Capítulo 8

1876 Words
El mejor esposo del mundo entero Ada Connor y yo nos encontrábamos sentados en el consultorio de uno de los ginecólogos más prestigiosos del estado de Nueva York, esperando con impaciencia el resultado de los estudios médicos, que de ser negativo, cambiaría nuestras vidas de manera significativa y posiblemente crearía una grieta en nuestro matrimonio que no podríamos enmendar. Porque hacía unos meses que él se había hecho unas pruebas y todas habían salido perfectas, mi esposo a sus treinta y tres años era un hombre muy sano y no tenía ningún problema que le impidiera tener hijos. La del problema era yo, ningún doctor tenía que decírmelo para confirmarlo. En lo más profundo de mi ser lo sentía. —Díganos doctor, ¿cuáles son los resultados de los estudios que hicieron? —La voz de mi esposo me trajo de vuelta a una realidad que no quería—. ¿Qué es lo que tiene mi esposa? —Lamento decirle que no tengo buenas noticias para su esposa, señor Holland. Un silencio incómodo y pesado resurgió en el consultorio. Pude sentir como una oleada de frío abrazaba mi cuerpo. Por primera vez en mi vida sentí ese tipo de miedo. Ya no se trataba de suposiciones sobre lo que estaba mal conmigo, ahora me estaba enfrentando a una realidad que podría destruirme. —Sólo díganos —demandó él. La vacilación en la mirada del doctor encogió mi corazón. Ya no podía soportarlo. Quería, necesitaba saber. —¿Qué es lo que está mal conmigo? —inquirí en susurro, sonando desesperada. El doctor finalmente desvió la mirada de Connor y miró en mi dirección. Sentí que se me oprimía el pecho cuando ese atisbo de vacilación había sido remplazado por uno de comprensión y simpatía. Y antes de que siquiera dijera algo con respecto a mi diagnóstico, supe que sus palabras me iban a romper por dentro. —Señora Holland lo que usted padece es uno de los problemas de fertilidad más comunes entre las mujeres, a esta condición se le conoce como Síndrome de Útero Hostil o Hostilidad Cervical. En estos casos, el útero no crea un entorno propicio para que los espermatozoides lleguen al óvulo y mueren antes del proceso de fecundación. La edad también es un factor que afecta su condición. Por este motivo, las mujeres que se diagnostican con útero hostil presentan muchas dificultades para quedar embarazadas —explicó con tono neutro; mi mente estaba lejos de la consulta del médico, y aunque sus palabras resonaban en mi cabeza, no entendía nada. Solo podía pensar en que nuestro sueño podría no hacerse realidad nunca y era mi culpa—. Incluso si usted llegase a concebir con éxito, puede tener problemas con su útero más adelante y sufrir un aborto espontáneo. Vi la expresión entristecida en el rostro de Connor. El dolor surgió en sus ojos mientras me cogía la mano y me daba un suave apretón. Sabía que intentaba hacerme sentir apoyada, pero no podía evitar sentirme tan impotente. La noticia terminó por derrumbar mis ilusiones, porque no podía negar que una parte de mí deseaba que fuera sólo el estrés de querer un bebé, de ser madre, lo que estaba haciendo más difíciles las cosas. —Usted dice que está condición dificulta que mi esposa pueda quedar embarazada pero no lo hace imposible, ¿verdad? ¿Existe una posibilidad de tener un bebé? —escuché la vulnerabilidad en la voz de mi esposo, él se estaba aferrando a la última esperanza. Yo ya la había perdido. El doctor asintió. —Efectivamente, Señor Holland. Puede ser un proceso muy difícil y doloroso tanto física como mentalmente para su esposa, pero existe la posibilidad de concebir. Hay diferentes tratamientos que podrían funcionar... Mientras el doctor seguía explicando acerca de las pocas opciones que tenía, me invadió una sensación de vacío al mirar mi vientre, sabiendo que quizá nunca podría experimentar la sensación de tener vida dentro de mí. Aquel pensamiento me desmoronó por completo. Estaba destrozada. No podía ser fuerte. No lo era. Empezaba a sentirme sofocado con toda la información recibida. Ya no quería escuchar más. No podía. —¿Y si esos tratamientos no llegaran a funcionar? —conseguí preguntarle, en un intento de fuera realista conmigo, me negaba a hacerme ilusiones y que volvieran a destruirlas. Un nudo se me formó en la garganta cuando Connor me miró con tristeza, no necesité decírselo para que él supiera que estaba renunciando a nuestro sueño. —No nos adelantemos a los hechos, señora Holland. Hay varios casos de éxito con mujeres que padecen lo mismo y han podido tener hijos con los cuidados necesarios y siguiendo las indicaciones de los tratamientos al pie de la letra. —Por favor —pedí en un hilo de voz—, responda a mi pregunta. Sea honesto. El doctor me miró contrariado. Apretó los labios y luego asintió. —En el peor de los casos, incluso con los tratamientos disponibles en la actualidad, sería imposible que usted quedara embarazada y, si lo hiciera, con los tratamientos sin éxito en su condición el feto no sobreviviría en el útero y no llegaría a término. Mi estómago se hundió al darme cuenta lo que esta noticia significaba para ambos. Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. No era justo que no pudiéramos hacer realidad nuestro sueño. Sabía que había una pequeña esperanza para nosotros, pero el recuerdo de cada prueba de embarazo negativa que había tenido me hacía sentir que todo estaba acabado. Y la sola idea de quedarme embarazada y perder a mi bebé me asfixiaba. No podría tolerarlo. No era una mujer fuerte. Y tal vez por eso el destino me castigaba de esta forma. Por que aunque sonara ilógico, así se sentía, como un jodido castigo. Cuando salimos del consultorio y llegamos a nuestro hogar, intenté encerrarme en nuestra habitación para evitar que mi esposo me viera derrumbarme, pero Connor me detuvo y sin necesidad de que se lo pidiera, me abrazó y lloré contra su pecho como una niña pequeña que acaba de perder su más grande ilusión. —Estaremos bien, mi amor. Podremos con esto, no todo está perdido —me besó la sien. Y aunque no quería que me viera de esa manera, hecha un desastre, no podía dejar de llorar contra su pecho, el único lugar en el que me sentía segura. —Lo siento tanto, Connor —sollocé—, por mi culpa no podrás ser padre. Me ahuecó la cara con las manos e hizo que le mirara. Esperaba rabia y decepción, pero ninguna de esas emociones estaba en sus ojos, sólo podía ver dolor, estaba sufriendo al igual que yo. —No te atrevas a culparte por esto, sé que es una noticia devastadora pero no es culpa tuya —aseguró—, no lo es, tienes que saberlo. Sacudí la cabeza entre sus manos con lágrimas quemándome los ojos. —Yo soy el problema. Soy yo quien no puede tener un bebé, existe la posibilidad de que nunca pueda darte hijos —le recordé, esforzándome por sacar esas palabras—, tú estás sano, Connor. No puedo hacerte esto. Sé que siempre has querido ser padre. Desde que nos conocimos lo has dejado muy claro. Los dos queremos ser padres, pero si te quedas conmigo, tú nunca lo vas a ser. Una lágrima traicionera rodó por su mejilla porque aunque no me lo dijera, sabía que estaba en lo cierto. Me ardía tanto el corazón que no podía soportar el dolor que nos inundaba en tantos sueños, que quizá nunca podríamos llevar a cabo. —Nunca te dejaré, Ada. Eres mi esposa e hicimos un juramento de estar juntos en las buenas y en las malas —espetó con firmeza, pude percibir el matiz de tristeza en su voz. Y aunque fui yo quien le sugirió que me dejara, sentí que me inundaba una oleada de alivio al escuchar sus palabras. —No voy a odiarte si decides marcharte ahora mismo de mi lado, te lo prometo —pese a que sentía que me desgarraba por dentro, le di una salida de nuestro matrimonio para que pudiera cumplir su sueño. Sabía desde el fondo de mi corazón que era un buen hombre, que se merecía algo mejor de lo que podría tener si se quedaba conmigo. Él me sonrió como nunca lo había hecho, tenía los ojos llorosos y las mejillas húmedas. También estaba llorando sin apenarse de hacerlo frente a mí. Y eso era una de las cosas que amaba tanto de mí esposo, a él no le importaba mostrarse vulnerable conmigo. Connor siempre me decía que las emociones eran las que nos hacían humanos y que llorar no era de débiles, sino de personas valientes que se permitían ser vulnerables. > —Sé lo que intentas hacer y lamento decirte que no te librarás de mí tan pronto, mi amor —sus palabras hicieron que el dolor de mi corazón disminuyera. Me sorbí la nariz e intenté ser más clara con él. —Lo digo en serio, Connor, si esto no funciona no quiero que termines por guardarme rencor —revelé mi miedo. Él comprendió mi debate interno sin necesidad de que se lo explicara. Se inclinó y depositó un beso en mi frente. —Deja de decir disparates, Ada. Nunca podría guardarte rencor. Tú eres la única mujer que quiero en mi vida. Haremos que funcione, te lo prometo. —¿Cómo estás tan seguro? —inquirí desesperada, sintiendo que me ardía la garganta por el llanto que se negaba a cesar. —Te amo, Ada. Sé que podremos con esto, le haremos frente juntos. No estás sola —la esperanza en sus ojos me dio la seguridad que necesitaba de él. Me iba a aferrar a eso. —Yo también te amo, Connor —susurré con sinceridad e intenté dedicarle una sonrisa que salió como una mueca. Y aunque él se percató de ello, vi que su rostro se iluminaba porque sabía que estaba dispuesta a luchar por nosotros, por nuestro matrimonio. Esbozó una sonrisa antes de inclinarse para besar mis labios suavemente. Cedí y le devolví el beso, aún cuando había una parte de mí que sabía que a veces el amor no era suficiente para que todo funcionara. Cuando dejó de besarme de esa forma tan dulce, volvió a recostar mi cabeza en su pecho y lloré en silencio con sus brazos a mi alrededor, dándome el apoyo que necesitaba. Lo amaba tanto y era tan afortunada de tenerlo conmigo, porque él era un buen esposo, el mejor esposo del mundo entero. Pero en ese momento yo no me sentía como una buena esposa. En absoluto. Debí hacérselo saber, pero fui una cobarde y callé lo que sentía, refugiándome en sus brazos para no afrontar la brecha de desconfianza que empezaba a crearse entre nosotros. Y tarde o temprano, eso iba a repercutir en nuestra relación, porque aunque podamos poner una venda alrededor de nuestras heridas para ocultarlas, no podemos esperar que desaparezcan si no les damos los cuidados necesarios, con el tiempo empezarán a sangrar y te mostrarán que nunca han podido cicatrizar como es debido.
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