Soy Leidy Meléndez, su nueva secretaria

2213 Words
A pesar de ser consciente de que el acoso en una organización siempre se debe de atajar ante los primeros indicios, he de decir que en el caso del que protagonizó Leidy mi comportamiento no fue o no tuvo la diligencia que exigía a los colaboradores bajo mi mando. Y es que su actitud traspasó los límites que en otro caso hubiera supuesto su despido inmediato. Si alguien me preguntara porqué lo permití la respuesta fue una suma de factores: El primero de todos fue su sexo, estaba habituado a combatir el abuso de hombres intentando llevarse al huerto a una mujer o en el caso de un homosexual a otro hombre, pero fue la primera vez que me encontré con que un m*****o del mal llamado sexo débil hostigaba a alguien del que catalogamos como “fuerte”. El segundo, y no menos importante, fue su belleza. Nadie podía prever y menos creer que una mujer como ella fuera capaz de faltar a cualquier norma o ley para conseguir acostarse con un hombre cuando era evidente que, de haber llegado de frente, a buen seguro su víctima no hubiese dudado en darse un revolcón con ella. También afectó a mi análisis que en contra de lo normal fuese un subordinado quien atentara contra la dignidad s****l de su jefe. Pero el último y más inconfesable, fue que me dejé engañar por el carácter creciente del mismo. Y cuando digo qué me dejé engañar, habréis anticipado que el objeto de la insana fijación de esa belleza fui yo.  Tras confesar que cometí errores de apreciación, he de decir a mi favor que tardé en reconocer las señales y que cuando fueron tan evidentes que no pude obviarlas, la incredulidad y el miedo a que mi reputación se viese afectada me paralizaron. Por mucho que me cueste confesarlo, tengo claro que en ese momento temí que nadie me creyera y que una queja por mi parte se me diese la vuelta y terminara para la opinión de todos, en especial para un juez, siendo yo el acosador y Leidy la acosada... **** Todo comenzó cuando María, mi esposa y socia, puso sobre la mesa que quería divorciarse y no solo desde un punto de vista personal sino también societario. Como nuestro matrimonio llevaba años siendo una unión monetaria más que sentimental, dejamos todo en manos de un abogado amigo en el que ambos confiábamos y tres meses después firmamos un divorcio amistoso donde los flecos más difíciles de resolver fue la división del pequeño emporio que habíamos creado juntos. Afortunadamente mi ex insistió en quedarse con el patrimonio inmobiliario, dejando para mí la empresa de consultoría que era la parte que yo consideraba más interesante y con más futuro, aunque también la conllevaba mayor riesgo.              Curiosamente una de las cosas que más me jodió no fue que se quedara con la casa, sino que se llevara como su segunda a Merche, la secretaria que habíamos compartido desde nuestros inicios y la cual nunca creí poder sustituir al haberle cedido todas aquellas pequeñas rutinas que consideraba un estorbo. Cuando se fue con ella, me vi abocado a buscar por mí mismo un piso donde vivir, una criada que la limpiara y hasta un taller donde llevar mi coche, ya que ella era siempre la que se había ocupado de ello. Tal fue mi desesperación y sobre todo mi incapacidad para ocuparme de mis temas personales, que Joaquín, mi director financiero―contable, vio necesario o conveniente presentar a su hermana como la ayudante que se podría encargar de esas minucias. Sin otra candidata y viniendo de un hombre cuya fidelidad no ponía en duda, la acepté sin el típico proceso de selección previo. Ese quizás fue mi primer fallo, pero no me pareció necesario al venir recomendada por un empleado que sentía una estima por mí que rayaba con la adoración. ―Siendo de tu familia no me hace falta mirar más, ¡está contratada! ― ilusamente decidí. Aun así, antes de comunicárselo a ella, insistió en que leyera su curriculum. A regañadientes accedí y no porque me hiciera falta, ya que pensaba que cualquier persona con un mínimo de conocimientos podía desempeñar ese puesto. Así me enteré que, a sus veintiocho años, esa joven había tenido tiempo de estudiar dos carreras, hablar otros tres idiomas y trabajar en una empresa de la competencia. ― ¿No crees que está demasiado capacitada para ser solo mi secretaria? –pregunté. ―Sí y no― respondió: ―Como dices podría optar a un puesto de analista, pero no es lo que quiere. En cuanto se enteró de que el puesto de asistente de mi jefe estaba libre, quiso que se la recomendara porque deseaba trabajar codo con codo contigo. No me pasó inadvertido que entre las motivaciones de esa cría debía estar y estaba el comportamiento que tuve con él cuándo, a raíz de un enfrentamiento con su superior, este aludió a la condición homosexual para despedirlo: no solo le mantuve en su puesto, sino que lo ascendí por su valía, mandando a la mierda a su antiguo jefe.  ―Perfecto, pero si tal como preveo ser mi secretaria le queda corto le haré que asuma otras funciones. ―Sé que no le defraudará y si encima le da más cosas de las que ocuparse, aceptará encantada― cerrando la conversación con una sonrisa, desapareció de mi despacho. Al irse me di cuenta de que ni siquiera habíamos tratado el tema de su salario, pero partiendo de que como encargado de la contabilidad debía saber cuánto había pagado a Merche, di por sentado que esperaba que la tal Leidy cobrara lo mismo. Siendo alto, no era desorbitado. Por eso, no le di más vueltas y me concentré en resolver los problemas del día a día, olvidándome del asunto. Esa misma tarde, a la vuelta de comer, me encontré a un espléndido ejemplar de mujer de r**a negra sentada en la mesa de la que sería mi asistente e incrédulo observé como ese bombón había tomado posesión de puesto sin que nadie me la presentara. Confieso que creí que desde recursos humanos la habían mandado sin saber que ya había contratado a una y por eso, plantándome ante ella, le pregunté educadamente qué era lo que hacía allí.  Levantando la mirada de su portátil, la morena contestó: ―Soy Leidy Meléndez, su nueva secretaria. La expresión de mi rostro al escuchar que era la hermana del rubiales la hizo reír y haciéndome ver que mi reacción no era nueva para ella, explicó sin necesidad de que preguntara que era adoptada. La sonrisa franca que me dirigió me hizo sentir confianza y pidiendo que pasara a mi oficina, le dije lo primero que iba necesitar de ella: ―Llevo dos semanas en un hotel y ya no lo aguanto. Preciso de un piso donde vivir. Lejos de incomodarle una petición tan de carácter personal, me comenzó a atosigar con los detalles que debía de cumplir la vivienda como era precio, habitaciones, metros... Como no tenía tiempo ni ganas de responder, únicamente le di lo que consideraba un presupuesto máximo, dejando que ella decidiera el resto. Cualquier otra se hubiera sentido sobrepasada por la responsabilidad, pero la negrita no y volviendo a su silla, se embarcó el resto de la tarde en la ingrata tarea de conseguirme un techo donde vivir. Es más solo habían pasado dos horas, cuando tocando en mi puerta y con un casco de moto bajo el brazo, me informó que se iba a visitar tres posibles ubicaciones de mi nuevo hogar. Al estar liado con una presentación que debía hacer llegar a un cliente, sin quiera mirarla, le dije que me parecía bien y que cerrara la puerta al salir. De esa forma y no siendo consciente del alcance de mi decisión, dejé en sus manos esa parte tan importante de mi futuro pensando que al menos tardaría un par de días en conseguir algo que me satisficiera. ¡Qué equivocado estuve! Acababa de terminar el documento cuando recibí su llamada preguntando si podía ir a ver el chollo que había encontrado por que de ser de mi gusto debíamos darnos prisa para cerrar el alquiler, no fuera a ser que otro cliente se nos anticipara. Sin demasiadas ganas ni tampoco excesivas esperanzas, pero asumiendo que cuanto antes me fuera de mi actual alojamiento mejor, pedí la dirección del sitio y quedé con ella en media hora. Al aparcar comprendí que al menos esa monada había acertado en el barrio al ser céntrico, pero lo suficiente alejado para no sufrir el bullicio de la gente. Ya caminando hacia donde nos habíamos citado, descubrí que Leidy me estaba esperando subida a un scooter de color rojo tan femenino y coqueto como ella. Confieso que no fue ni prudente ni ético, pero aprovechando que esa morenaza estaba hablando por teléfono le di un repaso nada consecuente con la mínima ética laboral: «Hay que reconocer que está buena», me dije impresionado por el tremendo trasero del que era dueña, pero fue al acercarme cuando reparé en su altura, «debe medir casi el metro ochenta». Ajena a mi examen, la joven me saludó y presentándome al empleado de la inmobiliaria pasamos a ver el piso. Si de por sí la zona y el edificio me habían gustado, su distribución, la calidad de sus baños y las impresionantes vistas desde la terraza me entusiasmaron. Sin llegarme a creer que entrara en mi presupuesto, pregunté si había hablado ya del precio: ―Aquí tiene el contrato que he redactado dado que asumí que le gustaría. Mirando la cifra del alquiler comprendí sus prisas en que lo viera y firmándolo sobre la marcha, lo único que señalé fue que al estar vacío tenía que pensar en amueblarlo.    ―Por eso no se preocupe, yo me ocupo y mañana mismo, le haré llegar cuanto le costaría amueblarlo. ― ¿Mañana? ― dudé. Luciendo una de sus sonrisas, la joven contestó: ―Como sabía que le iba a gustar, he quedado con un amigo decorador para enseñarle el piso y que me diera al menos una idea de presupuesto y del tipo de decoración que propondría. Si quiere esperar, puedo presentárselo y que usted mismo le haga saber lo que desea. Como había quedado con dos amigotes y viendo su versatilidad, respondí que eso era algo que me aburría y que se lo dejaba a ella. Nuevamente, Leidy no se quejó y tomando la responsabilidad sobre sus hombros, accedió a ser ella quién lo atendiera. Con su sonrisa diciendo adiós, me subí al coche y no me cuesta confesar que pensé que era una lástima que fuera una empleada porque de haberla conocido en otro lugar, no me hubiese importado olvidar a mi ex entre sus brazos. Por eso cuando llegué al bar y vi que mis colegas me llevaban al menos dos rones de delantera, tratando de calmar la excitación de mis neuronas, rápidamente les di alcance. ―Joder, Raul, vienes sediento― observando la facilidad con la que mi gaznate dio cuenta de los primeras, comentó Juan, un pequeñajo malo como el mismo demonio. ―Si alguien no puede presumir de ser de secano, ese eres tú― contesté mirando a ese vividor que conocía desde niño y cuyo contacto recuperé a raíz del divorcio. Al notar que algo me traía nervioso, dio por sentado que era un asunto de faldas y me preguntó a quién había conocido. Sin decir que era mi nueva secretaria, insinué que esa tarde me habían presentado a una veinteañera que era una autentica preciosidad. ―Si tiene esa edad y te hace caso, o es puta o está loca― despelotado respondió mientras disimuladamente señalaba a tres hembras más apropiadas a nuestros años que habían hecho su aparición por el bar: ―Volvamos a la realidad y ataquemos lo que realmente está a nuestro alcance. Sin reconocerle que además de ser casi una niña era mi empleada, bajé de las alturas y acompañando a Juan, fuimos a invitar a las recién llegadas a una copa. El destino hizo que esas mujeres viniesen en son de guerra y por ello tras un breve intercambio de elogios mutuos, me encontré besando a las más guapa ante el cabreo y la desesperación de mis compañeros de juerga. Esa rubia de pechos recauchutados que, en un principio, se mostró ansiosa por acompañarme el resto de la noche, en cuanto supo que iba a llevarla a un hotel cambió de actitud y creyendo que era el típico casado poniendo cuernos a su mujer, me mandó sin cortarse directamente a la mierda. ―No salgo ni me acuesto con infieles― dejando caer sobre mis pantalones el vodka que la había invitado, bufó antes de coger su bolso y desaparecer hacia el baño. Los que jamás hayan pasado la vergüenza de lucir una mancha así en su entrepierna quizás no entiendan que, plegando velas, me marchara a la francesa, pero aquellos que la hayan sufrido sé que no solo aceptarán, sino que ellos mismo hubieran actuado igual y se hubiesen ido de ahí sin despedirse.  «No puedo seguir viviendo en un hotel, tengo que mudarme a toda prisa», concluí encolerizado...
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