«¡Qué buena está!», pensé mientras tapaba con la servilleta la erección.
Siendo conscientes ambos de la atracción que sentíamos uno por el otro, ninguno habló y fue el camarero el que rompió el silencio trayendo el primer plato. Altagracia mirando sus gambas y los canapés de angulas con salmón que me había puesto, pidió permiso para probar el mío.
―Por supuesto, mi morena.
Tomando entre sus dedos el pequeño aperitivo se lo metió en la boca. La sensualidad de ese gesto me impidió escuchar qué decía:
―Despierta, te he dicho que está buenísimo― se rio al ver mi cara.
―Nada comparable a la diosa que tengo sentada a mi lado.
El piropo la desarmó y no sabiendo cómo actuar ni qué decir, completamente abrumada, me preguntó dónde vivía. La confianza que sentía me hizo reconocer tanto que vivía en el hotel que estaba encima del restaurante como también que mi esposa me había dejado.
― ¡Dios le da pan a quién no tiene dientes! ― exclamó indignada: ― ¡Hay que estar loca para abandonar a alguien como tú! – y cayendo en la cuenta de lo que se había permitido el lujo de decir, añadió totalmente colorada: ―Yo, al menos no lo haría.
No tuve que ser un genio para saber que su reacción se debía a las dificultades que la habían abocado a convertirse en puta y no queriendo que siguiera reconcomiéndose, cogí una de sus gambas y la metí en su boca. Tras comérsela y después de repetir lo rica que estaba, siguió exteriorizando su cólera con mi ex:
―Nunca he entendido a las españolas y su manía en ser independientes. Cuando una de mi país consigue un hombre bueno, no deja que se le escape.
Tanteando el terreno, cometí el error de meterme en arenas movedizas e ingenuamente, pregunté qué había ocurrido con el padre de su hijo:
―Murió en una balacera nada más llegar a España y eso fue lo mejor que nos pudo ocurrir... Jonathan era un borracho que, cuando no me ponía el cuerno, llegaba a casa y me pegaba.
La tristeza de esa mujer quedó patente cuando dos lagrimones recorrieron sus mejillas y comenzó a sollozar. Sabiendo que necesitaba sentirse apoyada, la abracé sin saber que para ella ese gesto iba a convertirme en una especie de caballero andante y que entre lloros me pidiera que por esa noche no quería ser mi “jinetera”.
―Nunca te he tratado así― reaccioné acariciando su melena.
―Raul, por unas horas, déjame ser tu... novia.
Atónito con la angustia que traslucían sus palabras, susurré en su oído:
―Soy tu enamorado, pero ahora negrita mía come.
Su cara radiando felicidad me confirmó que había acertado con esa frase y cogiendo el tenedor le robé una gamba. Durante el resto de la cena, Altagracia no dejó de bromear conmigo y de aprovechar cualquier excusa para pegarse a mí en busca de un beso. Lo que nunca le dije y me guardé fue que, mientras le comía los labios, era en otra mujer muy parecida en la que pensaba.
«Por dios, deja de soñar en tu secretaria y concéntrate», me dije al saber que la muchacha estaba poniendo todo de su parte para agradarme.
Cuando pagué la cuenta y la tomé de la cintura para irnos, noté su nerviosismo y murmurando en su oreja, comenté que no hacía falta que subiera conmigo al hotel, que con las horas que había disfrutado con ella me daba por pagado.
―Llévame a tu cuarto― contestó ruborizada.
Sin insistir, la saqué de Goizeko y recorriendo los escasos metros que nos separaban de la entrada de mi alojamiento, no reparé en una vespa roja pasaba por la calle y entré con ella. El lujo de cinco estrellas con el que se topó la dejó anonadada y temblando de arriba abajo, buscó mi protección pegándose como una lapa sintiéndose una princesa de cuento y temiendo quizás, que sonaran las doce y que como a Cenicienta ese sueño se desvaneciera antes de empezar.
Admitiendo por fin que me atraía, me olvidé de Leidy y al salir del ascensor, cogiéndola entre mis brazos, la llevé hasta la habitación. En el pasillo y mientras sentía su cara contra mi pecho, no paró de reír. Su alegría me resultó algo embriagador y tras abrir la puerta, dulcemente la dejé sobre la cama e indeciso, me empecé a desnudar. Desde el colchón, la clon de mi empleada no perdía ojo de mi striptease mientras con una estudiada sensualidad me imitaba.
― ¿Qué vas a hacer con tu negrita? ― preguntó dejando caer su vestido.
―Lo que llevo deseando desde que te conocí― contesté acercándome a ella.
Ya en la cama, esperé a que se quitara las bragas y fue entonces cuando descubrí que la cubana no llevaba el coño depilado. La belleza de su sexo y el aroma dulzón que manaba de su interior me hicieron meter la cabeza entre sus piernas. A pesar de haber cenado, con renovado apetito, comencé a disfrutar de la cubana. La humedad que encontré en su poblado tesoro me ratificó que la calentura de esa mujer y desando incrementarla, recorrí con mi lengua los carnosos labios que daban entrada a su vulva.
― ¡Me encanta! ― gritó al notar mi caricia sobre el botón escondido entre sus pliegues.
Azuzado por esa confesión, cogí su clítoris entre mis dientes. No llevaba siquiera unos segundos mordisqueándolo cuando la morena empezó a gemir como loba en celo. Satisfecho por sus gemidos, seguí degustando ese manjar y sabiendo que mis caricias eran bienvenidas, me permití el lujo de meter metí un dedo en su interior.
― ¡Dios! ― sollozó moviendo las caderas.
Su entrega se vio maximizada cuando incrementé la dureza de mi mordisco sobre su botón. El grito que pegó me hizo ver que estaba disfrutando y que su excitación era real. Asumiendo que necesitaba ser tratada como una dama y olvidando de su profesión, seguí amándola con manos y lengua hasta percibí los primeros síntomas de que se iba a correr. Decidido a compartir con ella unos momentos de pasión, aceleré la velocidad de mi ataque. Como había previsto, la cubana se dejó llevar y aullando de placer, empezó a convulsionar sobre la cama mientras su sexo se licuaba.
Al continuar bebiendo del flujo que manaba de su interior, profundicé y alargué ese imprevisto clímax, haciéndola unir un orgasmo con otro mientras hasta ella olvidaba los mil euros que la habían llevado a mi cama. Y estallando sobre las sábanas dejó de ser una puta para convertirse en mi amante.
― ¡Por la virgen de la caridad! ¡Tú sí que sabes lo que es comerse un bollo! ― aulló descompuesta al experimentar un placer que su marido nunca le había dado y presionando con sus manos mi cabeza, chilló con voz entrecortada: ― ¡Necesito que te folles a tu negra!
Su tono me alertó no solo de que estaba lista a ser tomada, sino que era algo que deseaba y por eso, incorporándome sobre el colchón, cogí mi pene entre las manos y lo acerqué a su vulva.
― ¡Fóllame! ― gritó al sentir mi erección jugueteando en su entrada.
Incapaz de contenerme de un solo empujón, lo hundí en su interior. La facilidad con la que su estrecho conducto absorbió mi estoque reafirmó su disposición y por eso, sin darle tiempo a acostumbrarse, comencé a hacerle el amor. El olor que manaba de su sexo y que impregnaba ya el ambiente me terminó de cautivar y mientras ella no dejaba de chillar, incrementé la velocidad de mi ataque.
― ¡No pares! ¡Me siento tuya! ― aulló sincronizando su cuerpo al mío.
Con un ritmo feroz, golpeé su v****a con mi glande buscando tanto mi liberación como la suya y es que mientras la cría deseaba sentirse amada, yo necesitaba dar carpetazo a mi vida con María. Los gemidos de la muchacha me llevaron a un nivel de excitación brutal y oyendo su nuevo orgasmo, deseé unirme a ella.
― ¡Eres preciosa! ― dije con voz dulce mientras mis dedos pellizcaban sus negros pezones.
― ¡Y tú, mi rey! ― descompuesta por mi cariño, no pudo dejar de suspirar.
Su entrega me entusiasmó y poniendo sus piernas en mis hombros, me lancé a conquistar lo que sabía que era mío, aunque fuera por solo una noche. La nueva postura la volvió loca y pegando un alarido, se volvió a correr. Ese enésimo orgasmo, tan poco frecuente en alguien de su profesión, fue el último empujón que necesitaba y sin poder contener más tiempo la excitación, mi pene explotó regando su sexo con mi semen. La negrita al sentir su vientre bañado con mi leche, chilló de placer y pegando un nuevo berrido se dejó caer sobre el colchón.
Agotado, me tumbé junto a ella en la cama. Altagracia, obviando que era solo un cliente, se acurrucó sobre mi pecho y se quedó dormida. Aproveché ese momento de calma para pensar en que, a pesar de que mi elección se debía al parecido con otra, su dulzura me había hecho olvidarla y con una rara satisfacción, cerré los ojos y disfrutando de su calor, caí en brazos de Morfeo...