«Subestimé mi propia reputación», pensó, «cosa que no hago, como regla general».
No había ya nada que pudiera hacer al respecto, pero, mientras caminaba, se acordaba con furia de su sombrero y su capa forrada de satén rojo, que reposaban en una silla de caoba en el angosto y modesto vestíbulo de los Shangarry.
Recordó que cuando regresaron del restaurante donde habían cenado, en un salón privado para evitar ser vistos, el deseo se había encendido en ambos como una hoguera, lo que hizo que Inés lo llevara presurosa hacia la planta alta sin detenerse antes en el salón para beber la acostumbrada copa de vino.
—Deja tus cosas allí…— le había dicho ella, y en forma casi automática él se había quitado el sombrero y se había desprendido la capa de los hombros.
Después, Inés lo condujo a su habitación. La amplia falda de su vestido se movía seductoramente contra los barrotes al subir la escalera, y su cuello y sus hombros se veían muy blancos bajo la suave luz de las lámparas de gas.
«¡Me tengo bien merecido todo lo que pueda pasarme!», se dijo el Marqués con verdadera furia. «¡A mi edad, con mi experiencia, debía ya saber que no se debe confiar en nadie. . . y mucho menos en una mujer!»
Sus propias recriminaciones no atenuaban el frío que sentía. Se alejó de las caballerizas, hacia una calle donde las casas daban al pavimento.
Había avanzado apenas unos cuantos metros, cuando, algo con un ruido sordo, cayó de repente a sus pies. Instintivamente, dio un salto hacia atrás, convencido de que si le hubiera caído en la cabeza lo habría dejado sin sentido.
Miró al objeto caído: era una costosa y elegante valija, como las que solían usar las damas cuando viajaban en una diligencia o en el ferrocarril.
El Marqués, la observó sorprendido y, al mirar hacia arriba, escuchó una voz que gritaba:
—¡Auxilio! ¡Socorro!
Asombrado, vio que, exactamente sobre su cabeza, colgaba una mujer de una cuerda.
Sus amplias faldas, extendidas, parecían sostenerla en el aire.
El Marqués comprendió al instante que la cuerda no era lo suficientemente larga. Le faltaban poco más de dos metros para llegar al suelo.
—¡Socorro!— volvió a gritar ella—. ¡Auxilio!
El Marqués dio un paso adelante, levantó los brazos, y tomó a la mujer con fuerza por encima de los tobillos para sostenerla.
El cuerpo de ella era muy ligero y cuando él estuvo seguro de que la tenía sostenida con firmeza dijo:
—Puede soltarse ahora. No la dejaré caer.
Ella obedeciéndolo, se inclinó tratando de apoyar las manos en los hombros de él. El Marqués la dejó deslizarse con suavidad, sosteniéndola por último de la cintura, hasta que la vio apoyar los pies en el suelo.
Entonces se dio cuenta de que estaba vestida con sedas costosas y que se perfumaba con un fresco aroma que recordaba las flores de la primavera.
Cuando él la soltó, ella empezó a alisarse las faldas y a bajar las mangas de la ajustada chaqueta que llevaba puesta.
—Gracias— dijo—. Temí que la cuerda no fuera lo bastante larga, pero tenía que correr el riesgo.
—¿Qué ha sucedido con el caballero con quien va a fugarse?— preguntó el Marqués divertido—. ¿No debía haber llegado ya?
—¡No es nada de lo que usted se imagina!— dijo ella con voz aguda. A la luz de la luna, el Marqués advirtió que se trataba de una mujer muy joven, casi una niña, y el viento, al levantarle el ala del sombrero, descubrió una cara pequeña y puntiaguda y unos ojos enormes.
—¿No se está usted fugando con su pareja?— preguntó él.
—¡No, por supuesto que no! ¡Estoy huyendo de un hombre, no corriendo hacia él!— contestó ella—. Y si quiere saber la verdad, ¡odio a los hombres! ¡Los odio a todos!
El Marqués se echó a reír, y cuando ella lo miró sorprendida, él le explicó:
—Ese es un sentimiento que yo experimentaba a mi vez hace apenas un momento, pero el odio, en mi caso, se dirige a las mujeres.
A ella no parecieron interesarle sus palabras y se limitó a recoger su valija.
Parecía demasiado pesada para ella, pero la tomó con firmeza con ambas manos. Se la veía tan frágil, que el Marqués no pudo evitar decirle:
—Si intenta fugarse sola, yo en su lugar lo pensaría dos veces. ¡No podrá ir a ninguna parte sin nadie que vele por usted! De modo que sea buena niña, vuelva a casa y piense bien en lo que está haciendo. No creo que las cosas sean tan malas como usted cree.
—No tengo la menor intención de hacer lo que usted me dice
—En ese caso, creo mi deber obligarla a que lo haga— insistió el Marqués .
La joven lanzó un pequeño grito y soltó la valija… que fue a caer sobre un pie del Marqués, y antes que él pudiera darse cuenta de lo que sucedía, ella había echado a correr por la calle, con tal rapidez, que las faldas se le levantaban y parecían volar tras ella.
—¡Oiga! ¡Espere!— gritó el Marqués—. ¡No es nada que me incumba! ¡Deténgase, le digo!
Levantó la valija, antes de echarse a correr tras ella, pero en ese momento una sombra surgió al final de la calle y ella lanzó un grito de terror.
Moviéndose rápidamente, sin soltar la valija que, por cierto, era bastante pesada, el Marqués llegó corriendo hasta ella.
La joven forcejeaba con un hombre, uno de esos desarrapados que andan por las calles a todas horas del día y de la noche, con la esperanza de ganarse unos peniques deteniendo un caballo o, si la oportunidad se presentaba, arrebatando algún bolso de mano.
—¡Ya la tengo, caballero! ¡La atrapé!— dijo el hombre, al ver que el Marqués se acercaba.
—¡Suélteme! ¿Cómo se atreve a tocarme?— estaba diciendo la muchacha furiosa, mientras trataba de zafarse del vagabundo, que la sujetaba con ambas manos.
—¡Suéltela!— dijo el Marqués en tono autoritario.
Sacó una moneda del bolsillo y la arrojó al suelo.
—¡Ahora, váyase!
El hombre se inclinó a recoger la moneda y se marchó.
Mientras-la joven se frotaba las muñecas, el Marqués dijo:
—No hay necesidad de que huya de mí. Lo que usted haga no es asunto mío, pero creo que ya se ha dado cuenta de los peligros que acechan a las jovencitas que andan solas a esta hora de la noche.
—Esperaba encontrar un carruaje de alquiler.
—Debe haber alguno en Grosvenor Square— dijo el Marqués—. Yo voy en esa dirección y, si me permite, le llevaré la valija.
—Gracias— dijo la joven—, pensé que tal vez encontraría un cabriolé en Berkeley Square.
Se detuvo y entonces añadió:
—En realidad, nunca me he subido a un cabriolé. ¡Eso, en sí mismo, será toda una aventura!
—Si está buscando aventuras— dijo el Marqués—, podría sugerir algunas menos peligrosas que andar caminando por las calles de Londres a medianoche.
—¡No lo hago por gusto!— protestó ella airada—. ¡Tengo que escapar! Si me quedo…
Calló de pronto, corno si pensara que estaba haciendo demasiadas confidencias, y ambos continuaron caminando en silencio.
El viento que les dio en la cara al dar la vuelta por Carlos Place hizo estremecer al Marqués y comprendió que ella estaría también temblando de frío.
—Debió haber traído un abrigo para cubrirse— le dijo.
—Traigo un chal en la valija— contestó ella—, pero no habría sido fácil bajar por la cuerda con algo sobre los hombros.
—No, por supuesto que no, pero es una forma un poco incómoda de salir de casa.
—El lacayo de guardia se sienta en el vestíbulo— dijo la joven como si pensara que él era muy tonto—, y supuse que si trataba de salir por la puerta de servicio uno de los criados podía oírme. Otro lacayo duerme, también, en la despensa.
—¡Ya comprendo el problema en que se encontraba! Ella percibió la burla velada de su voz y dijo enfadada:
—Quizá a usted le parezca muy divertido, pero yo tuve que pensar las cosas con mucho cuidado. Y cuando creía que usted iba a arruinar mis planes, naturalmente, tuve que huir.
—¡Naturalmente!— aceptó el Marqués .
—Ahora todo lo que quiero es un carruaje de alquiler.
—¿Adónde desea ir? Los cocheros no siempre están dispuestos a ir muy lejos a esta hora de la noche.
—Voy a Egipto.
—¿A Egipto?
El Marqués repitió la palabra con asombro.
—Voy a buscar a mi padre.
—¿Y realmente intenta ir sola hasta allí?
—No hay nadie que pueda acompañarme— dijo ella—, y debo tomar un tren hacia Southampton lo más temprano posible, antes que mi tío descubra que he desaparecido.
El Marqués se volvió a mirarla con sorpresa. Al hacerlo, recordó repentinamente, sus propios problemas y creyó haberles encontrado una solución.
Su yate se encontraba en Southampton y si él se marchaba de Londres antes que Shangarry pudiera visitarlo para devolverle el sombrero y la capa y pedirle una explicación sobre la presencia de él en su casa, se libraría del problema de una vez por todas.
Si salía de Inglaterra, se dijo, los Shangarry tendrían que encontrar a algún otro tonto para que pagara sus cuentas. Los acreedores, era casi seguro, estarían presionándolos, y no podrían esperar el regreso del Marqués.
Eso, pensó el Marqués con una gran sensación de alivio, era exactamente lo que haría.
Se embarcaría en su yate hacia el Mediterráneo , inmediatamente, como había pensado hacerlo en un mes más.
A nadie sorprendería su decisión. La temporada de caza había terminado; había ya demasiado hielo para cazar. El dejar Londres en enero no provocaría especulación respecto a sus razones para hacerlo.
«¡Eso sería una dolorosa lección para Inés Shangarry!», pensó el Marqués con satisfacción.
—¡Maldita sea, eso es lo haré!— dijo en voz baja, y recordó de pronto que no estaba solo.
—¿Dijo usted algo?— preguntó la joven que lo acompañaba.
—Estaba hablando conmigo mismo— contestó él.
Habían llegado ya a Grosvenor Square, y cuando el Marqués miró hacia el lugar, cercano al jardín, donde casi siempre esperaba una larga hilera de coches de alquiler, tirados por hambrientos y cansados caballos, no había en esta ocasión uno solo.
—Supongo que es ya demasiado tarde— murmuró a su lado la joven con visible nerviosidad.
—Eso me temo— reconoció el Marqués—. Pero tengo una sugerencia que hacerle, que tal vez resulte útil para usted.
—¿Cuál es?
—Yo mismo voy a salir de Londres esta mañana— dijo—. También me embarcaré en Southampton y tengo que averiguar el horario de los trenes.
Se detuvo mientras hablaba, porque habían llegado a su casa. Pero un momento después continuó diciendo:
—La línea directa, como supongo que sabe, sale de Nine Elms, la estación anterior a Clapham Junction. Si me espera mientras consulto horarios en la Guía Bradshaw, creo que mis lacayos podrían conseguirle un carruaje que la llevara a la estación.
—¿Por qué no puedo ir con usted?— preguntó la muchacha.
El Marqués la miró y, a la luz de la luna, que había salido de una nube en esos momentos, ella advirtió la sorpresa que expresaba el rostro de él.
—Lo… siento— murmuró con humildad—. Comprendo que no debí haber sugerido eso.
—Creo que es una sugerencia bastante sensata— contestó el Marqués—, y perdóneme por no haberla hecho yo mismo. ¡Sucede que no me encuentro a menudo a jovencitas que desean viajar a Egipto!
—Estoy muy acostumbrada a viajar— dijo la muchacha, casi con agresividad—, así que no necesita preocuparse por mí.
—No me preocupo, pero, si de algo le sirve mi compañía, me sentiré encantado de que vayamos juntos hasta la estación.
El Marqués se acercó a la puerta de entrada de su casa. Se trataba de una impresionante mansión y la joven lo miró dudosa antes de decir:
—Supongo que no debía… entrar. . . con usted… sola…
—Si le preocupa hacer algo incorrecto— contestó el Marqués—, no veo mucha diferencia en salir de su casa deslizándose por una cuerda. Y si se siente nerviosa respecto a mis intenciones, debo decirle que me apegué estrictamente a la verdad cuando le aseguré hace un momento que odio a las, mujeres.
—Como yo odio a los hombres— dijo ella, y el Marqués no pudo menos que notar que se veía muy atractiva al sonreír.
—Entonces, estamos de acuerdo en ese sentido, aunque no lo estemos en otros aspectos— dijo el Marqués—. Creo que sería mejor que entrara, en lugar de quedarse aquí afuera, soportando el frío y exponiéndose a contraer una pulmonía.
—Gracias— contestó ella con dignidad—, en realidad, estoy helada.
El Marqués, llamó a la puerta, que el lacayo de guardia abrió casi en el acto
Al lacayo le sorprendió ver a su amo sin sombrero y sin capa, llegando aparentemente a pie, con una valija en la mano. El Marqués, le entregó la valija.
—Quiero bebidas calientes, James, y algo de comer. Haz que lleven todo a la biblioteca— ordenó—. Y dile a Hignet que vaya a verme allí.