Momentos antes de que el desgarrador grito de Serabelle rasgara el silencio, alertando de la presencia de los invasores, Serenity y Gideón se encontraban entregados a un inevitable frenesí en el pasillo justo frente a la puerta del baño. Las manos de ella recorrían con un deleite imposible de contener la musculosa espalda del rey lobo, sintiendo con la yema de sus dedos cómo los tensos músculos se movían bajo su piel como acero templado. Sus dedos trazaban senderos de fuego a lo largo de la columna de Gideón, arrancando leves estremecimientos de placer. Mientras tanto, él la mantenía apresada contra la pared de piedra fría, devorando sus labios con un ansia contenida que amenazaba con consumirlos a ambos en unas llamas de deseo inextinguible. —Eres mía, diosa... sólo mía —gruñó Gideón en