CAPÍTULO I-1
CAPÍTULO I
Lord Lynke estaba de muy mal humor al bajar en San Sebastián. La tierra parecía estremecerse bajo sus pies, lo cual no era de sorprender después de la tempestad que habían soportado en la Bahía de Vizcaya.
A Lord Lynke, en lo personal, la tormenta no lo había molestado. Era un excelente marino, además de ser un firme convencido de que el estómago más inquieto puede aplacarse con un vaso del mejor coñac. Esta convicción, sin embargo, fue un pobre consuelo para su personal, que no pudo obtener el mejor coñac o no le resultó eficaz el remedio. Habían caído postrados uno a uno, mientras Lord Lynke los maldecía por su debilidad, al mismo tiempo que experimentaba cierta incontrolable excitación ante las opiniones del Capitán, quien calculaba que con veinticuatro horas de una tormenta así, el barco se partiría en dos.
A pesar de los tres días de retraso, habían llegado a San Sebastián sanos y salvos. Eso, en lo que al barco y a Lord Lynke se refería, porque habían sufrido varias bajas. Durante la tormenta, dos marineros habían caído fuera de borda sin poder recibir ningún auxilio; otro tanto había sucedido a su criado personal. Su secretario, a quien consideraba un amigo, se había roto una pierna.
Para completar las catástrofes, el día anterior al divisar la costa española, el paje de Lord Lynke había tenido un accidente. El muchacho había resultado una molestia considerable durante todo el viaje. Se había caído de los aparejos, a los que se le había prohibido subir, en forma terminante, y se había fracturado el cráneo. En esos momentos permanecía tendido en una habitación a oscuras, y se estaba organizando su regreso a Inglaterra, junto con el secretario de Su Señoria.
—¡Que el diablo se los lleve a todos!— murmuró Lord Lynke entre dientes, mientras caminaba por la calle empedrada, sin hacer caso de las miradas de admiración y asombro que despertaba a su paso.
No había duda de que era un hombre por demás atractivo y elegante, con su chaqueta de terciopelo, de largos faldones, y su chaleco bordado con hilos de oro. La corbata de encaje y el cabello empolvado, recogido hacia atrás con una cinta negra, hacían un agradable contraste con su rostro apuesto, bronceado por el sol. La empuñadura de su espada, que asomaba entre los pliegues de su chaqueta, relucía en destellos a la luz del sol.
Se alejó del muelle por una larga calle angosta que conducía al centro de la población. Él sol primaveral, tibio y clorado, resaltaba el color de los viejos ladrillos de las casas y bañaba los alegres interiores descubiertos a través de las ventanas enrejadas. El cielo era muy azul y aun en los charcos de las calles el agua parecía tomar el tono azul del manto de la Virgen.
El suelo aún parecía estremecerse bajo sus pies. Lord Lynke no recordaba una tormenta más furiosa que esta última, la peor de sus muchos años de navegación. Sin embargo, sentía cierta satisfacción advirtiendo que había salido de ella sin sufrir siquiera un rasguño.
Lo que más le enfurecía era el accidente sufrido por su secretario, Anthony Clayton. El viaje sería muy aburrido sin nadie con quien conversar, ni en quién confiar. Lo que era más, ofrecería un triste espectáculo en la corte madrileña, cuando llegara sin más compañía que sus cocheros, sus palafreneros y un valet inexperto. Había preparado todo para impresionarlos con su carruaje, sus caballos, su secretario personal y su paje con título de nobleza.
Maldijo otra vez al recordar lo sucedido. El joven Roderick Lañe era baronet, además de ser un chico en extremo inteligente. Lord Lynke consideró un golpe genial llevarlo en este viaje, porque, entre otras cosas, Roderick hablaba español.
Lord Lynke había confiado sus ideas sólo a Anthony Clayton.
—Todos esperan que tú y yo hablemos español, más o menos, Tony— le había dicho—, así que todos hablarán con buen cuidado frente a nosotros. Pero un paje será alguien a quien no darán importancia. Lo considerarán un chico tonto, seleccionado sólo por ser aristócrata. Nunca pensarán, ni por un momento, que entiende su idioma. Los sirvientes hablarán sin reservas frente a él.
—Parece que estás tomando todo este proyecto muy en serio —había opinado Anthony Clayton con una sonrisa.
Lynke, encogiéndose de hombros con aire petulante, había replicado.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Al dar vuelta a la calle, con el ceño fruncido y enfrascado en sus
pensamientos, una diminuta figura chocó contra él. Aunque el culpable era pequeño, el impacto fue violento y bastante doloroso.
—¡Socorro, señor! ¡Socorro!— exclamó en español una vocecita asustada. Por un momento dos manos sucias se aferraron a su chaqueta de terciopelo azul. Entonces, con increíble velocidad, el niño, por lo que pudo ver se trataba de un niño pequeño y sucio, se colocó atrás de él, buscando su protección, al mismo tiempo que aparecía un hombre furioso, enarbolando una vara.
—¡Ven aquí, tú, aborto del infierno!— gritó el hombre, también en español—. ¡No creas que escaparás esta vez! Te juro que te daré una paliza con la que te romperé hasta el último hueso de tu esqueleto.
Por la violencia de sus amenazas y su modo de sacudir la vara en el aire, no cabían dudas de que estaba dispuesto a cumplir sus amenazas.
—¡Socorro, señor! ¡Socorro!— oyó gritar Lynke, mientras dos manecitas tiraban de las colas de su chaqueta.
Lynke intentaba liberarse del aterrorizado chiquillo, pensando que aquel pleito no le incumbía, cuando el hombrón que enarbolaba la vara gritó con impaciencia:
—¡Quítese de mi camino, señor!
Aquél era un insulto que Lynke jamás toleraría:
—¿Me está usted hablando a mí, buen hombre?— preguntó en un español dificultoso.
—¿Ya quién más le hablaría?— respondió el otro con insolencia, avanzando un paso hacia Lynke. Eran dos hombres de complexión y estatura similares—, el chico es un ladrón y un mentiroso. Le p**o por limpiar la parte trasera de mi tienda. Pierde el tiempo y me roba.
—No es verdad— negó la vocecita—, no robé nada. Sólo me comí una manzana que había desechado por estar demasiado podrida para venderse.
—¡Bah! Sólo son mentiras tuyas— el español hizo un movimiento para lanzarse atrás de Lynke y tomar al chicuelo ahí refugiado; pero un rápido movimiento de Su Señoria se lo impidió.
Hugo Lynke no supo por qué se había convertido en defensor del chiquillo sucio escondido detrás suyo. Sólo sabía que le disgustaba la actitud impertinente del hombre que se le enfrentaba.
Se metió la mano en el bolsillo.
—Aguarde un momento— dijo—, pagaré por lo que el chico ha
robado. ¿Cuánto es?
Los ojos del hombre brillaron de codicia al ver las monedas.
—Son por lo menos cinco pesetas el valor de lo que se ha comido, señor. Pero el tiempo que ha perdido asciende a mucho más.
—Pagaré sólo por lo que ha robado— aclaró Lynke con lentitud. Seleccionó una moneda de las que tenía en la palma de la mano. Hizo volar en el aire la moneda de cinco pesetas, que fue a caer al arroyo. El hombre corrió a recuperarla.
Lynke continuó caminando. Había avanzado ya bastantes pasos cuando escuchó una voz que decía a sus espaldas:
—¡Gracias, señor! ¡Muchísimas gracias!
Se volvió asombrado, al oír que las palabras pronunciadas eran en perfecto inglés. Observó al sucio chiquillo que acababa de salvar. Estaba descalzo, las ropas que lo cubrían eran simples harapos; sus manos y su rostro estaban ennegrecidos de hollín.
—¡Le estoy en extremo agradecido, señor!— continuó el chico en un inglés culto y claro.
Su rostro era muy delgado, de huesos salientes y piel apergaminada por la desnutrición. Era difícil definir sus facciones, cubiertas de mugre. Pero lo más asombroso era este detalle, los ojos que miraban a Lynke eran azules, de un azul tan profundo como el del mar que acababa de dejar.
—¿Quién eres tú?
—Me llamo Víctor, señor.
—¿Cómo sabes ingjés?
—Mi padre era escocés.
—¿Era?— preguntó Lynke—. ¿Ha muerto ya?
—Sí, señor.
—¿Y tu madre era española?
—Sí, señor.
—Una buena combinación. Eso explica que hables dos idiomas.
Lynke palpó en su bolsillo de nuevo y sacó una moneda mayor de la que había dado al enfurecido español.
—Toma, hijo. Cómprate algo de comer y la próxima vez que robes, procura que no te vean— aconsejó.
Extendió la mano con la moneda en ella y una esbelta manita la tomó. Lynke, que estaba a punto de marcharse, preguntó de pronto:
—Supongo que tu padre era marinero.
—No, señor— oyó decir al chico con orgullo—, mi padre era un
caballero. Era un partidario del legítimo Rey de Inglaterra, señor.
—¡Un jacobino!— exclamó Lynke.
—Esto, desde luego, explicaba la ascendencia del chiquillo. Su padre habría sido partidario del viejo pretendiente al trono; uno de los muchos escoceses exiliados en España dieciocho años atrás, después de su fracasad© intento de rebelión en 1719. El padre del chico habría participado en ese desventurado intento de llevar a Jacobo Estuardo a ocupar el trono de Inglaterra.
—¿Dices que tu padre ha muerto?— preguntó en voz alta.
—Sí, señor, murió hace tres años.
—¿Y tu madre?
—También ha muerto. Hace seis meses fue arrollada por un carruaje y murió a causa de las heridas recibidas.
Los ojos azul oscuro se nublaron por un momento. Lynke volvió a meter la mano en el bolsillo, esta vez buscando una moneda de oro. Era lo menos que podía hacer por el hijo de un compatriota. Entonces, al sacarla, se le ocurrió una repentina idea, quizá tan descabellada que por un momento no se atrevió a mencionarla. Sin embargo, cuanto más la pensaba, más sentido adquiría.
Aquel chiquillo hablaba tanto español como inglés. Su español era, por cierto, mucho mejor que el del pobre Roderick Lañe, que yacía inmóvil en El Halcón del Mar; aunque sin duda alguna sus modales debían ser muy inferiores. Pero el resultado era el mismo y lo más importante de todo era que él necesitaba un paje.
Volvió la moneda de oro a su bolsillo.
—Oye— dijo—, creo que podría ofrecerte un empleo. ¿Quieres venir conmigo a Madrid?
—¿Como qué?— preguntó el chiquillo.
Divertido por la actitud del pequeño rapaz, Lynke bromeó ofreciéndole un puesto de ayudante de cocinero o de mozo de sus cocheros.
El chico hizo una leve inclinación de cabeza, pero entonces levantó la barbilla con orgullo para decir:
—Le agradezco, señor, su bondadosa sugerencia, pero yo no sirvo a ningún sirviente.
Dijo estas palabras con tanta dignidad que Lynke necesitó esforzarse para no soltar la carcajada.
—Comprendo— respondió con gran cortesía—, y lamento mucho haber cometido un error tal. El puesto que te ofrezco es el de paje.
Aun al decirlo, pensó que estaba cometiendo una locura. Entonces acudió a su mente el consolador pensamiento de que si el chiquillo resultaba imposible de entrenar tendría tiempo de despedirlo mucho antes de llegar a Madrid. La voz del muchacho interrumpió sus pensamientos.
—¿Su paje personal?
—Mi paje personal— confirmó él.
—En ese caso, señor, encantado de aceptar su oferta.
Lynke miró al chico para continuar con brusquedad:
—Tus deberes empiezan ahora mismo. Dime cómo llegar a la mejor posada de la ciudad.
—El Gallo de Oro es la mejor, señor. La encontrará usted al finalizar esta calle. Antes de acompañarlo, ¿me permitiría despedirme de mis amigos y asearme?
—Muy bien. Nos encontraremos en la posada dentro de una hora.
Se volvió para marcharse, pero de nuevo el chico lo detuvo.
—Lamento molestarlo, señor, pero hay dos cosas que debo decirle antes que se vaya. Primero, que como su paje necesitaré ropa adecuada. Segundo, ¿me puede decir cuál es su nombre, mi?
Lynke sonrió.
—Se ve que tienes espíritu práctico y eso me gusta. En lo que se refiere a la ropa, envía al mejor sastre de la población para que me vea en la posada a la hora de nuestra cita. Pero, para que no te sientas mal, cómprate algo decente, en tanto él te prepara ropa adecuada.
Dos monedas de oro cambiaron de mano.
—Y ahora, en cuanto a mi nombre— continuó—, soy Lynke, del Castillo de Hatharton, en Sussex, Inglaterra.
El muchacho hizo una reverencia.
—Gracias, mi. Me pondré a su servicio en una hora.
Con la rapidez de una gacela asustada, el muchachito desapareció y Lynke se quedó por un momento de pie, indeciso, antes de encogerse de hombros y emprender el camino en dirección a la posada.
El Gallo de Oro no estaba muy lejos y Lynke entró y advirtió que, sin ser un lugar lujoso, al menos era limpio y acogedor. El posadero puso a su disposición una sala privada y envió mozos para indicar a los marineros el lugar al cual llevarían los baúles de Su Señoria. La caballeriza en la parte posterior de la posada, era bastante aceptable.