A la mañana siguiente, todavía no se me había pasado el cabreo y por ello al llegar a la oficina, pregunté a Leidy si me había impreso el documento que mandé a su email de madrugada.
―Lo tiene sobre su mesa, don Raul.
Su eficiencia me calmó y llegando a mi despacho, descubrí que, sin cambiar una coma del texto, la morena había incluido una serie de gráficos sacados de las tablas y mejorado el conjunto reemplazando el tipo de letra y añadiendo color.
―Está muy bien― reconocí cuando me trajo el café que me había habituado a tomar cada mañana y conociendo mis manías, pregunté si le había echado azúcar.
―Tres cucharadas bien colmadas y una nube de leche. Tal y como, se lo ponía Merche.
― ¿La has llamado?
―Claro, don Raul. Puedo ser eficiente, pero no soy telépata. ¿De qué otra forma me podía enterar de cómo quiere las cosas?
― ¿Qué más te ha dicho? ― hasta cierto grado divertido, insistí.
Jamás esperé que volviendo a su escritorio cogiera una lista de dos páginas que le había hecho llegar mi antigua asistente y menos que la leyera al pie de la letra:
―Tu nuevo jefe es ante todo un hombre y por eso es un desastre. Piensa que es un niño al que hay que hacerle todo ya que es incapaz de valerse por sí mismo. Obligaciones Diarias: 1.― Servirle un café, si no se lo pones estará de mala leche todo el día y te aviso que puede ser cargante. 2.― Correo, deberás pedirle las cartas que ha recibido en su domicilio, mientras le entregas las que llegaron a la oficina en riguroso orden de importancia porque con seguridad solo leerá las cinco primeras dejando que seas tú la que contestes al resto. 3.― A pesar de sus quejas, deberás sentarte frente a él y repasar la agenda del día para que luego no diga que no lo sabía, que no se lo habías dicho o que incluso se lo habías ocultado....
― ¿Cuántos puntos te faltan para acabar? – interrumpiendo, pregunté.
―De los que debó convertir en rutina diaria dieciocho más, aparte de los que debo cumplir los diferentes días de la semana. Por ejemplo, los martes como hoy hay otros doce que debo sumar a ellos, empezando por que a las 10.30 truene, nieve o relampagueé deberá llamar a su madre porque si no doña Lucía va a ser quien telefoneé preocupada. A las 11:00 si está libre deberás empezar una ronda de llamadas a todos los delegados territoriales, cortando las mismas si sobre pasan los 12 minutos de duración...
―Ya lo he captado. Sé que soy un poco obsesivo, pero no quiero ni deseo cambiar― protesté cortando esa interminable lista.
Sin demostrar reparo alguno, sonriendo se sentó frente a mí y poniendo el correo en mis manos, lo tachó del procedimiento que llevaba escrito:
―A las 9.30, ha quedado con D. Luis Zubiaga, el notario, para firmar unos poderes. A más tardar, tendrá que salir de allí a las 10:15 porque a las 10:30 su madre estará esperando su llamada y a las 11:30 el concejal de hacienda vendrá a visitarlo para discutir el nuevo contrato. A las doce y cinco, deberá ya haberlo despedido porque …
Por entonces dejé de escuchar, al saber que esa rata de escritorio se ocuparía de hacerme cumplir a rajatabla la agenda:
«No creo que eche de menos a Merche. Con un poco de tiempo, Leidy será quizás todavía más eficaz», me dije ocho minutos después cuando finalmente levantó su culo del asiento y volvió a su mesa.
Mirando de reojo ese estupendo trasero, comprendí que hasta visualmente salía ganando:
«Con su marcha, la decoración de la oficina ha mejorado», en plan machista, pensé mientras me lanzaba en picado a revisar el correo.
A pesar de intentarlo, tal y como había previsto no llegué siquiera a leer la sexta y molesto dejé las no atendidas en la bandeja con su nombre que había sobre mi mesa. La validez de la morena quedó ratificada cuando a los pocos segundos, entró y sin perturbar mi trabajo, se llevó las cartas que había dejado para ella con un meneo de caderas que en mi mente traduje como que tenía un jefe de lo más previsible.
Enojado y con ganas de darle una lección, ya se estaba yendo cuando le pregunté cuando tendría la estimación de cuanto me costaría amueblar el piso:
―Ya la tengo, pero he pensado incluir también los elementos que necesitara en su casa, como vajilla, lencería y otros.
― ¿Cuándo los tendrás? ― insistí.
―A la vuelta de comer― respondió con una seguridad impropia de alguien recién contratado.
Decidí incrementar la presión sobre ella para ver de qué pasta estaba hecha y señalando que tenía la tarde ocupada, pedí que adelantara la entrega y que quería recibir todo a la una y media. Cualquier otro hubiese buscado una excusa, ella no y aceptando el reto, contestó que así sería. Aunque me sorprendió gratamente su capacidad, lo que realmente me dejó anonadado fue percatarme que ese cambio de hora, lejos de molestar, la había estimulado y que producto de ello involuntariamente los pezones se le habían erizado bajo la blusa.
Por unos momentos no pude evitar acariciar con la mirada esos gruesos botones mientras intentaba buscar otra explicación, achacándolos incluso a la acción del aire acondicionado. Esa última causa ella misma la hizo inviable cuando se quejó del calor que hacia mientras se iba a su escritorio.
«Le ponen cachonda los desafíos», alucinado concluí mientras lo anotaba en mi cerebro.
Extrañado por esa reacción tan poco habitual, y porque no decir tan fuera de lugar, la observé a través del cristal y así pude comprobar que con ese adelanto no se lo había puesto fácil al verla discutir airadamente al teléfono con los proveedores que había elegido y que por lo visto le estaban fallando, pero también confirmé que reaccionando a las dificultades ese peculiar fenómeno volvía a quedar reflejado bajo la tela de su camisa.
«Cuando discute, también se le empinan los pitones», deduje admirando embobado la perfección de sus atributos.
Desconociendo que con el tiempo se convertiría en uno de mis mejores pasatiempos el retarla continuamente para conseguir que esas escarpias aflorasen bajo su ropa, seguí espiándola. De forma que cuando acalorada desabrochó uno de los botones de su camisa, su desliz me permitió disfrutar a la distancia del oscuro canalillo que discurría entre sus senos.
«Por dios, ¡qué tetas!», exclamé para mí, lamentando únicamente no tenerla a mi lado.
Jamás en mi dilatada experiencia me había sentido atraído por alguien bajo mi mando y por ello, venciendo la tentación, decidí dejar de mirarla. Reconozco que lo conseguí a medias, ya que, aunque simulaba leer un informe toda mi atención estaba centrada a lo que ocurría fuera de mi despacho. Eso hizo posible que la oyera susurrar que había terminado y levantando la cabeza de los papeles, pude ver cómo levantándose de la silla marchaba al baño.
Aunque sospeché que de alguna manera se había ido a liberar la tensión, me costó interpretar el color de sus mejillas cuando retornó y en ese instante, aduje que era producto del calor. Hoy sé que esa criatura se había ido a desfogar la tensión sumergiendo los dedos en su entrepierna y que no había salido del servicio hasta que el placer hubiere exorcizado los demonios que amenazaban con paralizar su cuerpo.
― ¿Se puede? ― preguntó ya de vuelta y con los presupuestos bajo su brazo.
Por su sonrisa, comprendí que estaba contenta por el resultado de sus esfuerzos y que a buen seguro confiaba que los aprobase. Aun así, confieso que quedé alucinado con lo que extendió sobre mi mesa cuando vi que además de una suma de conceptos, venía una recreación de cómo quedaría el lugar que había alquilado.
―Esto debe ser carísimo― exclamé sin fijarme en el resultado final solo con admirar las diferentes fotos y dibujos.
―Se pasa un poco del dinero que me dio― bajando la voz hasta hacerla casi inaudible, reconoció.
― ¿Cuánto? ― quise saber mientras intentaba no mirar sus pechos.
―Quince mil euros― respondió por primera vez insegura desde que la había contratado.
Sin ser una cifra inasumible, al ver que por arte de magia volvían a marcarse bajo su blusa los pezones, contesté:
―Imposible, debes recortar en algo.
―Puede haber otra solución, pero no sé si le va a gustar.
Intrigado en saber que se le había ocurrido que no fuera prescindir de algún elemento de decoración, le pedí que continuara:
―Henry, el interiorista, me insinuó que, si lo llevaba a cabo, le gustaría publicarlo en una revista para aprovecharlo en su favor.
― ¿Y?
Tomándose unos segundos en pensar lo que iba a contestar, me soltó:
―Si me lo permite y confía en mí, puedo intentar que nos descuente el exceso sobre el precio que me dio, a cambio del permiso para que use las fotos como reclamo.
Sin medir las consecuencias, tomé su mano mientras le decía que, por supuesto, confiaba en ella y que, si lo conseguía, quedaría en deuda. El gemido que brotó de su garganta al sentir mi palma sobre la suya fue de suficiente entidad para saber que jamás debía repetir ese tipo de gesto y creyendo que se había sentido acosada, le pedí perdón por tocarla.
En vez de responder, tomó el móvil para llamar a su conocido conmigo de testigo. La facilidad y picardía que usó para sacar ese descuento me maravilló, pero sobre todo me dejó tranquilo ver que sonreía:
«Se ha dado cuenta que fue algo involuntario y que no fue mi intención el perturbarla», pensé y por eso cuando al terminar comentó que lo máximo que había conseguido era que bajara doce mil, lo autoricé y solo pregunté cuanto tiempo tardaría en poder mudarme.
Sacando su agenda, la veinteañera señaló:
―Me ha dicho que doce días, pero lo hará en diez, ¡eso déjelo de mi parte! Como hoy es martes y aprovechando que la próxima semana está en la feria de Frankfurt, cuando vuelva el viernes 15 me comprometo a que saliendo del aeropuerto vaya directamente a casa.
Como eso era menos de lo que había previsto, le di las gracias y por segunda vez cometí un error que luego lamentaría al decir muerto de risa que, de seguir mostrándose tan eficiente, llegaría el momento en que no pudiese vivir sin ella.
―Eso espero...― luciendo una sonrisa comentó, pero percatándose de inmediato de lo que podría interpretar si lo tomaba textualmente, añadió: ―... y por eso me paga.
Tan entusiasmado estaba con la futura mudanza que no reparé en ese detalle y mirando el reloj, comenté que llegaba tarde a la comida.
―Lo sé y por eso pedí al chofer de la empresa que le sacara el coche para que no tuviese que perder el tiempo― despidiéndose de mí hasta la tarde, contestó.
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Lo cierto es que no volví, ya que mi cita era un amiguete con el que tenía un par de negocios y producto del vino que bebimos al estar celebrando un contrato, la situación se desbordó y tras unas cuantas copas, decidimos terminar la tarde en un tugurio de altos vuelos del que Manuel era cliente. La cantidad de tiempo y de euros que había invertido entre esos muros quedó de manifiesto cuando al llegar a ese chalet del Viso, la madame lo saludó con más cariño que a alguien habitual mientras le informaba que había conseguido nuevas chicas con las que podríamos pasar el rato.
―Me parece cojonudo para que mi amigo se dé cuenta que en cuestión de putas se puede confiar en mí― declaró mientras pedía que nos trajeran unas copas.
Conociendo cómo funcionan esos establecimientos, seguimos charlando esperando a que la camarera nos las sirviera sin elegir a nadie del grupo de “señoritas” que discretamente iban apareciendo por esa especie de bar. Aun así, desde casi el inicio del desfile supe quién iba a ser la elegida por mí cuando vi de reojo a Nefertiti, una diosa de ébano cuyo parecido con Leidy no pude dejar de advertir.
«Con otros dos whiskies hubiese creído que era ella al compartir no solo su misma altura y complexión sino incluso la misma forma de andar», me dije sin exteriorizar las razones de mi predilección a mi colega. Manuel en cambio eligió a una antigua conocida, una rumana de culo tan inmenso como sus tetas y que según él follaba como los ángeles.
Al sentarse, la negrita me agradó desde el principio y no solo por su indudable belleza, sino también por su simpatía y su acento caribeño. Queriendo afianzar su presencia a nuestro lado, no fuera a ser que otro cliente requiriera sus servicios, pedí que las trajeran una botella de cava.
―Joder, Raul. ¡Estírate un poco! ¡Que sea de champagne! ― corrigió sobre la marcha.
No puse impedimento alguno a ese nuevo esfuerzo de mi cartera, al contemplar la sonrisa de la cubana. Es más, mientras conversaba con ella, ya tenía claro que alquilaría sus encantos y comencé a visualizar en mi menté qué tipo de amante resultaría. Realmente la joven me hizo dudar: lo marcado de sus músculos me hacía sospechar que sería salvaje y apasionada, pero la dulzura y el extraño temor de su rostro decían lo contrario:
«Es como si fuera nueva y tuviese miedo de quedar mal con la madame dejando insatisfecho a un parroquiano», terminé decidiendo sin saber a ciencia cierta a qué atenerme y si mis sospechas tenían o no fundamento.
Un nuevo indicio que me hizo asumir su inexperiencia me lo dio durante la conversación cuando pregunté si conocía la historia de la reina de Egipto de la que había tomado el nombre.
―Fue la esposa de Akenatón, uno de los faraones que más poderosos de su tiempo― respondí y pensando en que debía llevar poco usando ese alias, saqué de mi móvil la foto del busto de Nefertiti que había llegado hasta nuestros días, para acto seguido dejar caer que se parecían.
―Ella fue más blanca, pero yo más guapa― contestó encantada con el nombre que sin lugar a dudas alguien de ese lupanar había elegido para ella.
―Fue considerada la mujer más hermosa sobre la tierra― aclaré.
―Eso no es nada. Para mi niño, soy la mejor y la más bella― insistió sin darse cuenta de que acababa de revelar un dato que las “profesionales” solían obviar.
―Y tiene razón, ¡eres bellísima! ¡Quién pudiese ser tu faraón!
Desde su asiento, Manuel se metió en nuestra conversación:
―Por trescientos euros la hora, lo puedes ser.
Al escuchar a mi amiguete, la muchacha de alterne se removió incómoda y bajando la mirada, intentó que no me percatara de su nerviosismo.
― ¿Y por la noche entera? ― tomándola de la mejilla, pregunté.
El temblor de su voz al contestar mil euros ratificó la idea de que era nueva en la profesión. Por ello me abstuve de negociar a la baja su tarifa y sacando de mi cartera diez billetes de cien, los puse en su mano mientras observaba su reacción. Tal y como había previsto, la negrita cogió el dinero y levantándose de su silla, fue a hablar con la encargada para que esta le diera permiso de ausentarse el resto de la velada.
Siendo amigo de un asiduo, la cincuentona no vio problema y pidiendo su parte, la autorizó a irse. Ya con el beneplácito de la jefa, Nefertiti o como coño se llamara realmente, me rogó que la esperase unos minutos mientras se cambiaba.
―Tranquila, mi reina, no me voy a ninguna parte― despelotado, contesté.
El cabronazo de Manuel se echó a reír al ver la forma en que la miraba y hurgando en la herida, me alertó de no enamorarme de una puta. Ni siquiera respondí y terminándome la copa, aguardé su llegada. Habiéndola conocido ataviada con un picardías casi transparente que dejaba poco a la imaginación, el típico uniforme de su trabajo, casi se me cae el whisky de la mano al verla volver ya de calle.
«No puede ser», musité para mí, impresionado por el cambio.
Mientras de fulana era una hembra que destilaba sexo, con ese vestido blanco era una cría a la que daban ganas de proteger y mimar. Malinterpretando mi reacción, la vi dudar y casi temblando preguntó si había cambiado de opinión y que si quería podía llevarme a otra. Tardé unos breves momentos en responder, segundos que para la novata resultaron una eternidad.
―Por nada del mundo te cambiaría― repliqué mientras me despedía del cabronazo con el que había llegado.
Ya en el parking, sus miedos retornaron al notar que no intentaba aprovecharme de ella y que ni siquiera la abrazaba. Comprendiendo su angustia, la tomé de la cintura y depositando un beso en su mejilla, quise tranquilizarla:
―He comprado la compañía de una reina, pero me dieron el cambiazo. Olvídate de que soy un cliente y acepta que te lleve a cenar.
Al ser esa invitación algo que no se esperaba, casi tartamudeando, musitó un “gracias” lleno de dudas y únicamente quiso saber dónde pensaba llevarla.
―Será una sorpresa.
Y vaya que lo fue, porque sin medir el hueco que haría a mi cartera, la llevé a Goizeko, el afamado restaurante vasco ubicado en los bajos del hotel Wellington.
―Esto es carísimo― murmuró sin llegárselo a creer mientras el maître la ayudaba a sentar.
―Nada es suficiente para la madre más bella que los siglos han contemplado― exagerando mi caballerosidad, respondí a escasos centímetros de su oído.
―Eres bobo― totalmente colorada, contestó mientras una sonrisa le iluminaba la cara.
Siguiendo la máxima de tratar a una puta como dama y a una dama como puta, no solo fui educado sino hasta cariñoso consiguiendo que la joven se fuera olvidando de nuestro acuerdo monetario y terminara sintiéndose en una cita.
―Nadie me va a creer cuando diga que he cenado en el mismo restaurant que Carmen Lomana― en un momento comentó al descubrir a esa habitual de los platós de televisión sentada a pocos metros de nosotros.
Mirando a la ricachona, la comparé y comenté que ni por todo el oro del mundo la cambiaba por ella. Al oírme, nuevamente el rubor tiñó sus mejillas y dando un paso de gigante, se atrevió a tomar mi mano:
―Deja de tomarme el pelo y permite que disfrute del momento.
Dándole el tiempo que necesitaba para digerir donde estaba, llamé al camarero para ordenar la comanda. Al llegar a tomar nota, comprobé que la negrita estaba a punto de echarse a llorar y enternecido, pregunté qué le ocurría.
―No sé pedir. No entiendo la carta.
Echando un vistazo, comprendí sus dificultades al leerme ella algunos de sus platos:
―Ni siquiera me suenan, “Tártaro de salmón, su lomo en sashimi y lágrimas de tempura”, “Kiskillon del norte” “Kokotzas al pil―pil”.
Riendo, la pregunté si prefería carne o pescado. Al decir que comía de todo, le ofrecí ser yo quién ordenara su cena.
―Por favor― aliviada contestó.
No queriendo arriesgar, pero decidido a que probara las especialidades del lugar, pedí al camarero que le pusieran unas gambas en gabardina y un entrecot de rubia gallega.
―Puedo ser negra, pero no caníbal― comentó al oír este último plato.
―Es la r**a de la vaca― respondí.
―Hasta eso llego, era broma― riendo abiertamente por vez primera contestó.
La gracia de la cubana reponiéndose al abismo que para ella suponía estar en ese lugar, vedado a las clases medias o bajas de la sociedad madrileña, me cautivó y acariciando con un dedo su mejilla, pedí que me dijera su nombre real.
―Altagracia.
Satisfecho de poder dirigirme a ella como si fuera un amigo y no un cliente, pedí su opinión del vino que había elegido.
―Está buenísimo.
Al oír que le gustaba, rellené su copa.
―Tú lo que quieres es ajumarme.
―Ahora soy yo quién no ha entendido.
Traduciendo del argot cubano al castellano usado en Madrid, contestó:
―Bobo, he dicho que intentas emborracharme.
La belleza de su sonrisa nuevamente me fascinó y muerto de risa, comenté que era lo único que se me ocurría para que no saliera corriendo y me dejara solo cenando.
―Por nada del mundo me iría sin probar la cocina de este sitio.
―Hay que joderse― desternillado, respondí: ―Y yo que pensaba que te agradaba mi compañía.
Saltándose la norma básica de su oficio, la cubana se acercó a mí y me besó:
―No hace falta que seas tan chévere conmigo.
Ese breve roce en mis labios despertó mi lujuria y mientras su boca se alejaba de la mía, sentí como el traidor crecía entre mis piernas. Mi erección no le pasó inadvertida y como una adolescente pillada en un renuncio, se bebió la copa de un trago al notar que los pezones se le erizaban.
Continuará...