—Tus manos son verdaderamente las de una deidad sanadora —murmuró Gideón sin abrir los ojos—. Me estás devolviendo la vitalidad con cada toque. Un rubor teñido de orgullo coloreó las mejillas de Serenity ante el cumplido, pero no dejó de aplicarse a la tarea. Pasó a las piernas musculosas, masajeando con fruición los gemelos y pantorrillas con la presión firme que Gideón había indicado. Serenity prosiguió con su labor, deslizando sus manos aceitadas por los muslos de acero de su esposo. La habitación estaba cálida, quizás debido a los candelabros y a la falta de ventanas. Conforme masajeaba aquel cuerpo enorme, sentía cómo su frente se humedecía por el sudor, pero ella no se detenía para limpiarse, tomando muy en serio su tarea. La piel de Gideón era cálida al tacto, pero firme como el r