Capitulo VII

1431 Words
El Conde yacía de pie en la sala de estar de la casa Franco, a esperas de Sonya quien nostálgica se despedía de su madre y de su abuelo. No era la primera vez que Howard refugiaba a un humano en su tribu y no tenía inconvenientes en hacerlo, así podía depurar la mala reputación que la falsa monarquía les imputó. Varios de esos refugiados agradecían el gesto apoyando su causa. -Debemos irnos. El camino es largo. –Dijo el conde, cansado de la prolongada despedida. Antes de que pudiese marcharse, Estela le entregó a su hija el único objeto de valor que la familia podía presumir, un colgante hecho de plata pura. -Nunca te lo quites. –Aconsejó la madre. Los accesorios de aquel material podían vulnerar a los vampiros, era la manera en la que los ilustres se defendían. -Estará bien, lo prometo. –Dijo el Conde. -Tu r**a es descendiente del mismísimo Lucifer. Con ustedes, mi nieta, jamás estará a salvo. – Acusó el longevo hombre. –Juró que no descansaré hasta a ver a tu r**a devuelta en el averno. -Pronto, el mundo será liberado de su falso régimen, y los humanos dejarán de vernos como sus enemigos. –Dijo el Conde apaciblemente ante el delirante extremista. Un par de calles más allá de la casa de los Francos, yacía un carruaje esperando por El conde y su acompañante, Sonya fue la primera en subirse al transporte. Howard podía sentir el temor que dominaba a la chica y todo lo que podía pensar era en las cientos de mentiras con la que su abuelo la habría envenenado. Mitos creados por la falsa monarquía que los purificadores se encargaron de esparcir en los civiles. -Me disculpo por la actitud de mi abuelo. –Vociferó la humana no más relajada. -No tienes por qué hacerlo. Tan sólo te pido que no adoptes su credo. -No será problema. ¿Qué quieres que haga con esto? –Preguntó mostrándole el colgante que su madre le obsequió. La pureza del accesorio era un riesgo para los habitantes de la tribu, quizás no implicaba la muerte, pero sí tenía el poder de debilitarlos, además de que ostentaría a la dueña como enemiga sin embargo, aquel colgante era más que un artefacto de supresión, para Sonya su valor radicaba en lo sentimental, así que Howard le permitió conservarlo. Su llegada se marcó con el atardecer y la tenue lluvia que recién empezaba. La tribu no cumplía con el aspecto que describía las historias de su abuelo donde la retrataba como un lugar sombrío, escondido entre la maleza del bosque. Maloliente por los c*******s de animales. Sonya agradecía que fuesen sólo exageraciones. Llegó hasta la que sería su albergue temporal, guiada por el conde que en ningún momento la había olvidado. Más que una casa para ella sola, era una pequeña habitación que contaba con una parcela que se entendía como el espacio de ducha. -Tienes todo lo que necesitas aquí, aunque sería conveniente que te relacionarás con los demás miembros. –Sugirió el conde. - ¿No beberán mi sangre? -Sólo los vampiros recién convertidos sienten la necesidad de sangre humana. Entiendo que todo esto es nuevo para ti, pero no tienes qué temer. Prometí que te protegería y siempre cumplo mis promesas. –Luego de explicarle un par de cosas básicas, pero esenciales, Howard salió de la estancia. Sonya era una chica de mente abierta y tolerante, el conde sabía que sería bien recibida por su gente. Se dirigía hacia su cabaña cuando fue alcanzado por Raymond con paso acelerado y temperamento furioso. - ¿Desde cuándo la tribu se había convertido en una guardería para purificadores? –Espetó el edecán, caminando a un lado de su líder. -Nunca lo ha sido. Esa niña es sólo una enferma a la que prometí curar. -Su abuelo fue el culpable de la captura de Kisha. –Regañó Raymond entre dientes, colocándose frente a Howard quien no se encogió ante la irreverencia de su ayudante. -Aún me debes muchas explicaciones con respecto a su rescate, así que no menciones ese tema. –Recordó Howard antes de despejar su camino, empujando a su interceptor. La ira de Raymond rebasó sus límites y no dudo en arremeter en contra del conde. En sólo segundos, el cabecilla y su aliado estaban protagonizando una batalla que pudo haber terminado con una víctima mortal si los demás habitantes no hubiesen interferido para separarlos. -Hice lo necesario para salvarla. Tú la hubiese dejado morir. –Reclamó Raymond siendo contenido por otros vampiros. Howard se soltó de sus agarradores con un fuerte forcejeó y se marchó, entendiéndolo como una sabia decisión porque su edecán no tenía la fuerza necesaria para vencerlo, si de nuevo se enfrentaran. (…) Los parpados del joven se levantaron, permitiendo la apreciación de sus azules ojos. Sentía dolor en todo su cuerpo, especialmente la cabeza. Reconoció que la estancia en la que despertaba era la sala de enfermería en donde sólo se atendían virtuosos del reino. Lentamente se reincorporó y se sentó sin embargo, no pudo evitar la agonía de su maltratado cuerpo. -Joven verdugo. –Dijo, entusiasta, Don modesto que llegaba para hacer su revisión rutinaria. Se posó en la parte inferior de la cama y continuó – ¿Recuerda algo de lo que sucedió? -Recuerdo todo. –Respondió Lucaccio sellando sus palabras con un gemido de dolor, al mismo tiempo que movía la cabeza, queriendo aliviar la incomodidad que sentía en su cuello. -El dolor desaparecerá en unos días. -El dolor es lo que menos me preocupa ahora. –Argumentó Lucaccio con un ápice de soberbia. – ¿Soy vampiro? -No. Tu corazón no se detuvo en ningún momento. -Eso sólo me dice que no estoy muerto, pero no satisface mi pregunta. –Replicó altanero. Don modesto rodó sus ojos en señal de desesperación. Se aproximó a una estantería, y agarró un escalpelo que allí figuraba. Regresó junto al joven y sostuvo su brazo derecho, a pesar del afán de resistencia de Luca. Deslizó el filoso objeto sobre su piel, causando en el verdugo un punzante dolor que lo motivó a recuperar su extremidad sin embargo, no evitó que la laceración sangrara. -Los vampiros carecen de flujo sanguíneo. Sin mencionar que tu sed de sangre fuera incontrolable. Me hubieras mordido en el instante en el que despertaste. –Explicó con Don modesto, indignado por la subestimación de Lucaccio. Tomó una bandita adhesiva y cubrió la herida que él mismo causó, no sin antes limpiarla. El enfermó advirtió movimiento en la entrada y desvió su mirada para encontrase con Debora quien se escondía detrás del marcó de la puerta con una tímida sonrisa dibujada en sus labios que trasladó a Lucaccio a aquellos tiempos de antaño cuando eran niños y a penas entendían la vida. Cuando su mayor preocupación eran las tareas asignadas por el instituto y su más grande temor eran los monstruos que se ocultaban en el armario. Echaba de menos esos tiempos de despreocupación y felicidad genuina. La visitante aguardó que Don modesto terminara de revisar a su amigo hasta certificar su recuperación y marcharse, para poder entrar. -Me diste un buen susto. –Dijo Debora, abrazando con vehemencia a su amigo. Luego se sentó en una silla que, casualmente, encontró a un lado de la cama. -Sigo siendo ese niño indestructible que saltaba desde grandes alturas y salía ileso. –Bromeó Lucaccio, ambos se carcajearon. Debora suspiró con pesar y le ofreció una sentida disculpa por lo que había causado, aunque el verdugo no podía guardarle rencor. Si bien el caos que ella ocasionó fue significante, Luca siempre conseguía justificarla, incluso cuando no debía. -Siendo justos, esta vez no saliste del todo ileso. –Dijo la mujer señalando sus obvias cicatrices. -Es cierto, pero esta vez no fue un simple salto. –Aclaró el rubio. – ¿Por qué lo hiciste? -Me cansé de las injusticias, es todo. –Articuló con un tono de voz tenue. -¿Y tú? ¿Por qué no lo hiciste? -¿De qué hablas? - ¿Por qué no le disparaste? –Inquirió Debora. Lucaccio fijó su vista en un punto cualquiera de la estancia, evocando aquel instante que estuvo frente a la mujer y su flecha lista para ser soltada. -No lo sé. –Abrevió Luca. Ni siquiera en sus principios en la arquería sintió tanto aprieto por arrojar una flecha. Cuando era un novato temeroso con pulso vacilante, afanándose por atinarle a su objetivo, aunque esta vez, atinarle a su objetivo fue lo que temió.
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