CAPÍTULO DOS
Mackenzie sintió cómo le recorría el cuerpo un escalofrío mientras Ellington conducía por la ruta estatal 47, adentrándose en el corazón de la Virginia rural. Por aquí y por allá surgían unos cuantos maizales, que venían a romper la monotonía de los vastos campos y bosques. La cantidad de maizales no estaba a la altura de los que ella conocía tan bien en Nebraska, pero solo con verlos, le hacían sentir un poco incómoda.
Afortunadamente, cuanto más se acercaban a Stateton, menos maizales veían. Les reemplazaban hectáreas de terrenos donde una serie de empresas madereras locales acababan de talar todos los árboles.
En el curso de sus investigaciones sobre la zona durante el trayecto de cuatro horas y media para llegar hasta aquí, Mackenzie había visto que la localidad vecina contaba con una distribuidora de madera bastante grande. No obstante, en lo que se refería a la localidad de Stateton, solamente contaba con la Residencia Wakeman para Invidentes, unas cuantas tiendas de antigüedades y poco más.
“¿Te dicen esos archivos del caso alguna cosa de la que todavía no me he enterado? Es difícil leer el constante flujo de emails desde el asiento del conductor”.
“La verdad es que nada”, dijo ella. “Parece que vamos a tener que proceder como hacemos habitualmente. Visitar a las familias, la residencia para ciegos, cosas así”.
“Visitar a las familias… eso debería resultar sencillo en un pueblecito como este donde se casan entre parientes, ¿eh?”..
Mackenzie se sorprendió al principio, pero después lo dejó pasar. Durante las pocas semanas que habían pasado juntos como lo que suponía podía denominarse “una pareja”, ya se había dado cuenta de que Ellington tenía un sentido del humor relativamente activo; aunque, en ocasiones, podía ser bastante n***o.
“¿Has pasado alguna vez mucho tiempo en un sitio como este?”., preguntó Mackenzie.
“En campamentos de verano”, dijo Ellington. “Es un periodo de mi adolescencia que prefiero olvidar. ¿Y tú? ¿Alguna vez fue así de malo en Nebraska?”..
“No como esto, pero a veces resultaba inhóspito. Hay veces que creo que prefiero la tranquilidad que hay aquí, en lugares como este, antes que el caos de tráfico y de gente en lugares como DC”.
“Claro, creo que puedo entender eso”.
A Mackenzie le resultaba divertido poder conocer mejor a Ellington sin las restricciones de una relación s****l tradicional. En vez de conocerse el uno al otro durante cenas en restaurantes de lujo o largos paseos por el parque, se habían conocido durante trayectos en coche y durante el tiempo que habían pasado en los despachos y las salas de conferencias del FBI. Y lo cierto es que había disfrutado cada minuto de todo ello. A veces se preguntaba si en algún momento se llegaría a cansar de conocerle cada vez más.
Por el momento, no estaba muy convencida de que eso fuera posible.
Por delante suyo, una pequeña señal a un lado de la carretera les dio la bienvenida a Stateton, Virginia. Un camino de dos carriles les llevó a través de otra arboleda. Había unas cuantas casas con sus jardines que rompían la monotonía del bosque durante una milla más o menos antes de que les sustituyera algún signo que indicara la presencia de un pueblo.
Pasaron junto a un restaurante de comidas económicas, una barbería, dos tiendas de antigüedades, una tienda de suministros para granjeros, dos tiendas de comestibles, una oficina de correos, y entonces, como a unas dos millas más allá de todo ello, un edificio perfectamente cuadrangular de ladrillo justo a la salida de la carretera principal. Una señal muy militar que había en la parte delantera leía Departamento de Policía y Penitenciaría de Stateton.
“¿Has visto algo como esto antes?”., preguntó Ellington. “¿Un departamento de policía y la cárcel del condado en el mismo edificio?”..
“Unas cuantas veces en Nebraska”, dijo Mackenzie. “Creo que es bastante habitual en lugares como este. La cárcel de verdad más cercana a Stateton está en Petersburg, y eso está como a unas ochenta millas, creo recordar”.
“Por Dios, este sitio es realmente pequeño. Deberíamos solucionar este asunto bastante rápido”.
Mackenzie asintió mientras Ellington se metía al aparcamiento del edificio grande de ladrillo que parecía estar plantado literalmente en medio de ninguna parte.
Y lo que le recorría la mente, aunque no lo dijera, era: Espero que no nos hayas acabado de gafar.
***
Mackenzie olió el aroma de café y de algo parecido al Febreeze cuando entraron a la pequeña recepción delante del edificio. Tenía bastante buen aspecto por dentro, pero se trataba de un edificio antiguo. Se podía ver que tenía solera en las grietas que había en el techo y en la evidente necesidad de una nueva moqueta en el recibidor. Había un escritorio enorme contra la pared y a pesar de tener el mismo aspecto envejecido del resto del edificio, parecía bien conservado.
Había una mujer madura sentada detrás del escritorio, revolviendo dentro de un archivador grande. Cuando oyó entrar a Mackenzie y a Ellington, levantó la vista con una amplia sonrisa. Era una sonrisa hermosa, aunque también dejaba ver su edad. Mackenzie adivinó que estaría a punto de cumplir los setenta años.
“¿Son ustedes los agentes del FBI?”., preguntó la anciana dama.
“Sí señora”, dijo Mackenzie. “Yo soy la agente White y este es mi compañero el agente Ellington. ¿Está por aquí el alguacil?”..
“Así es”, dijo ella. “De hecho, me ha pedido que os envíe directamente a su despacho. Está realmente ocupado respondiendo a llamadas acerca de esta última muerte tan horrible. Iros al pasillo de la izquierda, su despacho es la última puerta a la derecha”.
Siguieron sus instrucciones y mientras iban de camino por el largo pasillo que llevaba a la parte de atrás del edificio, Mackenzie se sintió conmocionada por el silencio del lugar. En medio de un caso de asesinato, hubiera podido esperar que el lugar estuviera hirviendo de actividad, a pesar de que se encontrara en medio de ninguna parte.
Mientras ser dirigían a la parte de atrás del pasillo, Mackenzie notó unos cuantos signos que habían pegado en las paredes. Uno de ellos decía: El Acceso a la Cárcel Requiere una Llave. Otro decía: ¡Todas las Visitas a la Cárcel Deben ser Permitidas por Oficiales del Condado! ¡Ha de Presentarse el Permiso al Hacer la Visita!
Su mente empezó a acelerarse con ideas sobre el mantenimiento y la normativa que debían observarse en un lugar donde la cárcel y el departamento de policía compartían el mismo espacio. Le resultaba de lo más fascinante, pero antes de que su cabeza pudiera avanzar más, llegaron al despacho que había al final del pasillo.
Se habían pintado unas letras doradas en la porción de cristal en la parte superior de la puerta, que decían Alguacil Clarke. La puerta estaba medio abierta, así que Mackenzie la abrió del todo lentamente para escuchar una voz fuerte de hombre. Cuando atisbó al interior, vio a un hombre corpulento sentado detrás del escritorio, hablando en voz muy alta por el teléfono que reposaba sobre la mesa. Había otro hombre sentado en una silla en un rincón, tecleando con furia en su teléfono móvil.
El hombre detrás del escritorio—el alguacil Clarke, supuso Mackenzie—se interrumpió a sí mismo cuando ella abrió la puerta.
“Un minuto, Randall”, dijo. Entonces cubrió el auricular y alternó la mirada entre Mackenzie y Ellington.
“¿Sois del Bureau?”., preguntó.
“Lo somos”, dijo Ellington.
“Gracias a Dios”, suspiró. “Dadme un segundo.” Entonces destapó el auricular y continuó con su otra conversación. “Mira, Randall, acaba de llegar la caballería. ¿Estarás disponible en quince minutos? ¿Sí? De acuerdo, muy bien. Nos vemos luego”.
El hombre corpulento colgó el teléfono y dio la vuelta a su escritorio. Les tendió una mano rechoncha, acercándose primero a Ellington. “Encantado de conoceros”, dijo. “Soy el alguacil Robert Clarke. Este,” dijo, asintiendo con la cabeza hacia el hombre que estaba sentado en el rincón, “es el agente Keith Lambert. Mi asistente se encuentra patrullando las calles en este momento, haciendo lo que puede por encontrar alguna clase de pista en medio de este torbellino en rápida expansión”.
Casi se olvida de Mackenzie una vez terminó de estrecharle la mano a Ellington, y se la acabó tendiendo casi como si se acabara de dar cuenta de su presencia. Cuando Mackenzie le estrechó la mano, hizo las presentaciones, con la esperanza de que eso le diera a entender que ella era tan capaz de liderar esta investigación como los hombres que había en el despacho. Al instante, los viejos fantasmas de Nebraska empezaron a remover las cadenas en su mente.
“Alguacil Clarke, soy la Agente White y este es el agente Ellington. ¿Va a ser nuestra conexión en Stateton?”..
“Cielito, voy a ser vuestro casi todo mientras estéis aquí”, dijo. “El cuerpo de policía para todo el condado cuenta con la cifra extraordinaria de doce personas. Trece si contamos a Frances en la recepción y el servicio de emergencia. Con esta serie de asesinatos que están sucediendo, todos estamos desempeñando demasiadas tareas”.
“Bueno, veamos qué podemos hacer para aligerar su carga”, dijo Mackenzie.
“Ojalá fuera tan sencillo”, dijo él. “Aunque resolvamos este maldito caso hoy mismo, voy a tener a la mitad del comité de supervisores del condado dándome problemas”.
“¿Y eso por qué?”., preguntó Ellington.
“En fin, porque los periódicos locales se acaban de enterar de quién era la víctima. Ellis Ridgeway. La madre de un politiquillo despreciable de mierda que está en ascenso. Algunos hasta dicen que puede que llegue al Senado en otros cinco años más”.
“¿Y de quién se trata?”., preguntó Mackenzie.
“Se llama Langston Ridgeway. Tiene veintiocho años y se cree que es el maldito John F. Kennedy”.
“Ah, ¿sí?”., dijo Mackenzie, un tanto sorprendida de que no se hubiera incluido eso en los informes.
“Sí. Y no tengo ni idea de cómo se enteró de eso el periódico local. Esos imbéciles no pueden ni deletrear correctamente la mitad del tiempo, pero se han enterado de esto”.
“Vi las señales de la Residencia Wakeman para Invidentes mientras veníamos de camino,” dijo Mackenzie. “Solo está a seis millas de aquí, ¿no es cierto?”. .
“Exactamente”, dijo Clarke. “Ahora estaba hablando con Randall Jones, el director de la residencia. Estaba hablando por teléfono con él cuando llegasteis hace un minuto. Y está allí ahora mismo para responder cualquier pregunta que tengáis. Cuanto antes, mejor. Tiene a los de la prensa y a los peces gordos del condado llamándole y volviéndole loco”.
“Muy bien, pues vayamos allí”, dijo Mackenzie. “¿Vas a venir con nosotros?”..
“De ninguna manera, cielo. Estoy hasta las orejas con lo que tengo aquí. Pero os ruego que regreséis cuando acabéis con Randall. Os ayudaré de cualquier manera que pueda, pero sinceramente… me encantaría que agarrarais esta pelota y os pusierais a jugar vosotros con ella”.
“No hay problema”, dijo Mackenzie. No sabía muy bien cómo manejar a Clarke. Era directo y brutalmente honesto, lo cual estaba muy bien. También parecía encantarle lo de soltar profanidades. También pensó que, cuando le llamaba cielito, no le estaba insultando realmente. Era solo esa clase de encanto sureño tan peculiar.
Además, el hombre estaba increíblemente estresado.
“Regresaremos de inmediato cuando terminemos en la residencia,” dijo Mackenzie. “Por favor, llámanos si oyes cualquier cosa entre ahora y entonces”.
“Por supuesto”, dijo Clarke.
En el rincón, todavía tecleando en su teléfono, el agente Lambert gruñó para mostrar que estaba de acuerdo.
Tras pasar menos de tres minutos en el despacho del alguacil Clarke, Mackenzie y Ellington descendieron por el pasillo de nuevo y salieron por la puerta principal tras atravesar la recepción. La señora mayor, que Mackenzie asumió era la Frances que había mencionado Clarke, les saludó precipitadamente mientras salían de la comisaría.
“En fin, eso fue… interesante”, dijo Ellington.
“El hombre está hasta arriba de trabajo”, dijo Mackenzie. “Ten compasión”.
“A ti solo te cae bien porque te llama cielito”, dijo Ellington.
“¿Y?”., dijo ella con una sonrisa.
“Eh, yo también puedo empezar a llamarte cielito”.
“No, te lo ruego”, le dijo ella mientras se montaban en el coche.
Ellington condujo durante un kilómetro por la autopista 47 y después giró a la izquierda para meterse en una carretera secundaria. De inmediato, vieron el letrero de la Residencia Wakeman para Invidentes. A medida que se aproximaban a la propiedad, Mackenzie empezó a preguntarse por qué habría elegido alguien una ubicación tan arbitraria y aislada para una residencia para ciegos. Seguramente había algún tipo de significado psicológico en todo ello. Quizá lo de estar ubicados en medio de ninguna parte les ayudara a relajarse, al estar alejados de los constantes ruidos y zumbidos de una ciudad más grande.
Lo único que sabía con certeza era que, a medida que se espesaba el bosque a su alrededor, se empezaba a sentir más separada del resto del mundo. Y por primera vez en largo tiempo, casi anheló las visiones familiares de esos maizales de su juventud.