Ordenó la cena y pidió que de inmediato le mandaran una botella de vino a la salita.
—¡Ahora mismo, Excelencia!— dijo el propietario, con una exagerada reverencia, complacido de tener un huésped tan distinguido y con bolsillos tan bien provistos.
—Dentro de una hora un chico vendrá a preguntar por mí—informó Lynke—, vea que sea conducido hasta aquí.
—Sí, sí, Excelencia.
—Tal vez venga acompañado de un sastre, también a él quiero verlo.
—Muy bien, Excelencia.
Lynke estiró las piernas frente al fuego. Se sentía muy aburrido sin tener con quién hablar y pensó en lo tedioso que le resultaría el viaje a Madrid en medio de esa soledad en que se hallaba ahora.
Murmuró una repentina maldición, pero reconoció para sí que no tenía derecho a lamentarse de su suerte. Pero que él fuera culpable de lo que le estaba sucediendo no era un gran consuelo, en realidad.
Podía recordar a su tío, el Duque de Newcastle, Secretario de Estado para Asuntos Extranjeros, y escuchar su voz firme y precisa:
—Me siento avergonzado de ti, Hugo.
—No sé por qué— había contestado él, preguntándose al mismo tiempo qué sabía de él ahora su tío.
—Creo que tú sabes la razón tan bien como yo. Envié a buscarte en cuanto terminó mi entrevista con Rustington.
—¡El golpe había caído sobre él! Lynke sabía que debía suponerlo. Sin embargo, trataba de simular ignorancia sobre ese nombre.
—Rustington— había continuado el Duque con un aire impresionante—, lo ha descubierto todo.
—¡Espero que no!
Había dicho aquello sin pensar, y el efecto de sus palabras había ensombrecido aún más el semblante del Duque
—¡Hugo! Eres el hijo de mi hermana favorita. He hecho lo mejor que he podido por ti. Desde la muerte de tu pobre padre, he tratado de guiarte y ayudarte. He fracasado en forma lamentable. Esto es evidente tanto por tu forma de vivir, como por las horribles revelaciones que Rustington me ha hecho hoy.
—Lamento que mi conducta te contraríe tío, pero debo recordarte que ya no soy un jovencito. De hecho, me acerco cada día
más a una edad avanzada y considero que, por lo tanto, tengo derecho a comportarme como me plazca.
El Duque de Newcastle había suspirado.
—A los veintinueve años, mi querido Hugo, estás cometiendo el mismo error que tantos otros tontos han cometido. A ninguno de nosotros se nos permite hacer lo que nos place. Tenemos responsabilidades, no sólo hacia otras personas, sino también hacia nuestro país. Un escándalo en este momento representaría un agravio a la monarquía.
—No había pensado en eso— había reflexionado Lynke.
—Eso me imaginé— contestó el Duque con sequedad—, pero, por desgracia, Lady Rustington es dama de honor de Su Majestad la Reina. Fue sólo por esa razón que Rustington vino a verme, en lugar de tomar el asunto en sus manos, y resolverlo por medio de un duelo o divorcio.
—¡El divorcio!— exclamó Lynke asombrado.
—Sí, el divorcio. Se necesitaría un Acta del Parlamento, pero un hombre que sabe que su esposa ha actuado como lo ha hecho Lady Rustington, tiene todo el derecho de solicitar una acción tan irrevocable como ésa.
—¡Pobre Charlotte!— había murmurado Lynke—, pero, por supuesto, yo no la abandonaría.
El Duque de Newcastle mostró una expresión de incredulidad.
—Disculpa, mi querido Hugo, pero te recuerdo que no has apoyado a las damas con las que te enredaste en escándalos similares o aún más desagradables. Tenemos el caso, si mal no recuerdo, de Lady Winslow, de esa linda señora Fitzgerald, de Lady Margaret…
Lynke levantó las manos.
—Está bien, tío. Te suplico me ahorres recordar la lista de mis indiscreciones. Pero Lady Rustington es diferente. Yo… yo la amo.
El Duque se permitió una triste sonrisa.
—El amor es una palabra que adquiere muchos significados. Estoy convencido, Hugo, de que tú no amas a nadie, más que a ti mismo. Debo recordarte, también, que Lady Rustington es diez años mayor que tú. Lo que, es más, ella no está ansiosa de pasar el resto de su vida a tu lado, como crees. Ha pedido de rodillas a su esposo que la perdone.
El rostro de Lynke se había oscurecido.
—Debe haberse sentido obligada a ello. Estoy convencido de que
Charlotte preferiría morir a inclinarse ante esa tumba viviente que es su marido.
—Sin embargo, lo ha hecho. Lo importante es que Rustington se ha mostrado en extremo generoso y comprensivo, aunque, desde luego, ha puesto sus condiciones.
—¿Y cuáles son esas condiciones?
—Que abandones Inglaterra de inmediato.
—¡Ale niego a hacerlo!— protestó Lynke—, estoy comprometido para una carrera en New Market la semana próxima. Tengo dos caballos que correrán allí y hay involucradas altas apuestas. Si Rustington piensa que logrará echarme de aquí, está equivocado.
—Me temo que no tienes alternativa al respecto— afirmó el Duque con sequedad—, ya he aceptado las condiciones de Rustington en nombre tuyo.
—¿Qué dices?
—Sí, Hugo, así es. He trabajado toda mi vida por dos cosas: preservar la grandeza de Inglaterra en el área internacional y mantener la paz interna. En estos momentos no podemos permitir un escándalo en los círculos que rodean la corte inglesa. El joven pretendiente al trono, el Príncipe Carlos Estuardo, está aguardando su oportunidad del otro lado del canal. El pueblo está inquieto y el Rey, preocupado.
—No sin razón— murmuró Lynke—, mucha gente quisiera que Carlos Estuardo ocupara el trono.
El Duque pasó por alto el comentario.
—Por lo tanto, he organizado tu salida rumbo a España.
—¡A España!— exclamó Lynke—. ¿Por qué a España? Es un país del que no sé nada, excepto que me hiciste aprender su idioma cuando estaba en la escuela.
—Fue una precaución muy sabia, a la luz de lo sucedido.
El Duque fue hacia su escritorio y tomó unos papeles.
—Hay dos razones por las que debes ir a España— continuó—, primero, porque la Reina de España, Isabel Famesio, sugirió hace poco que un matrimonio entre la pupila del Rey, Doña Alicia, y un noble inglés sería ventajoso para ambos países. No prestamos demasiada importancia al tema porque nadie entendió, entonces, la razón de tal sugerencia. Y, además, porque no había nadie adecuado para sugerir como pretendiente.
—¿Y ahora me consideras adecuado a mí?— preguntó Lynke.
—Por el contrario, creo que eres por demás inadecuado—respondió el Duque con frialdad—, pero al ir a España como aspirante a la mano de Doña Alicia, se te abrirán las puertas de los círculos reales y diplomáticos.
—No es ninguna misión atractiva. ¿No crees que el castigo excede con creces al crimen?
—El castigo, como tú lo llamas, puede resultar menos severo de lo que imaginas. Doña Alicia es la hija del difunto Duque de Carcastillo. Se casó, siendo muy joven, con el Conde de Talavera. El murió en un accidente de cacería poco después del matrimonio. Doña Alicia ha heredado no sólo sus propiedades, que eran considerables, sino también las de su padre. Es una de las mujeres más ricas de España y, según se dice, una de las más bellas también.
—¿Y en verdad piensas que me casaría con una mujer que no amo?
El Duque de Newcastle dio un violento puñetazo en el escritorio.
—¡Amor! ¡Amor! Sigues insistiendo en el amor, Hugo. ¿Cuántas mujeres has amado durante el último año? ¿En los últimos cinco años? ¿En los diez años que tienes de haber salido del colegio? ¡Podría jurar que no recuerdas ios nombres ni de la mitad de ellas! ¿Llamas a eso amor? Deseas a una mujer por breve tiempo y supones que le estás entregando el corazón.
El Duque hizo un gesto despreciativo.
—Cuando conozcas a Doña Alicia, sin duda alguna te sentirás enamorado de ella. De cualquier modo, pretenderás amarla, para poder controlar sus vastas posesiones en España, como las tuyas de Inglaterra. Esta es una orden, no sólo mía, sino también de Su Majestad.
—¿De Su Majestad el Rey?— preguntó Lynke asombrado.
—Sí. He discutido el asunto tanto con él como con el Primer Ministro y ambos han coincidido con la idea.
—Pero, ¿España desea esto también?
—Esa, Hugo, es la primera pregunta inteligente que haces—contestó su tío—, no nos imaginamos las razones por las que Isabel Famesio ha hecho esta sugerencia. Tal vez sea un nuevo intento de recobrar Gibraltar, que jamás entregaremos a España, por supuesto. . .o tal vez sean otros los motivos. El gobierno español ha eludido el cumplimiento de sus compromisos comerciales, desde que se firmó la paz en Utrecht. Han empleado diversas sutilezas para obstaculizar nuestro comercio en América.
—¿Y qué puedo hacer sobre eso?— preguntó Lynke.
—Mucho— contestó el Duque—, Sir Benjamín Keene, nuestro embajador en Madrid, nos ha escrito con frecuencia pidiendo ayuda. Sospecha que España prepara algo bajo esta aparente amistad, pero en su posición le resulta muy difícil averiguarlo. Ese será tu trabajo, Hugo. Un poco de espionaje inteligente, que será fácil, ya que nadie sospechará que tú te interesas en otra cosa que no sea el amor.
El Duque habló con sarcasmo y Lynke se echó a reír.
— ¡En verdad, tío, nunca había oído un plan más ridículo, ni infantil que éste!— exclamó—, si imaginas, que yo sería útil en un plan semejante, estás equivocado. Además, creo que estás loco al creer que sería capaz de casarme con esa heredera española.
El Duque se incorporó; su mirada era fría y su larga nariz parecía temblar de irritación.
—Me temo, Hugo, que no tienes alternativa. Uno de nuestros barcos mercantes, El Halcón del Mar, te esperará en la bahía de Southampton dentro de una semana. Puedes llevar todos los sirvientes que desees. Te tratarán con la mayor cortesía y se te ofrecerá toda clase de facilidades para tu viaje. Serás un visitante distinguido de un país amigo, llevarás las presentaciones mías, como Secretario de Estado, y del señor Walpole, como Primer Ministro.
—Suena muy atractivo, pero— dijo Lynke con aire burlón.
—No hay “pero” que valga— lo interrumpió el Duque de Newcasde—, si no lo aceptas, serás secuestrado y cuando recobres la conciencia, en medio de un gran dolor de cabeza, te encontrarás en un barco rumbo a Canadá.
—¿Lo dices en serio?— preguntó Lynke con incredulidad.
—Lo digo muy en serio. ¿Sabes, Hugo? Yo tenía que escoger entre tú e Inglaterra… y he escogido a Inglaterra.
Mirando las llamas de la chimenea de la posada española, Lynke volvió a recordar el rostro de su tío diciéndole que había elegido a Inglaterra.
El Duque no era hombre de mucha imaginación. Sin duda nunca sería un gran hombre. Sin embargo, para él su país era lo más importante; más que su familia, más que él mismo.
Por primera vez en su vida, Hugo Lynke sintió cierto afecto por el hombre que había enfrentado la difícil tarea de controlar su irresponsabilidad y de frenar sus locuras.
—¡Maldición… pero casarme con una heredera que sin duda me odiará tanto como yo a ella!
Inclinó la cabeza sobre el pecho y lo invadió una profunda nostalgia por todo lo que había dejado atrás: sus caballos en Newmarket, sus amigos reunidos en tomo a las mesas de juego, las mujeres hermosas que lo echarían de menos en todos los alegres sitios de St. James. Recordó de pronto a Charlotte, con su cabello, cayendo sobre sus hombros y colgándose de su cuello. Podía ver sus labios rojos temblorosos, el voluptuoso palpitar de sus senos.
¿Era amor lo que sentía por ella? se preguntó. Echaba de menos su mundo, sus amigos, sus conversaciones, sus risas, los tiernos momentos vividos con mujeres como Charlotte, que habían llenado su existencia.
Se sentía tan nostálgico como un chico en su primer día de internado. Pero desde el fondo de sus pensamientos, surgió una vocecita que decía:
—Yo no sirvo a ningún sirviente.
Río de buena gana. Aun España podía tener sus momentos alegres.