Capitulo VI

1296 Words
Con gran indignación, Víctor regañaba a Debora por la decisión que tomó al liberar a la vampira, un acto que se consideraba traición y era condenado con privación de libertad. La menor de los Rousseau lo sabía, pero no estaba dispuesta a quedarse con los brazos cruzados, mientras se cometía una obvia injusticia. -Es tiempo que las leyes sean renovadas, no puedes seguir asesinando a inocentes sólo… -¿Inocentes? –Replicó con incredulidad el monarca. –Esos demonios chupa sangres han asesinado más de nosotros que nosotros de ellos. -Hacen lo necesario para protegerse y evitar su exterminio. -No tienes ni idea de lo que dices. –Vociferó el primogénito, sintiéndose al borde de la exasperación. La traición de su propia hermana lo había puesto entre la espada y la pared, aun respiro del derrocamiento. La solución era indiscutible, Debora tenía que excusarse ante todo el reino sin embargo, Víctor temía que el remedio fuese peor que la enfermedad. Su hermana podía ser muy impredecible. Cuando el discurso dio por culminado, la menor de los hermanos se marchó de la estancia. Estaba cansada de ser sermoneada por su hermano quien siempre tenía algo para reprocharle. Debora jamás se sintió acoplada a la familia Rousseau, desde pequeña se consideraba la oveja negra en el rebaño de las blancas y sus problemas de salud no sumaban puntos a su favor. Se detuvo al cruzar por enfrente de la habitación en la que curaban a Lucaccio y, motivada por un gran sentimiento de culpa, decidió asomarse para averiguar su condición. El joven verdugo estaba acostado sobre su propia espalda con un manto que cubría sólo la parte inferior de su cuerpo. Don modesto, de pie a un lado de la cama, colocaba sobre la frente del rubio pañuelos húmedos para normalizar su temperatura. -¿Puedo pasar? –Preguntó Debora desde la entrada. El longevo hombre respondió afirmativamente, así que penetró la estancia hasta posarse al lado contrario de la cama, quedando de frente al cuidador. Debora miraba con gran alivio a su apreciado amigo, mientras enredaba sus frágiles dedos en las hebras doradas de su cabello. Agradeció que el incidente con el vampiro no fuera de mayor magnitud. No estaba segura de cómo continuar su vida sin su confidente, tampoco lograba entender por qué no disparó cuando huía con Kisha. Los años de experiencia lo habían convertido en un arquero de gran precisión, pudo haber soltado la flecha sin riesgo ningún de lastimarla, aunque con la certeza de clavarla en la vampira. Un suave toque a la puerta atrajo la atención de Debora y Don modesto, ambos desviaron la mirada en esa dirección. -Mi reina, adelante. – Dijo Don modesto al advertir que la inesperada visitante era Venecia. -Lamento interrumpir. –Dijo la recién llegada entrando. Finalmente se detuvo en la parte inferior de la cama en la que yacía el enfermo. -Por un momento pensé que había muerto. –Dijo simpática Debora. -Los vampiros no asesinan a los humanos, tampoco a otros vampiros. Si alguno lo hiciera sería sacrificado por su propia r**a. –Explicó el anciano hombre. Cautivando la atención de las mujeres, especialmente de Venecia quien recordaba la razón por la que sentía regocijo cuando algunas de las criaturas sobrenaturales eran asesinadas. -¿Creí que éramos sus enemigos? –Cuestionó Debora. -Para nosotros sí lo son, pero ellos nos ven de otra forma. Según su creencia. –Dijo Don modesto. –Ellos son siervos del señor con un solo propósito de vida: proteger su creación, es decir la tierra y con ella los humanos. -¿Protegernos de qué? –Preguntó, de nueva cuenta, la hermana del monarca. - De quienes ellos creen los verdaderos demonios, los híbridos. –Dijo Don modesto enfatizando su mirada sobre Debora quien no se percató de este acusativo gesto sin embargo, Venecia sí lo hizo. Un guarda del reino se apareció para informarle al longevo purificador que su presencia era requerida fuera de la estancia en la que ya se encontraba. Sin poderse negar, Don modesto se marchó detrás del hombre de seguridad. Las mujeres emparentadas por el rey quedaron abismadas en el sosiego, Venecia con los turbios recuerdos de lo que sucedió hace dieciséis años. La reina había crecido en el seno de una familia Italiana. Ella, sus dos hermanas y sus padres eran el estereotipo de la perfección, sin discusiones u otros conflictos, pero una noche toda aquella felicidad que despilfarraban fue aniquilada por una legión de vampiros que penetraron en la morada de la familia Bertolucci y asesinaron a cada m*****o quienes dormitaban, ajenos a las intenciones de los intrusos. Venecia se hallaba en un internado a miles de kilómetros cuando el atentado ocurrió. Era la razón por la que la reina repelía a los demonios. (…) La oscuridad de la noche era interrumpida por el suave brillo de la fogata, encendida para celebrar la salvación de Kisha. En miles de años de historia, ella era la primera que, después de haber sido aprisionada, sobrevivía para contarlo. Era una buena excusa para bailar y reír alrededor de la luz del fuego como al principio de la humanidad. Desde una ventana de su cabaña, Howard observaba la alegría que colmaba en su tribu sin embargo, su mente estaba abismada en un mar de incógnitas que lo inquietaban y sólo Raymond tenía las respuestas que saciaran su curiosidad. El Conde abandonó su lugar de vigilia al advertir a su edecán acercarse hasta su sencilla morada. Se acomodó en el sofá más amplío de la sala de estar a corta distancia de la mesita de madera que adornaba la mitad de la estancia, sobre ella figuraba una botella de cristal con la singular forma de una lágrima. El vampiro la tomó y vertió en un pequeño vaso un poco del líquido color ámbar que yacía en su interior y su suave olor a incienso inundó su espacio hasta embriagarlo sutilmente. -Adelante. –Dijo el Conde cuando oyó el llamado a la puerta. -¿Querías verme? –Inquirió Raymond dejándose ver desde la entrada. -Así es. Quería felicitarte por tu osado acto de hoy. –Articuló Howard mientras rellenaba un segundo vaso con el mismo licor con el que se deleitaba para ofrecérselo a su visitante. Raymond miraba con suspicacia al hombre sumergido en la oscuridad de su propio hogar, no era su costumbre alabar a sus adeptos. No importaba cuán significante hubiese sido su hazaña, siempre se abstenía de hacer comentarios como el que recién vociferó. El visitante se aproximó al cabecilla de su tribu y recibió el vaso que extendía. Luego se sentó donde Howard pudiera verlo. -¿Podrías contarme cómo la salvaste? –Volvió a hablar el Conde, sellando sus labios con un sorbo de licor. -Aproveché un momento de confusión generado de forma repentina. –Mintió el edecán. Si su líder se enterase que la hermana del monarca tuvo participación en su plan se enloquecería. -¿Sólo así? –Inquirió con desconfianza. -¿Una distracción fue suficiente para vulnerar la fortaleza del castillo? -Fui sigiloso al hacerlo. –Abrevió Raymond tratando de no perder la calma. Sus dotes sobrehumanos y su sexto sentido no funcionaban entre su misma especie, así que Howard era incapaz de descifrar las emociones que en ese momento dominaban a su compañero, de lo contrario hubiese sido bastante fácil saber que mentía. -Márchate. –Raymond vació con un solo trago su vaso y siguió la orden. Aborrecía tener que dar explicaciones de todo lo que hacía, más aún cuando era consciente que el peso de la verdad era una carga que abatiría al Conde. Seguiría haciéndolo al menos hasta poder desvalorizar su código de lealtad y derrocar la falsa monarquía sin importar la decisión del pueblo.
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