Llevamos más de unos veinte minutos comiendo en total silencio. Luego de ese comentario tan insolente de parte de la señorita, el ambiente se volvió algo pesado. Decir que me estoy mordiendo la lengua es quedarse corto, deseo dejar a un lado mi profesionalismo y cantarle sus cuatro verdades a la niña que tengo sentada justo frente de mí. El padre se mantiene algo tenso e incómodo en su lugar, y ella, ella no ha dejado de retarme con la mirada.
—Ok papá, suficiente. ¿Para qué me has citado hoy? —la veo limpiarse sus labios con la servilleta dejándola de un lado bastante exasperada.
—Samira, compórtate —el padre suspira y enfoca sus ojos en mí— El doctor Butler, perdón. Erick ha venido esta noche a nuestra casa para conocerte, aparte de ser un doctor muy importante, también es un profesional en temas de…
—Tu padre me ha contratado para trabajar en tus hábitos alimenticios, Samira. Por ende serás mi paciente hasta que tu vida no corra más peligro —suelto todo sin un ápice de delicadeza, no me gusta darle vueltas al asunto, soy directo y digo las cosas tal cual son. Perdí la paciencia al ver al padre de esta niña casi que tartamudear para explicarle el motivo de mi presencia en este lugar.
—¿En serio? —pregunta con una cara de diversión la cual realmente no viene al caso—¿Me estás hablando en serio papá? ¿De cuándo acá te importa lo que haga o deje de hacer con mis hábitos alimenticios? —ahora se ríe con burla.
—Desde que decidiste atentar contra tu propia vida Samira —grita y ella deja de reír.
—Eso no tiene nada que ver.
—Ah ¿no? Entonces me vas a negar de que hiciste de ese hombre prácticamente tu Dios, le dabas todo lo materia posible, ¿solo para que no te dejase, ya que eres insegura con tu cuerpo?
La tensión en el lugar es palpable, aquí hay mucha tela que cortar, una tela que yo no deseo ni tocar.
—Si me disculpan —me pongo de pie—Creo que es mejor que me retire, tengo muchos asuntos que atender.
—Tú de aquí no te mueves —un fino dedo me señala y por alguna razón que no comprendo me quedo estático sin moverme
—¡Samira! —el padre habla con autoridad— ¡Muestra más respeto, por favor!
—¿Respeto? ¿Acaso tú me has mostrado respeto en traerme aquí engañada para decirme al final que me pondrás a cargo de un hombre que desconozco, todo porque cometí un error? —fija en mí sus ojos oscuros algo cristalizados por la conmoción— ¿Te doy lástima, verdad? ¿Me ves así, con tu cara de prepotente, dándote cuenta de que soy la que intentó suicidarse porque la engañaron con alguien más delgada, más bonita, con buen cuerpo, solo por el hecho de ser gorda? —abro mis ojos y la observo algo sorprendido. Esa información para mí era totalmente desconocida, algo me suponía, pero no pensé que la misma chica me lo confirmara. Veo sus ojos y me pierdo en ellos, en su oscuridad. Samira Roldán está muy equivocada, y también está herida, vacía, llena de rechazo y menosprecio hacia ella misma.
—No sabes lo equivocada que estás. Eres una prejuiciosa insolente que no eres capaz de ver más allá de tus inseguridades —me acerco un poco hacia ella— Si deseas dejar que te ayude, tu padre tiene mi número, con gusto lo haré. Pero ten presente una cosa, si tú no te ayudas primero, más nadie podrá hacerlo por ti —me despido con un asentamiento de cabeza hacia el señor Roldán y sin esperar nada más, salgo directamente por la misma puerta que entre.
Una vez dentro del ascensor me desprendo de mi saco y corbata. Estoy algo alterado, mucho diría yo. ¿Cómo se le ocurre decir que le tengo lástima? Una cosa no tiene que ver con la otra. Camino a paso rápido hacia mi auto y me subo en el sin perder tiempo. Una vez dentro enciendo el aire acondicionado para así refrescar un poco mi rostro. Una llamada entrante me hace sobresaltar.
—Ya estaba a punto de llamarte —digo mientras coloco el móvil en alta voz y me dispongo a salir del lugar
—Deja de mentirle a tu madre, niño. Ambos sabemos que si yo no te llamo, tú no lo haces —cierto, nunca llamo a mi mamá, siempre es ella la que me llama— ¿Cómo estás? ¿Cuándo piensas venir a visitar a tu madre?
—Perdóname, he estado muy ocupado. Acabo de salir de una cena algo peculiar —suspiro— ¿Puedo ir el fin de semana?
—No necesitas pedir permiso, hijo. Eres bienvenido siempre a tu casa —la oigo suspirar— Estaré contando los días para verte
—Solo serán cinco días, mamá —me río un poco— Debo de colgar, estoy conduciendo. Nos vemos el fin de semana —finalizo la llamada y me dispongo a llegar a casa. Un mensaje suena y vuelvo a reír porque de seguro es mi madre nuevamente
“Es Samira Roldán, acepto que trabaje para mí”
Leo el mensaje y no puedo creer lo orgullosa que puede llegar a ser, hablándome como si fuese a mi quien le hiciese falta y no a ella.