cada convulsión de mi cuerpo era un recordatorio de lo lejos que había ido. El ruido del vómito, amargo y ácido, resonaba en el pequeño espacio del baño. Me encorvé aún más, tratando de evitar el dolor y el malestar que me embargaba. El suelo estaba frío contra mis rodillas, y la opresión en mi pecho se hacía más fuerte a medida que mi respiración se volvía errática. A través del caos, mi mente no podía dejar de regresar a la última vez que estuve en el confesionario. La voz del sacerdote, calmada y comprensiva, había tocado una fibra en mí. Me había dejado pensando en mi madre, en la forma en que su muerte me había arrastrado a esta espiral de autodestrucción. ¿Por qué me había resultado tan difícil dejar atrás el dolor? ¿Por qué me había aferrado tanto a las pastillas como si fueran la única solución? Me incliné contra la pared, tratando de encontrar un momento de calma en medio del tumulto. Mi mente seguía repitiendo la conversación, el consuelo inesperado que me había brindado el sacerdote. Sentía que me entendía de una forma en que nadie más lo hacía, y esa comprensión, aunque reconfortante, también me aterrorizaba. El pensamiento de volver a verle me atormentaba, me preguntaba si estaba cruzando una línea al desear esa conexión. Las lágrimas comenzaron a mezclarse con el sudor en mi rostro. Me limpié con la mano temblorosa, intentando calmar mi respiración. El suelo del baño se sentía cada vez más familiar, como si este lugar de desesperación se hubiera convertido en mi refugio temporal. De repente, me pregunté si volver a la iglesia, ver al sacerdote nuevamente, sería una forma de buscar algo más que un simple consuelo. ¿Era posible que mi necesidad de encontrar respuestas me llevara a confundir la ayuda con algo más profundo? Mis pensamientos eran un torbellino, y el dolor en mi estómago era un reflejo de la agitación que sentía dentro de mí. Dejé que mi cuerpo descansara en el suelo, sintiendo el frío del mármol bajo mi piel. El sonido del inodoro se desvaneció, y el silencio que siguió fue casi más pesado. Finalmente, me levanté con esfuerzo, apoyándome en la pared. Miré mi reflejo en el espejo, la imagen de una joven agotada y perdida. ¿Cómo había llegado a este punto? ¿Cómo podría seguir adelante si mi vida se sentía como un laberinto sin salida? Con un esfuerzo agotador, me arrastré hacia la ducha. El agua caliente caía en mi piel, y aunque al principio sentí un alivio momentáneo, pronto la calma se vio interrumpida por la misma preocupación que me había atormentado. La corriente del agua parecía no ser suficiente para lavar las inquietudes de mi mente. Cada gota que caía parecía acompañada por un pensamiento desesperado sobre mi situación y lo que significaba realmente enfrentar al sacerdote nuevamente. Finalmente, me enjuagué, me envolví en una toalla y me miré en el espejo. Mi cabello estaba empapado, pegado a mi rostro, y la palidez de mi piel parecía aún más marcada después del episodio en el baño. En lugar de cambiarme a mi ropa habitual, me puse un abrigo y una bufanda para salir. La decisión estaba tomada: necesitaba ir a la iglesia. Con una determinación renovada, salí de casa. La noche estaba oscura y el frío del aire se sentía agudo en mi piel húmeda. Caminé a paso rápido hacia la iglesia, el sonido de mis pasos resonando en la calle vacía. Cada paso se sentía como una lucha interna, pero también como un avance hacia algo que, aunque incierto, parecía ser la única opción. Al llegar frente a la iglesia, me detuve un momento. El edificio antiguo se alzaba en la penumbra, sus puertas de madera masivas y solemnes. Me quedé allí, mirando la entrada, la sensación de familiaridad y extrañeza luchando dentro de mí. La idea de cruzar esas puertas nuevamente me hacía sentir vulnerable, pero también era un impulso que no podía ignorar. El frío se hacía más intenso a medida que permanecía allí, el vapor de mi cabello mojado condensándose en el aire frío. Con un suspiro, me acerqué a la puerta y la empujé suavemente. El crujido de la madera bajo la presión fue el único sonido que rompió el silencio nocturno. Entré en el vestíbulo de la iglesia, el eco de mis pasos mezclándose con la serenidad del lugar. La sensación de estar de vuelta era a la vez reconfortante y inquietante. Caminé lentamente hacia el confesionario, mis pensamientos dando vueltas mientras me acercaba. La incertidumbre y el miedo se mezclaban con un rastro de esperanza, un deseo de encontrar alguna forma de comprensión o alivio. Cuando finalmente me paré frente al confesionario, me tomé un momento para respirar profundamente. La puerta del confesionario estaba cerrada, pero sabía que el sacerdote estaría allí, dispuesto a escucharme. Sentí una mezcla de nervios y expectativa, preguntándome si encontraría respuestas o simplemente más preguntas. Con un golpe firme en la puerta, esperé. El sonido del timbre resonó en el pequeño espacio, y el peso de la espera se hizo palpable. Me quedé frente a la puerta del confesionario, el frío nocturno aún en mi piel, el cabello aún mojado. Mi corazón latía con fuerza mientras trataba de respirar hondo. La sensación de desesperación era tan intensa que me resultaba casi física. No sabía si las lágrimas que empezaban a acumularse en mis ojos eran por el dolor o por la esperanza que me llevó aquí. Con un esfuerzo, empujé la puerta y entré en el confesionario. Me senté en el pequeño banco, y antes de que pudiera siquiera acomodarme, ya me sentía abrumada. El sacerdote al otro lado de la rejilla comenzó con su saludo habitual, pero hoy me parecía distante, como si su calidez no pudiera penetrar el muro de tristeza que me envolvía. —Bendígame, padre, porque he pecado —dije, mi voz temblando mientras trataba de mantener un semblante de normalidad. —¿Qué es lo que te preocupa, hija? —preguntó con una voz suave, pero la preocupación en sus palabras era evidente. No pude contener más el dolor que me había estado atormentando. Mi garganta se cerró mientras el llanto comenzaba a brotar. Me incliné hacia adelante, las lágrimas fluyendo sin control. —He tomado pastillas... —dije entre sollozos, las palabras se mezclaban con el llanto—. Tomo más de lo que debería... para intentar dormir, para intentar escapar. Pero nada me ayuda. Nada cambia. La voz del sacerdote, normalmente calmada, se hizo más cercana y reconfortante, pero no podía calmar el caos dentro de mí. Sentía que estaba a punto de desmoronarme por completo. —¿Qué es lo que te preocupa más, Mary? —preguntó, su tono lleno de empatía. Las palabras se me atoraron en la garganta, pero el dolor y el miedo se desbordaron en un torrente de confesión desesperada. —Estoy asustada —dije finalmente, mi voz rota—. Tengo miedo de mis propios pensamientos. No sé qué hacer con todo esto. Me siento atrapada, y temo que todo termine mal. No quiero que esto acabe así. No quiero que todo se derrumbe. Mi llanto se volvió incontrolable, y la desesperación me envolvió por completo. Sentía que estaba colgando de un hilo y que cualquier segundo podría caer en un abismo sin fin. Mis sollozos resonaban en el pequeño espacio del confesionario, y el dolor parecía palpable. El sacerdote, por su parte, permaneció en silencio durante un momento, dejando que el peso de mis palabras se asentara. —¿Qué debo hacer? —pregunté entre sollozos, mi voz débil y temblorosa—. ¿Cómo puedo salir de esto? El silencio en el confesionario era tan denso que casi se podía tocar. Las lágrimas que antes habían caído libremente ahora se habían secado, pero la desesperación seguía aullando en mi pecho, como un lamento incesante que no encontraba descanso. Me sentía atrapada en un mar de angustia, el eco de mis palabras aún flotaba en el aire, mezclándose con el olor a incienso y la oscuridad del pequeño cubículo. La voz del sacerdote, aunque llena de intención, parecía haberse desvanecido, dejando una sensación de incompletitud que me envolvía. La espera se volvía interminable, cada segundo que pasaba parecía cargar aún más el peso de mi desesperanza. Mi mente giraba en círculos, atormentada por los pensamientos intrusivos que no dejaban de bombardearme. Cada vez que intentaba calmarme, un nuevo pensamiento n***o se arremolinaba en mi mente, haciéndome sentir más perdida y sola. De repente, el sonido de la puerta al otro lado, el leve crujido de bisagras y el movimiento sutil de alguien, me sacudió del trance en el que estaba sumida. La sorpresa y el miedo se mezclaron en mi estómago mientras miraba hacia la rejilla, esperando ver alguna señal de que el sacerdote volvería. Pero en lugar de la familiar voz de consuelo, escuché el chirrido de la puerta que se abría lentamente. Un escalofrío recorrió mi espalda. La sensación de que algo estaba a punto de cambiar me envolvió, una especie de anticipación y temor que me mantenía inmóvil. La oscuridad del cubículo parecía profundizarse, y el silencio se volvió aún más pesado. Esperaba lo inesperado, mi corazón latía con fuerza, anticipando el regreso del sacerdote, pero no estaba preparada para lo que iba a suceder. La puerta de mi lado se abrió con una lentitud que parecía eterna. En ese momento, la figura alta y vestida de n***o apareció en el umbral. El sacerdote se erguía con una presencia que era a la vez imponente y tranquilizadora, como si su sola presencia pudiera disipar parte de la oscuridad que me envolvía. La luz tenue que se filtraba desde el pasillo iluminaba su figura de manera que realzaba su autoridad y la calma que emanaba de él, haciendo que su presencia se sintiera casi divina. Lo miré desde abajo, mis ojos enrojecidos por el llanto, mi visión borrosa aún por las lágrimas que no había terminado de secar. Su mirada, esos ojos verdes profundos y penetrantes, se encontraron con los míos. En ese instante, sentí una conexión que iba más allá de la comprensión. Era como si el simple hecho de verlo me transportara a un lugar de serenidad, un pequeño refugio en medio de mi tormenta personal, una especie de cielo terrenal que nunca había experimentado. El sacerdote extendió una mano hacia mí, un gesto simple pero cargado de una calidez que parecía tocar las fibras más profundas de mi ser. Su mano era firme y reconfortante, y en el momento en que la tomé, sentí que había encontrado un ancla en medio de la tormenta que se había desatado en mi vida. No había necesidad de palabras, no había necesidad de explicaciones adicionales. El contacto de su mano en la mía era suficiente para ofrecerme una sensación de seguridad que había estado buscando desesperadamente. El aire entre nosotros se volvió denso, cargado de algo que no podía explicar. Sus ojos verdes no se apartaban de los míos, y por un segundo, sentí que el mundo se había reducido a este pequeño espacio entre los dos. El murmullo lejano de la iglesia, el eco de mis propios pensamientos, todo se desvaneció. Lo único que existía en ese instante era él, su mirada profunda que parecía atravesarme. Su mano, fuerte y cálida, se movió con lentitud hacia mi rostro. No hubo vacilación en su gesto, como si supiera exactamente lo que necesitaba. Cuando sus dedos rozaron mi mejilla, sentí que algo dentro de mí se rompía. El contacto fue tan suave, tan humano, y a la vez tan devastador. Cerré los ojos por un momento, tratando de contener el torbellino de emociones que se desataba en mi interior, pero era imposible. La simple presión de su mano sobre mi piel hacía que el suelo bajo mis pies se desmoronara. Era el tipo de hombre que, en cualquier otro contexto, habría evitado. Demasiado perfecto, demasiado imponente, como si la realidad no pudiera contenerlo. Sus ojos, su altura, cada rasgo en su rostro parecía esculpido con una precisión divina. Un ser que no pertenecía a este mundo, o al menos no al mío. Y sin embargo, ahí estaba, tocándome, haciéndome sentir cosas que no debería. El contacto me hacía hervir la sangre, y, al mismo tiempo, me aterraba. Mi respiración se volvió irregular, mi corazón palpitaba con fuerza, pero no podía moverme. No quería moverme. Todo en él me atraía como un imán, pero una parte de mí sabía que este hombre era mi perdición. Si seguía por este camino, no había vuelta atrás. —Eres perfecta —me susurró, con una voz tan suave que apenas podía oírlo, mientras sus dedos secaban una de las lágrimas que no había notado que seguían cayendo. La contradicción en esas palabras me descolocó. Perfecta. ¿Cómo podía decir eso? Nada en mí se sentía perfecto. Estaba rota, atormentada por mis propios demonios, perdida en una espiral de autodestrucción. Pero el modo en que lo dijo, con tanta ternura, casi me hizo creerlo, aunque fuera por un segundo. Ese segundo en el que mis ojos se encontraron con los suyos, y su toque me hizo sentir vulnerable, expuesta de una manera que jamás había experimentado. Sus dedos bajaron lentamente, trazando un camino que dejó un rastro de calor en mi piel. Era como si su toque tuviera el poder de sanar, aunque sabía que no podía. O tal vez no debía. —Déjame ayudarte, Mary —dijo finalmente, su voz profunda y envolvente. Al escuchar mi nombre salir de su boca, algo se quebró dentro de mí. Mis lágrimas comenzaron a fluir de nuevo, y esta vez no las contuve. Las paredes que había levantado para protegerme de todo, de todos, se desmoronaban una a una. Sentí que estaba cayendo, y que él era lo único que podía detenerme.
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