El sábado por la mañana conducíamos por París, dirigiéndonos a un destino sorpresa, según había dicho Emmett antes de salir. Él había llegado a casa el viernes anunciando que había cambiado los boletos de avión para esa misma tarde porque debíamos estar listos muy temprano en la mañana. Así que ahí estábamos, estacionando al borde de la acera en un lugar que yo no reconocía. —Bien, ¿estamos listos? —preguntó Emmett. Eran las ocho apenas, normalmente mi hijo y yo no éramos madrugadores los fines de semana, por lo que ni Elliott ni yo estábamos de muy buen humor, pero él, en cambio, parecía muy entusiasmado. —Eso creo. ¿Piensas decirme a dónde iremos? —pregunté mientras me quitaba el cinturón. —Al jardín de aclimatación. —¿El qué? —pregunté una vez más entre risas. —¿Jamás has venido?