Siempre me tendrás a tu lado
Ryan
Estábamos a principios de julio, donde el sol todavía seguía brillando con gran intensidad, la temperatura era cálida, soportable, pero los rayos solares se enterraban en mi piel de una manera que me hacía cuestionar haber abandonado mi hogar por la mañana.
Resentí la ropa que llevaba puesta, consistía en un traje n***o de corbata a la medida. Lo odiaba tanto como odiaba ser uno de los candidato a la gobernatura de Nueva York. Pero mis padres insistían en cambiar cada aspecto de mi apariencia y convertirme en algo que yo no era y nunca iba a ser.
Hacía tiempo que me había resignado a aceptar mi destino, abandoné mis sueños, los deposité en un baúl de madera, lo cerré con llave y nunca más volví a abrirlo. Ya no había nada que me hiciera rebelarme contra mis padres. No tenía ningún propósito y seguir sus pasos me parecía más fácil que encontrar mi lugar en el mundo...
Maldecí al cielo por haber decidido ir andando cuando contaba con más de tres autos a mi disponibilidad.
Pero sabía que solo lo había hecho para despejarme, aunque, ahora que lo pensaba bien, sólo quería tener una excusa para no asistir a más eventos que me drenaban emocionalmente.
Apresuré mis pasos sobre el asfalto, pese a que cada vez se hacían más lentos gracias a los pinchazos de dolor en mi cabeza, había estado bajo mucho estrés durante las últimas semanas, mis padres eran la causa principal y no había tenido tiempo de descansar como me lo había sugerido Connor. Dejé escapar un suspiro que se disipó en el aire y divisé a los neoyorquinos que venían de un lado a otro, sumergidos en sus propios mundos y ajenos a lo que sucedía a sus alrededores.
Por un pequeño instante la realidad pareció irreal ante mis ojos, el mundo se quedó congelado en el tiempo, los fastidiosos sonidos se desvanecieron por completo, la cálida brisa de Nueva York no tocó mi rostro y cuando la luz del semáforo se puso en verde dándonos el paso, todo volvió a la normalidad, el encanto terminó, los sonidos resurgieron y la gente avanzó de manera automática y remota.
No fui la excepción.
Seguí mi camino con el pensamiento de que no éramos más que personas ordinarias y reemplazables, las cuales sólo existían para jugar su respectivo papel en un mundo que había visto demasiadas personas como para llevar la cuenta, nada nos diferenciaba y en unos cuantos años, seríamos olvidados.
El pensamiento no me entristeció, era cierto y hasta ese preciso instante, no había conocido a ninguna persona que me hiciera cambiar de parecer.
Por alguna razón, que en ese momento no entendí, me detuve en un pequeño café que resaltaba entre los demás restaurantes, el clima no estaba para tomarme una bebida caliente, pero las mesas redondas del local llamaron mi atención y mi paladar exigió ese líquido amargo que me sabía a vida y me daba paciencia para soportar las exigencias de mis padres, que cada vez se hacían más constantes, me estaba hundiendo en sus inalcanzables expectativas y lo último que deseaba era convertirme en alguien como mi padre.
Un hombre frío y ambicioso que solo estaba hambriento de poder.
Sin importarme el hecho de estar con treinta minutos de retraso, ni el sermón que recibiría por parte de mi madre, me adentré al lugar con una sensación cálida y desconocida abrazando mi cuerpo.
Hice a un lado todos mis pensamientos, me senté en una mesa cerca del ventanal de cristal que daba vista al exterior, observé el reloj caro que tenía en mi muñeca, el tiempo iba más rápido de lo normal, la atmósfera se sentía extrañamente cómoda y mi cuerpo carecía de esa tensión que emanaba cada vez que estaba cerca de mis padres.
Mis ojos repararon el entorno y se toparon con fotos familiares que hacían el lugar más acogedor, las paredes eran de un color verde opaco que contrastaban con el n***o de las sillas. Volví a enfocar mi atención y sonríe ante la fotografía en blanco y n***o de una chica posando de perfil, su nariz era delicada tanto como la tonalidad de su piel. Había algo que me atraía, no entendí lo que estaba pasando pero era incapaz de apartar la mirada de aquella fotografía enmarcada en la pared.
No fue hasta cuando escuché un carraspeo que aparté la mirada y me enfoqué en buscar al causante de aquel sonido ronco pero suave a la vez.
Lo encontré. >
El mundo se detuvo, dejó de girar por completo y mi respiración se agitó de golpe.
—Eres tú —balbuceé las palabras con la sorpresa distorsionando mi voz y me maldije mentalmente por no poder actuar de manera normal.
Me molestó el hecho de que ella me viese de esa manera. Por alguna extraña razón, que desconocía, no le quería dar una mala impresión. No a ella.
La chica de ojos castaños, labios pequeños, pestañas grandes y espesas cobijando sus pómulos remarcados, piel ligeramente bronceada y un cabello tan n***o como una noche sin estrellas, me miró escépticamente y esbozó media sonrisa, aunque podía ver la confusión agitándose en sus orbes.
—¿Está listo para ordenar? —preguntó en voz baja y el sonido de su voz hizo que mi corazón latiera tan fuerte que temí por mi salud.
Estaba anonadado por su belleza, por el aura inocente que poseía y por la sinceridad plasmada en cada una de sus expresiones faciales.
—¿Qué? —dije con voz queda, sin poder recuperarme de la impresión. Dios, estaba quedando como un completo idiota.
Sus labios se apretaron intentando reprimir cualquier sonido pero fue inevitable porque terminó soltando una pequeña carcajada, que no prevaleció por más de unos segundos y en ese momento supe que su risa era el único sonido que jamás me molestaría en la vida y que ansiaba volver a escucharlo.
—Pregunté si ya estaba listo para ordenar su pedido —repitió, despacio. Sacudí la cabeza y abrí la boca para hablar pero nada salió de mí—. ¿No lo está? —se apenó ante mi silencio. Pero no encontraba las palabras porque ella me había dejado sin habla, como un completo crío flechado por una chica.
Mi mirada estaba fija en su boca, en el movimiento sutil de sus labios, negué con la cabeza otra vez y me obligué a tomar una bocanada de aire antes de volver a hablar.
—¿Eres tú esa chica? —tragué grueso y señalé la fotografía colgada en la pared.
Ella miró en la dirección que apuntaba mi dedo y cuando sus ojos la encontraron, un brillo especial crispó su mirada haciéndola lucir aún más hermosa, como si eso fuese posible.
—No es mi mejor ángulo, pero es la fotografía favorita de mi padre —susurró con las mejillas sonrojadas mientras apretaba la libreta que traía en las manos.
Una tímida sonrisa rozó mis labios y mis dedos tintinearon sobre la mesa mientras luchaba contra mis instintos para no tocar sus mejillas que ahora se encontraban encendidas. Era adorable ante mis ojos.
—No estoy de acuerdo con eso —decreté sin siquiera pensarlo—, no creo que sea posible que tú tengas un mal ángulo.
Frunció el ceño y me miró con sospecha dándole tiempo a su cabeza para procesar mis palabras, incluso yo mismo estaba aturdido por lo que había dicho. Pero era la verdad.
—¿Es mi imaginación o estás insinuando que soy la mujer más hermosa del mundo? —bromeó, reprimiendo una sonrisa pero tenía la sensación de que quería disipar la tensión.
Carraspeé la garganta, me acomodé el saco y apoyé los codos sobre la mesa.
—En mi mundo definitivamente lo eres. La más hermosa de todas.
La sinceridad de mi respuesta la tomó por sorpresa. Curvó los labios en un gesto adorable y agitó las pestañas, parpadeando con desinterés. La inspeccioné detenidamente, con la tensión arterial por las nubes. Quería grabar cada uno de sus gestos y guardarlos en mi cabeza para siempre, porque estaba seguro de ella que iba a convertirse en alguien especial.
Desvió la vista como si mirarme a los ojos la estuviera quemando. Sonreí. En ese instante supe que la estaba poniendo nerviosa y la sensación que se instaló en mi pecho fue gráficamente satisfactoria.
—¿Va a querer algo? —tragó grueso antes de preguntarme algo más, intentando desviar la tensión que reposaba en el aire y que era tan densa que consiguió absorber el oxígeno.
—Tu nombre —admití sin rodeos y no tardó ni dos segundos en volver la mirada, entornando sus cálidos y expresivos ojos castaños en mi dirección.
—¿Mi nombre? —inquirió con un deje de sorpresa.
—Y tu número de móvil también —añadí enseguida.
Una suave y perezosa risa brotó de sus labios.
—¿Por qué debería darle mi nombre y mi número a un completo desconocido? —arqueó una ceja en confusión y me miró divertida a la vez.
Entendí la referencia, o al menos eso quería creer, que ella me estaba instando a dar un paso más, no dudé ni un segundo antes de extenderle mi mano con una sonrisa enorme pintada en mis labios.
—Ryan Holland, mucho gusto conocerte, desconocida —me presenté y ella puso los ojos en blanco cuando se percató de mis intenciones.
No obstante, le fue imposible ocultar que mis palabras calentaron la expresión de su rostro, sus gestos se suavizaron ante mi presencia y una luz esperanzadora se adueñó de sus ojos.
Mi mano permaneció suspendida en el aire, ella la inspeccionaba con cierta fijeza, preguntándose si tenía algo maligno y por un momento dudé de que respondiera al gesto. Mi sonrisa vaciló y cuando estaba a punto de retirarla, ella expulsó el aire atrapado y relajó los hombros.
Había ganado y no sabía qué, pero no importaba, me sentía cómo un ganador.
—Adriana Valentín —me devolvió una hermosa sonrisa que se amplió mientras estrechaba mi mano con una delicadeza que me dejó sin aliento. Sus ojos no se apartaron de los míos ni un segundo, de alguna extraña manera, supe que sentía lo mismo que yo y eso fue suficiente—, mucho gusto conocerte, desconocido —citó mis palabras y mi corazón martilleó desorbitado dentro de mi pecho.
—Ya no somos desconocidos —puntualicé sin hacer amagos de soltarla. Ella tampoco apartó su mano y me cobijé bajo ese gesto.
—No, no lo somos —susurró despacio—, ¿ahora que somos, Ryan? —sabía que no debía responder esa pregunta, era muy pronto, pero no podía quedarme callado cuando sentía que sabía la respuesta.
—Somos todo lo que tú quieras que seamos.
—¿Estás seguro? —arqueó una ceja, casi burlándose de mí.
—Con toda mi vida —no le mentí cuando dije eso.
El ajuste de su mano contra la mía se reforzó y sentí la sangre dentro de mis venas hervir con fervor. Ella lo notó por igual pero no dijo nada.
—No deberías lanzar esas palabras al aire si no las sientes de verdad—advirtió con una voz grave que me derritió el corazón—, un día alguien puede acabar creyéndoselas.
Reí por lo bajo y ladeé la cabeza.
—No soy un hombre que lance fácilmente ese tipo de palabras —aclaré—, si te las dije es porque en serio quise decir cada palabra, Adriana. ¿No me crees?
Negó con la cabeza rápidamente. Una sensación aplastante me sacudió el pecho.
—Ese es justamente el problema, Ryan, te creo —murmuró débilmente—. Te creo tanto que me asusta.
Y con eso supe que ella era todo lo que había estado esperando porque la idea de pensar en unos minutos atrás donde ella no existía en mi vida era insoportable.
Nos sonreímos el uno al otro por unos minutos que se sintieron como una eternidad en la cual sólo existíamos ella y yo. Sus labios prevalecieran firmes como su penetrante mirada sobre mí, ambos absortos por la corriente eléctrica que nos envolvía sin saber que el destino estaba obrando a su manera y que nuestras manos se sostendrían durante mucho tiempo antes de soltarse para siempre.
Parpadeo repetidamente para alejar el recuerdo de la primera vez que nos conocimos. Su belleza era sencillamente impresionante y su sonrisa casi me hizo estallar el corazón. Nunca había sentido algo como ese día. Y hasta la fecha es demasiado doloroso recordarla porque sé que jamás volveré a sentirla cerca y la sola idea hace que mis pulmones quieran colapsar. Siento que me estoy ahogando. Asfixiando. No sé por qué sigo haciéndome esto.
Necesito olvidarla, dejarla ir.
Aprieto los labios con fuerza mientras me obligo a entrar en la casa, dejando atrás a Ada. Estoy dando lo mejor de mi para no regresar a su lado. No debería haberme acercado tanto a ella, en especial por los sentimientos que comienzo a albergar, pero no pude evitar sentirme tan atraído por sus deslumbrantes ojos en ese momento.
Esos malditos estanques que brillan más que la propia luna. Tan hipnotizantes que duele verlos y no perderse en ellos. No entiendo lo que sucede conmigo. No anticipé lo que sería verla llorar, sentí que me estaban enterrando clavos en la piel y sus mejillas húmedas a causa del llanto desencadenaron todos esos putos recuerdos que tanto luché por enterrar.
Todavía me arden las yemas de los dedos con la sensación de su delicada piel contra la mía. Su aliento tan cerca de mis labios que casi pude probarla de nuevo. La necesidad de volver a tocarla es insoportable y estoy haciendo lo posible por controlarme y no volver a salir al maldito jardín para besarla una vez más y exigirle que se acuerde de mí. Que me busque entre sus recuerdos oscuros y estoy seguro que ahí me va a encontrar. Porque sé que ella no sabe que fui yo la verdadera persona con quien compartió esa noche, no tiene interés en indagar en el tema y mientras intento decirme a mí mismo que es lo mejor, también siento ganas de gritar de impotencia.
La frustración que me está comiendo vivo va a ser mi fin.
Me abro paso por la mansión, entrando por la puerta de servicio para no llamar la atención de los invitados, cada rincón del lugar me resulta familiar y revive emociones que creí extintas. Avanzo por el pasillo de mármol, siendo cuidadoso de no toparme con la servidumbre, mi único objetivo es llegar a la mesa principal donde deben estar todos esperándome, o más bien, Connor, el único que sé que se alegrará con mi presencia.
Doy una vuelta en el pasillo y mi cuerpo se pone rígido cuando mis ojos se encuentran con esos ojos azules parecidos a los míos, que me miran como si fuera una ilusión o quizá un producto de su imaginación. Su enorme sonrisa encoge mi corazón y cuando se acerca lo suficiente para estrecharme entre sus brazos, siento mis barreras tambalearse, porque su gesto me pone vulnerable y me convierte en aquel hombre que fui ocho años atrás y que con todo mi ser me niego a revivir.
—Sabía que vendrías, hermano. —No tengo fuerzas para apartarme del abrazo como debería, así que hago lo contrario.
Lo estrujo con fuerza y dejo que la calma que me transmite llene mi cuerpo, necesitando sentir que alguien todavía cree en mí.
—Bueno, si te soy realmente sincero, no tenía ganas venir —susurro fingiendo un tono despreocupado. Siento los labios temblorosos y mis ojos comienzan a arder. Parpadeo para evitar derramar lágrimas. Llorar en frente de alguien no es algo que disfrute.
—Pero estás aquí, Ryan, eso es lo único que me importa —Connor confía en mí, como nadie lo hace, que no tengo el valor para decirle que no debe hacerlo porque hace apenas unos momentos estaba a punto de besar a su esposa y que ni siquiera su nombre me pasó por la cabeza.
Eso me convierte en el peor de los hermanos.
—No deberías darme tanto crédito. No lo merezco, Connor —esta es mi forma de apiadarme de él, advirtiéndole que ya no soy el hermano que era entonces—. Un día descubrirás por qué no deberías haber confiado en mí. Lo harás y te arrepentirás de haber puesto tu fe en alguien que ya está perdido.
Lo siento tensarse contra mi cuerpo y entiendo que es la señal para liberarme de su cálido abrazo, que no sabía que necesitaba después de tanto tiempo. Nos separamos por completo y nuestras miradas vuelven a entrelazarse. Esta vez hay un atisbo de inseguridad impresa en sus gestos.
—Te mereces ser feliz, Ryan, tú más que nadie merece serlo —intenta reconfortarme—, y no hay nada que me haga arrepentirme de haber confiado en ti —la seguridad que utiliza aviva los sentimientos de culpa que comienzan a incrementar.
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—No digas que no te lo advertí, hermano.
—No lo haré —su sonrisa vacila y puedo ver un destello de desconfianza agitarse en sus orbes—, siempre me tendrás a tu lado. Incluso cuando tú no lo quieras.
Ese es el verdadero Connor, el hombre que ama a desmedidas y confía ciegamente en su hermano sin saber que será él quien le apuñalará por la espalda porque desear a su mujer no es el mayor pecado que ha cometido.