Sólo quiero que seas feliz
Ada
—Sabes que en algún momento tendremos que hablar de lo que sucedió en la cena con mi familia —empieza Connor con un tono de voz sosegado mientras lentamente procede a dejar el tenedor encima del comedor de mármol blanco.
Esa simple acción me da a entender que ya no tiene hambre y que va en serio. No dejará pasar el tema fácilmente.
Parece estar calmado, no hay señales de enfado, aunque parte de la tensión está concentrada en sus hombros. Lo conozco tan bien como para saber que se está controlando, está analizando cuidadosamente la situación en su cabeza como siempre hace porque no le gusta perder el control.
Mi esposo prefiere callar, quedarse en silencio y evitar las discusiones que puedan lastimarnos, pero ahora sospecho que algo lo está incomodando, de lo contrario, nunca habría sacado el tema.
Yo por el contrario, sigo degustando de la deliciosa pasta con champiñones y queso parmesano que preparé para nosotros después de que Connor me avisara que vendría a almorzar. Evito tomarme la molestia de levantar la vista de mi plato ya casi vacío y continúo fingiendo que todo está bien.
La comida no me sienta bien en el estómago. Cuando estaba cocinando tenía demasiada hambre pero ahora que él ha decidido traer ese asunto a la mesa, creo que he perdido el apetito. No me interesa discutir ese tema, porque sé perfectamente a lo que se refiere. Y estoy tan cansada de lo mismo cuando la respuesta nunca es la que quiero. No tiene sentido que discutamos sobre algo que no podemos controlar.
—No veo de que tendríamos que hablar —respondo una vez que termino de masticar el bocado de pasta. Entonces cojo la servilleta de tela que tengo sobre las piernas y me limpio la comisura de los labios, mientras siento un vacío acentuándose en la boca del estómago.
Puedo sentir la intensa mirada de mi esposo sobre mí, exudando algo parecido a la irritación e impotencia. A estas alturas de nuestra vida sé que le molesta cuando adquiero esta postura de defensa y me niego a abrirme con él sobre lo que me duele.
—¿Estás segura? —ladea la cabeza.
Encojo los hombros sintiéndome acorralada.
—No creo que haya nada que tengamos que discutir, la cena fue hace unos días.
—¿Qué tal si hablamos de cómo me dejaste en la casa de mis padres y volviste al penthouse sin mí? —menciona, despacio.
Ahí está. Sabía que no lo olvidaría o lo dejaría pasar. Dice exactamente lo que no quiero oír ni mucho menos hablar. En especial porque al nombrar esa bendita cena inevitablemente vuelvo a recordar la extraña interacción que tuve con Ryan. Todavía sigo sintiendo su tacto en mi mano, la manera en que mi corazón se aceleró al tenerlo tan cerca de mí.
En cuanto me percato en la dirección que comienzan a tomar mis pensamientos, entrecierro los ojos sintiendo una mezcla de culpa y frustración invadirme.
Maldición, me prometí no volver a pensar en él.
Abrumada, me obligo a carraspear la garganta antes de responder, —Lo siento, no podía soportar estar ni un segundo más con tu familia —la mayor parte de lo que digo es verdad—, necesitaba estar sola, Connor.
Me da un asentimiento mientras sus rasgos se suavizan. Me mira con absoluta comprensión.
—Sobre eso, me disculpo por los comentarios que mi madre hizo a lo largo de la cena. Estuvieron fuera de lugar —se disculpa por lo sucedido, aunque él no es la persona que debe hacerlo.
Le hago un simple gesto con la cabeza.
—No es culpa tuya, no deberías disculparte por las acciones de tu madre. Además, ya estoy acostumbrada —expreso con resignación, porque no es la primera vez que hace algo así y en el fondo sé que no será la última—, esos comentarios ya no me hacen efecto. No tienen importancia —le regalo una media sonrisa, sabiendo que estoy empezando a mentirle. Otra vez.
Y aunque sé que no debería mentirle sobre cómo me hacen sentir esos comentarios hirientes, sólo intento ser una esposa comprensiva, pero de alguna manera mis palabras le molestan todavía más. Aprieta la mandíbula mientras me repara con inquietud.
—Sí importan porque yo no estoy acostumbrado a que alguien le falte al respeto a mi mujer —espeta en voz baja y ronca. No tiene la dulzura habitual. Esa que me hace amarlo.
Aún así, siento que sus palabras me calientan el corazón. Intento contener una tímida sonrisa.
—Ya no tiene importancia, no pienses en ello —le digo para evitar que se preocupe más por ello.
Él niega con la cabeza. Sus ojos azules puestos sobre mí. Hay una inmensa preocupación en ellos. Sé que todavía no ha preguntado lo que en realidad desea preguntar. Pero lo hará.
—Para mí si la tiene. Sé que se trata de mi madre y la quiero, pero estoy harta de cómo se comporta contigo. Después de que decidieras irte hablé con ella al respecto, le dejé muy claro cómo serán las cosas de ahora en adelante. No vamos a volver a su casa ni ella puede poner un pie en la nuestra a no ser que te pida perdón por su actitud y empiece a respetarte como mi esposa —me dice con una determinación que nunca había visto en su mirada. Y aunque existe una parte que se siente mal porque no quiero que Connor discuta con su madre por mi culpa, una oleada de satisfacción me invade al saber que me ha defendido y me ha dado mi lugar.
Siempre lo hace.
—¿No crees que eso dificultará aún más las cosas? Pensará que te estoy poniendo en su contra.
Hace un gesto de indiferencia.
—Me da igual —lo conozco demasiado bien para saber que eso no es cierto, pero también veo que ya se ha decidido y no va a dar marcha atrás—. No entrará en mi casa a menos que aprenda a dirigirse a ti con respeto.
—¿Estás completamente seguro? —pregunto, indecisa—, sabes que no tienes que hacer esto por mí. Entiendo que es tu madre.
Él me sonríe de esa manera tan suya. Le comienzan a brillar los ojos.
—Pero tú eres mi esposa. Créeme, estoy seguro de esto, amor.
—Gracias por hacer esto por mí —soy sincera—, pero a pesar de todo, es tu familia, Connor —intento asegurarme de que está convencido con su decisión. No quiero que se sienta esforzado a tener que escogerme, aunque ahora sea su esposa.
Hace una negación con la cabeza. Una expresión de seriedad se despliega en su rostro.
—No, ahora tú eres mi familia, Ada —la nota de orgullo y sinceridad en su voz me hace estremecer—. Eres mi mujer y mi lealtad está contigo. Te amo, Ada —añade, sus ojos refulgentes.
No puedo evitar sonreír como una tonta.
—Y yo a ti, Connor.
—Sé que lo haces —dice en un susurro bajo mientras toma una respiración honda y, el brillo que vislumbré antes en sus ojos, empieza a desvanecerse lentamente. Siento la rigidez que adquiere mi cuerpo de repente, prediciendo lo que está a punto de decir—, pero tenemos que hablar de lo real. Eso que sé te está afectando. Soy tu esposo, he notado tus cambios de humor desde aquella noche. Has estado triste e incluso no has querido ir a trabajar —lo detalla todo, me conoce tan bien que me molesta porque no puedo mentirle. No a él.
Aprieto los puños contra la mesa, sintiéndome asfixiada por él y sus absurdas preocupaciones. Estoy bien. Todo está bien.
—No es nada. Déjalo —le advierto.
Pero le conozco demasiado bien para saber que no me va a escuchar. Insistirá porque está preocupado. Porqué no sería él si no insistiera en el tema, de verdad se preocupa y quiere verme bien.
—Dana nos ha dicho que está embarazada, Ada —me recuerda esa noticia, en tono cuidadoso, sabiendo que está dando en un punto débil mío. Y joder, duele porque viene de él.
Trago saliva. Incapaz de mirarlo a los ojos.
—Lo recordaba perfectamente —murmuro entre dientes apretados—, no es necesario que saques el tema.
—Ambos sabemos que sí lo es.
—No, Connor, no es necesario discutir acerca de eso —suelto en un gruñido.
—Quiero saber cómo te encuentras. Habla conmigo, Ada. Soy tu esposo, confía en mí —aunque sé que sus intenciones son buenas, me está pidiendo demasiado cuando sabe que nunca he sido buena expresando mis sentimientos.
Me muerdo el interior de las mejillas, sintiendo una inmensa carga haciendo opresión en mi pecho.
—Me alegro mucho por ella —suelto a la defensiva. Es todo lo que puedo decir al respecto.
Él se tensa. Mis palabras no le gustan. No son las que quiere escuchar.
—Ada... —dice mi nombre en tono de advertencia. Se le está acabando la paciencia conmigo—, por favor, no te cierres.
Cualquier atisbo de paz se esfuma ante su constante insistencia. Ya no puedo seguir controlando la situación. Se me sale de las manos.
Aprieto los labios con fuerza: —¿Qué es lo que quieres escuchar de mí exactamente, eh? ¿Lo destrozada que me encuentro por la noticia? ¿Lo insuficiente que me hace sentir saber que otras mujeres pueden tener lo que yo más deseo? ¿Que la vida no está siendo justa conmigo? ¿Lo enfurecida y celosa que estoy porque sé que yo nunca podré tener un bebé? ¿Es suficiente eso o necesitas escuchar más?
Espero su furia por mi arrebato de palabras. Pero lo único que recibo es su expresión decepcionada al percatarse de mí verdadero estado de ánimo. Su postura decae. Me siento expuesta ante él y por primera vez en años, no me gusta. No me siento segura.
Protegida.
—Eso no es cierto, sabes que todavía tenemos opciones, no podemos rendirnos tan fácilmente —susurra, casi suplicante.
La última vez que hablamos de este tema terminamos en una discusión que olvidamos días después, o tal vez sólo quisimos ignorarlo y fingir que no pasaba nada para no asumir nuestra realidad.
Niego con la cabeza.
—Estoy agotada de esto, Connor —consigo decirle.
Algo en su expresión cambia y veo un atisbo de inseguridad y rabia en sus ojos. Mi corazón late desbocado.
—¿A qué te refieres? —la confusión permanece en su voz.
—Que estoy cansada de intentarlo. No quiero probar más tratamientos. No quiero más médicos —hago una pausa antes de proseguir, no me atrevo a mirarlo a los ojos mientras le rompo sus ilusiones—. Me estoy rindiendo.
Cuando vuelvo a levantar la mirada, un atisbo de furia e impotencia brilla en su rostro.
—No puedes rendirte. Ambos queremos esto y todavía hay opciones disponibles para los dos —Puedo oír la vulnerabilidad en su voz, tratando de no romperse o explotar delante de mí.
—No estamos los dos en esto —esclarezco—, yo soy la que tiene el problema no tú. Deja de fingir que te identificas con esto porque no lo haces, ¡no tienes una jodida idea lo que es tener la certeza de que nunca vas a poder tener un bebé! —Una oleada de dolor y furia me inunda mientras le expreso exactamente cómo me siento.
Me mira dolido. Desolado.
—Estás siendo muy injusta conmigo —es todo lo que dice y al instante me arrepiento de mis palabras hirientes. Porque no se las merece.
Pero tampoco consigo disculparme por ello. Decirle que me retracto de lo que dije y que se olvide de todo.
—No lo estoy siendo. Tú no tienes ningún problema, puedes tener hijos —digo con recelo—. No permitas que yo te lo impida —suelto, armándome de valor para pronunciar las palabras.
Su postura se congela mientras me mira con absoluta perplejidad. Como si ya no reconociera a la persona que está frente a él. Siento que me tiemblan los labios. No tengo la misma valentía que antes.
—¿Qué es lo que intentas decirme? —su tono se vuelve áspero y crudo. Ya no hay ninguna nota de calidez.
Me arden los ojos de lágrimas no deseadas. Me niego a dejarlas salir.
—Estoy intentando decirte que si te quedas conmigo tienes que aceptar que no puedo tener hijos y que tampoco quiero intentarlo más —por fin lo digo, por fin revelo la dura decisión que tomé hace apenas unas semanas.
Lentamente levanto la mirada y me encuentro con sus ojos enrojecidos.
Nada me prepara para ver la expresión rota de su rostro. Le he hecho daño como nadie y no puedo evitar soltar un sollozo. Él permanece con la misma expresión desolada.
—¿Y qué hay de lo que yo quiero? —se le quiebra la voz.
Empiezan a caer lágrimas traicioneras. —No voy a cambiar de opinión. Ni siquiera por ti.
Asiente con la cabeza mientras tensa la mandíbula. Veo que quiere decir mucho más, pero se queda callado, se abstiene de agregar algo más y eso rompe una parte dentro de mí.
No puedo dejarle hacer esto. Que no sea sincero conmigo. Que se guarde todo lo que quiere decir.
—Por favor, di algo —lo miro suplicante.
—¿Qué es lo que debería decir? —sonríe con amargura. Nunca lo había hecho y eso me destroza.
—Necesito que seas sincero conmigo.
Su expresión se rompe todavía más.
—¿Qué es lo que esperas de mí? Me estás pidiendo que renuncie a uno de mis más grandes sueños por ti, Ada —se muestra vulnerable ante mí—. Una cosa es no poder tener hijos y otra muy distinta es dejar de intentarlo. Darse por vencido.
—No, no lo estoy haciendo, todavía puedes tener lo que tanto quieres..., pero no conmigo —me atrevo a decir esas palabras aunque el nudo en mi garganta apenas me permite hablar.
Cuando se da cuenta de lo que intento decir me lanza una mirada gélida y desapacible que nunca antes había vislumbrado en él.
—¡Por Dios, escúchate a ti misma, Ada! ¡Me estás insinuando que deje embarazada a otra mujer! —Pierde los estribos por mi culpa. Se levanta de su asiento bruscamente, con los músculos tensos y los ojos ardiendo en lágrimas.
—¡Sólo quiero que seas feliz! —Apenas puedo respirar.
—¡¿Y según tú cómo me haría feliz tener un hijo con otra mujer que no sea mi esposa?! —increpa fuera de control. Ya no le interesa conservar la calma.
—No lo hagas más difícil para los dos.
—Estás renunciando a nosotros, Ada. Tú eres la que quiere una salida de nuestro matrimonio, de lo contrario no estarías insinuando tales tonterías —suelta con decepción.
Niego con la lágrimas en los ojos. Mi pecho ardiendo de dolor.
—¡No te atrevas a decir eso! Te amo y por eso mismo te digo esto, puedes divorciarte de mí —su mirada se torna fría—. Mi decisión ya está tomada. No voy a cambiar de parecer.
—¿Por qué nos estás haciendo esto?
—No puedo retenerte a mi lado si no te hago feliz. No puedo ser tan egoísta contigo —dejo que las palabras fluyan, aunque la grieta en mi alma siga creciendo—, sólo quiero verte feliz. Incluso si esa felicidad no es a mi lado.
—¿De que hablas? Tú me haces feliz —admite, meneando la cabeza. Sé que está siendo sincero, pero tarde o temprano terminará por darse cuenta que si se queda a mi lado y se aferra a nuestro matrimonio, será infeliz.
—Sé que ahora te hago feliz, pero, ¿qué pasará cuando te des cuenta de que realmente quieres tener un hijo y que no puedes renunciar a ello? Empezarás resentir haberte quedado conmigo y no quiero eso. No soportaría que me odiaras.
—Estas equivocada. Te amo, Ada —el dolor relampaguea en sus ojos.
Siento que mi pecho se contrae de dolor.
—¿Ese amor que sientes es suficiente para renunciar a tu más grande sueño? —me atrevo a preguntar lo que en realidad deseo saber, siendo demasiado injusta con él cuando sólo se ha encargado de hacerme feliz y apoyarme—. ¿Soy yo suficiente para ti, Connor? —No espero a que me responda.
Permanece en silencio y mira hacia otro lado. La desolación nos inunda. Ya no hay vuelta atrás.
Cuando abre la boca para objetar algo, no le dejo.
—No contestes ahora, tómate tu tiempo para pensarlo. Cuando tengas la respuesta, hablaremos —concluyo el tema sin importarme lo que él tenga que decir al respecto. Pero en cuanto esas palabras abandonan mis labios me arrepiento.
No quiero que las cosas estén así entre nosotros.
Él me mira con impotencia y aunque sienta la necesidad de reclamar, no cuestiona mi decisión. Respeta mis deseos como siempre lo hace. Nunca excede mis límites.
Finalmente deja escapar un resoplido de cansancio y ojea el reloj en su muñeca. Cuando vuelve a levantar la mirada, me doy cuenta de que he creado otra grieta entre nosotros y no encuentro las palabras para remediar lo que he hecho.
—Gracias por el almuerzo, Ada, estuvo exquisito como siempre. Necesito regresar al despacho lo antes posible, te veo en la noche —se despide de manera cortante, incluso cruel.
Siento otro nudo formándose en mi garganta.
—No te vayas así —le pido, aunque no me lo merezca.
—No pasa nada, mi amor.
—Connor, por favor.
—Está bien, creo que ya hemos dicho bastante. Y prefiero irme antes de decir algo de lo que me pueda arrepentir.
—Lo siento —digo en un susurro, sin saber como remediar las cosas.
—No te disculpes por compartir como te sientes realmente acerca de nosotros. Yo era el que quería saber.
—No quiero que te vayas —me tiemblan los labios—, quédate.
—Creo que nos vendrá bien un poco de espacio en estos momentos. Necesito tomar un poco de aire y meditar acerca de la situación.
Asiento con la cabeza. —¿Volverás?
—Siempre lo hago.
Es todo lo que dice antes de esforzarse a esbozar una sonrisa triste para que no me sienta mal, porque incluso cuando le hago daño intenta proteger mis sentimientos.
Ya no agrega nada más. Se encamina a la sala de estar para tomar su abrigo del sofá. Le veo mirar en dirección a la puerta principal, pero después de soltar un suspiro decide dirigirse al ascensor personal que tenemos dentro del Penthouse, que lleva a la salida del edificio donde probablemente ya lo esta esperando su anillo de seguridad.
Me duele darme cuenta de que, por primera vez en dos años, se ha ido sin besarme la frente como siempre lo hace.
Y sé que no lo ha olvidado. Simplemente no ha querido.