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Antes De Que Sienta (Un Misterio con Mackenzie White—Libro 6)

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De Blake Pierce, el autor de éxitos de ventas como ONCE GONE (un #1 con más de 900 críticas de cinco estrellas), llega el libro #6 en una trepidante serie de misterio con Mackenzie White.

En ANTES DE QUE SIENTA (Un Misterio con Mackenzie White—Libro 6), la agente especial del FBI Mackenzie White se topa con un caso donde las víctimas no encajan con ninguno de los perfiles que ella haya conocido hasta ahora: sorprendentemente, todas las víctimas son ciegas.

¿Significa eso que el asesino también es ciego?

Sumergida en la subcultura de los ciegos, Mackenzie se esfuerza por entender, encontrándose fuera de su elemento mientras transita por el estado, corriendo entre hogares comunitarios y casas privadas, entrevistando a cuidadores, bibliotecarias, expertos y psicólogos.

Aun así, a pesar de contar con las mentes más capaces del país, Mackenzie parece incapaz de evitar la serie de asesinatos.

¿Acaso se ha encontrado por fin con su némesis?

Un thriller psicológico de suspense trepidante, ANTES DE QUE SIENTA es el libro #6 de una nueva e impactante serie—con una nueva protagonista—que le dejará pasando páginas hasta altas horas de la noche.

También de Blake Pierce, ya está disponible a la venta ONCE GONE (Un Misterio con Riley Paige—Libro #1), un #1 éxito de ventas con más de 900 críticas de cinco estrellas—¡y una descarga gratuita!

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PRÓLOGO
PRÓLOGO Ya había leído el libro doce veces por lo menos, pero no le importaba. Era un buen libro y hasta se las había arreglado para darle a cada personaje su propia voz. También ayudaba que se tratara de uno de sus libros favoritos— La Feria de las Tinieblas de Ray Bradbury. Para la mayoría, puede que pareciera un libro extraño que leer a los residentes de un hogar para ciegos, pero parecía que todos aquellos a los que se lo había leído estaban encantados. Se estaba acercando al final, y su último residente lo estaba devorando. Ellis, una mujer de cincuenta y siete años, le había contado que había nacido ciega y que había vivido en la residencia los últimos once años, después de que su hijo decidiera que ya no quería cargar con el peso de una madre ciega, y la llevara a la Residencia Wakeman para Invidentes. Parece que le cayó bien a Ellis de inmediato. Más adelante le dijo que no había hablado de él más que con unos cuantos residentes porque le gustaba tenerle para ella sola. Y eso le parecía bien. De hecho, eso resultaba realmente perfecto desde su punto de vista. Y lo que era incluso mejor, hace unas tres semanas ella había insistido en que salieran de los límites de la residencia; quería disfrutar de su cuentacuentos al aire libre, con la brisa dándole en la cara. Y a pesar de que no había mucha brisa el día de hoy—que hacía un calor aplastante—eso le parecía bien. Estaban sentados en un pequeño rosal que había como a media milla de la residencia. Se trataba, le dijo ella, de un lugar que visitaba con frecuencia. Le gustaba el olor de las rosas y el zumbido de las abejas. Y ahora, su voz, contándole la historia de Ray Bradbury. A él le encantaba caerle tan bien. Ella también le caía bien a él, la verdad. Ellis no interrumpía su lectura con cientos de preguntas como algunos otros hacían. Simplemente se sentaba allí, con la mirada enfocada en un espacio que no había visto nunca de verdad, y se quedaba colgada de cada una de sus palabras. Cuando llegó al final de un capítulo, miró su reloj de pulsera. Ya se había quedado diez minutos más de su tiempo habitual. No tenía más visitas planeadas para el día de hoy, pero tenía planes para más tarde por la noche. Colocó el marcapáginas dentro del libro, y dejó el libro a un lado. Sin la historia para distraerle, se dio cuenta de que el calor sureño le resultaba realmente abrumador. “¿Eso es todo por hoy?”., preguntó Ellis. Él sonrió ante su observación. No dejaba de sorprenderle lo bien que los demás sentidos venían a reemplazar la falta de visión. Ellis le había oído moverse en el banquito cerca del centro del jardín de rosas, y después el suave sonido que hizo al posar el libro en su pierna. “Sí, me temo que sí”, dijo él. “Ya he abusado de tu hospitalidad diez minutos de más”. “¿Cuánto queda?”., preguntó ella. “Unas cuarenta páginas, así que lo terminaremos la semana que viene. ¿Suena bien?”.. “Suena perfecto”, dijo ella. Entonces frunció ligeramente el ceño y añadió: “¿Te importa que te pida… en fin, ya sabes… es una tontería, pero…” “No, está bien, Ellis”. Se inclinó más cerca de ella y dejó que le tocara la cara. Ella le pasó las manos por el contorno de su rostro. Él entendía que lo necesitara (y Ellis no había sido la única mujer invidente que le había hecho esto) pero seguía resultándole de lo más incómodo. Una breve sonrisa apareció en los labios de Ellis mientras recorría su cabeza y retiraba las manos. “Gracias”, dijo ella. “Y gracias por leerme. Estaba preguntándome si tenías algunas ideas para el siguiente libro”. “Depende de lo que te apetezca”. “¿Un clásico, quizás?”. “Esto es Ray Bradbury”, dijo él. “Es lo más clásico que puedo llegar a ser. Creo que tengo El Señor de las Moscas tirado por alguna parte”. “Ese es sobre los niños que se quedan abandonados en la isla, ¿verdad?”. “En pocas palabras, sí”. “Suena bien, pero este… este de La Feria de las Tinieblas es estupendo. ¡Buena elección!”. “Sí, es uno de mis favoritos”. Él se sentía bastante satisfecho de que ella no pudiera ver la sonrisa malvada que se había dibujado en su rostro. Sin duda, se acerca la feria de las tinieblas, pensó. Recogió su libro, usado y machacado tras años de uso, que había abierto por primera vez hacía treinta años. Esperó a que ella se pusiera en pie junto a él, como una cita impaciente. Ellis tenía su bastón con ella, pero rara vez lo usaba. El camino de regreso a la Residencia Wakeman para Invidentes fue breve. A él le gustaba observar la expresión de concentración en su cara cuando se ponía a caminar. Se preguntaba cómo debe ser eso de confiar en todos los demás sentidos para moverse por el mundo. Debe de ser agotador maniobrar por un entorno sin ser capaz de verlo. Mientras estudiaba su cara, su esperanza era, principalmente, que Ellis hubiera disfrutado de la parte del libro que había escuchado. Sujetó su libro con fuerza, casi un poco decepcionado de que Ellis no fuera a averiguar jamás su final. * Ellis cayó en la cuenta de que estaba pensando en los jovencitos de La Feria de las Tinieblas. En el libro era el mes de octubre. A ella le gustaría que también fuera octubre aquí, pero no… era finales de julio en el sur de Virginia, y no creía que pudiera hacer más calor del que hacía. Incluso después de planear su paseo justo antes del crepúsculo, todavía tenían una temperatura cruel de 32 grados según Siri en su iPhone. Tristemente, se había hecho una experta en Siri. Era una manera excelente de pasar el tiempo, hablando con su estirada vocecita robótica, informándole de trivialidades, novedades sobre el tiempo, y resultados deportivos. Había unos cuantos expertos en tecnología en la residencia que se encargaban de que todas sus cosas en el ordenador estuvieran siempre actualizadas. Tenía un MacBook cargado con iTunes y una discoteca bastante importante. También tenía el último iPhone y hasta una aplicación de lujo que respondía a un dispositivo agregado que le permitía interactuar en Braille. Siri le acababa de decir que había treinta grados en el exterior. Eso parecía imposible, ahora que casi eran las 7:30 de la tarde. Oh, en fin, pensó. Un poco de sudor nunca le hizo daño a nadie. Pensó en olvidarse de su paseo por hoy. Era un paseo que daba al menos cinco veces por semana, y ya lo había recorrido hoy para reunirse con el hombre que venía a leerle. No es que necesitara el ejercicio, pero… en fin, tenía ciertos rituales y rutinas. Le hacían sentirse como una persona normal. Le hacían sentir en sus cabales. Además, había algo especial en el sonido de la tarde cuando se estaba poniendo el sol. Podía sentir cómo caía el sol y escuchar algo parecido a un zumbido eléctrico en el aire mientras el mundo se quedaba en silencio, atrayendo el crepúsculo con la noche pisándole los talones. Por tanto, decidió ir a dar un paseo. Dos personas dentro de la residencia le dijeron adiós, dos voces familiares—una de ellas sonaba aburrida, la otra con un júbilo apagado. Agradeció la sensación del aire fresco en su cara cuando salió al jardín principal. “¿A dónde demonios vas, Ellis?”.. Era otra voz conocida, el director de Wakeman, un hombre jovial llamado Randall Jones. “A dar mi paseo habitual”, le respondió. “¡Pero es que hace tanto calor! Date prisa con ello. ¡No quiero que te desmayes!”. “O que me salte ese ridículo toque de queda”, dijo ella. “Sí, o eso”, dijo Randall con algo de ironía. Continuó con su paseo, sintiendo como la presencia acechante de la residencia se alejaba tras ella. Sintió un espacio abierto por delante, y el jardín que la esperaba. Más allá estaba el pavimento y, media milla más adelante, el jardín de rosas. Ellis odiaba la idea de que tuviera casi sesenta años y le impusieran un toque de queda. Lo entendía, pero le hacía sentir como una niña. Aun así, aparte de su falta de visión, la verdad es que tenía un buen arreglo en la Residencia Wakeman para Invidentes. Hasta contaba con ese agradable hombre que venía a leerle una vez a la semana—en ocasiones dos. Sabía que también leía para algunos más, pero se trataba de gente que estaba en otras residencias. Aquí en Wakeman, ella era la única a la que leía. Le hacía sentir que era su preferida. Él se había quejado de que a la mayoría de los demás les gustaban las novelas románticas o esos éxitos de ventas para besugos. No obstante, con Ellis, podía leer cosas que le gustaban. Hace dos semanas, habían terminado con Cujo de Stephen King. Y ahora estaban con este libro de Bradbury y— Hizo una pausa en su paseo, y elevó la cabeza ligeramente. Pensó que había escuchado algo cerca de ella, pero después de detenerse, no lo volvió a oír. Seguramente no es más que un animal que está atravesando el bosque a mi derecha, pensó. Después de todo, estamos al sur de Virginia… y hay muchos bosques y montones de bichos que viven en ellos. Dio unos golpecitos con su bastón por delante de ella, sintiéndose extrañamente reconfortada por el familiar clic-clic que hacía al golpear el pavimento. A pesar de que, obviamente, no había visto jamás el pavimento ni la carretera que la bordeaba, se los habían descrito en varias ocasiones. Además, se había hecho una especia de fotografía mental, conectando olores con las descripciones de las flores y los árboles que le habían proporcionado algunos de los asistentes y cuidadores de la residencia. En menos de cinco minutos, ya podía oler las rosas que había unos metros más adelante. Podía escuchar a las abejas zumbando a su alrededor. A veces, pensaba que hasta podía oler a las abejas, cubiertas de polen y de la miel que estaban produciendo en alguna otra parte. Conocía tan bien el sendero que llevaba al jardín de rosas que hubiera podido recorrerlo sin necesidad de usar el bastón. Lo había recorrido al menos mil veces durante los once años que había estado en la residencia. Venía aquí para reflexionar sobre su existencia, sobre cómo se habían hecho tan difíciles las cosas que su marido le había dejado hacía quince años y después su hijo hacía ya más de once. No echaba de menos al cabrón de su marido para nada, pero echaba en falta la sensación de unas manos masculinas en su piel. Si era honesta consigo misma, esa era una de las razones por las que disfrutaba de tocar el rostro del hombre que le leía. Tenía una barbilla saliente, pómulos altos, y una de esas voces con acento sureño que resultaban adictivas. Podría haberle estado leyendo la guía telefónica que ella lo hubiera disfrutado igualmente. Estaba pensando en él cuando se dio cuenta de que estaba entrando al perímetro familiar del jardín. El cemento estaba endurecido y nuevecito bajo sus pies, pero todo lo demás delante de ella parecía suave y atrayente. Se detuvo por un momento y descubrió que, como solía ser habitual por las tardes, tenía todo el espacio para ella sola. No había nadie más allí. Una vez más, se detuvo. Oyó algo por detrás suyo. Lo sentí, también, pensó. “¿Quién anda ahí?”., preguntó. No obtuvo respuesta. Había salido así de tarde porque sabía que el jardín estaría vacío. Muy pocos salían después de las seis de la tarde porque la localidad de Stateton, donde se encontraba la Residencia Wakeman para Invidentes, era un lugar diminuto. Cuando había salido a la calle quince minutos antes, había afinado el oído por si había algún movimiento de alguna otra persona en el jardín de la entrada y no había oído a nadie. Tampoco había oído a nadie por el pavimento mientras bajaba al jardín. Cabía la posibilidad de que pudiera haber alguien afuera con la intención de acercársele por detrás y asustarle, pero eso podría resultar arriesgado. En este pueblo, ese comportamiento tenía repercusiones, y había leyes impuestas por un cuerpo de policía tradicionalmente sureño que no se andaba con chiquitas en lo que se refería a adolescentes y abusones locales que trataran de meterse con los discapacitados. Y, sin embargo, ahí estaba de nuevo. Escuchó el ruido, y ahora la sensación de que había alguien allí se hizo más intensa. Olió a alguien. No era un mal olor en absoluto. De hecho, le resultaba familiar. El miedo le recorrió por dentro, y abrió la boca para gritar. Antes de que pudiera hacerlo, por sorpresa, sintió una presión enorme alrededor de su garganta. También sintió algo más, que emanaba de la persona en cuestión como si fuera calor. Odio. Se atragantó, incapaz de chillar, de hablar, de respirar, y sintió cómo se caía de rodillas. La presión se intensificó alrededor de su cuello y ese sentimiento de odio pareció penetrarle cuando el dolor se expandió por todo el cuerpo y, por primera vez, Ellis se sintió aliviada de estar ciega. Mientras sentía como se le escapaba la vida, se sintió aliviada de no tener que posar la vista en el rostro del mal. En vez de ello, lo único que tenía para darle la bienvenida a lo que fuera que le esperara después de esta vida era esa oscuridad demasiado familiar detrás de sus ojos.

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