Año 1809 d.C.
El carruaje podía vislumbrarse en la lejanía. La servidumbre estaba formada al frente de la casa; así como Catalina, duquesa de Clearance y esposa legítima de Edmundo, ya tenía a sus 4 hijas a un lado de ella; todos listos para recibir a su Excelencia.
El matrimonio de los duques, era juzgado y señalado por la nobleza de forma severa; no obstante, lo que se vivía adentro, era un desdén que no distaba en lo absoluto de sus parientes. El veredicto de todos provenía de la misma acusación: hijas.
Para Catalina, la última demostración de la aversión de Edmundo, fue el nacimiento de la última de las niñas: Alejandra.
La tarde de verano en la que llegó al mundo, se escuchó el llanto por toda la habitación, incluso llegó al exterior de la misma.
-¡Ya nació! –Había cierta algarabía en el grupo de personas que había asistido a presenciar el parto, producto de la esperanza que existía ante la ilusión de un varón.
La partera traía envuelta a la criatura recién nacida.
-¿Qué es? – Preguntó impávido y con apuro el padre, antes de siquiera considerar cargar en brazos al bebé.
La mujer dio una sonrisa con pesar. –Es una saludable niña – reveló.
Edmundo, se dio la vuelta sin tomarse la molestia de verla, ni de hablar con su mujer; tomó su sombrero, su bastón y salió de la propiedad a toda velocidad, sin ver hacia atrás.
Eso había sido 5 años atrás. Durante todo ese tiempo, Catalina se había hecho cargo del hogar, de la crianza y educación de sus hijas; y aunque no les hizo falta nada en lo económico, porque Edmundo se hizo cargo de la administración y de las tierras desde la distancia, ellas no gozaron de su presencia en lo absoluto.
Después de todo el período de tiempo transcurrido, Edmundo se llevaría una sorpresa cuando viera a sus hijas: Diane, Carlota, Beatriz y Alejandra, ya eran unas niñas con consciencia.
El carruaje llegó, tan pronto como le abrieron la puerta para que descendiera, todos hicieron la reverencia que ameritaba a causa de su título.
-Bienvenido a casa – Catalina, le sonrió con ánimo, deseando que él las hubiera extrañado después de tanto tiempo.
-Gracias – respondió sólo por cortesía, mostrándose inexpresivo; aunque le duró poco, ya que cuando prestó atención a las cuatro chiquillas que estaban de pie a su lado derecho, le hizo sonreír momentáneamente. Las cabelleras onduladas y rojas, eran igual que las de su esposa; pero los iris verdes, eran los de su familia. Cada par de ojos le veía de forma diferente, y a partir de ese día, comenzaría a corroborar lo que veía en ellos.
Catalina, se sintió victoriosa por la reacción. –Niñas... – las instó.
-Padre – Diane, la mayor, que ya tenía 9 años, fue la primera en hacer una reverencia como saludo.
-Padre – Carlota, de 8 años, le copió de inmediato.
-Padre – Beatriz, que tenía 7, se tardó un poco, pero finalmente hizo lo mismo.
Tan pronto se posicionó frente a Alejandra, la niña de 5 años, salió corriendo asustada hacia el interior de la casa.
Catalina quedó pasmada, no se le ocurría nada para excusar la actitud de su hija menor; incluso, temió ser acusada de no haberla educado apropiadamente.
-Esa era Alejandra – aseveró el duque.
-Así es – su esposa simplemente le contestó.
-Entremos – sin dar oportunidad de nada más, el duque se puso en marcha.
Cuando Catalina recibió el mensaje con dos días de antelación, el que anunciaba el regreso de su esposo, se apresuró en organizar una pequeña fiesta. Los platillos, las decoraciones, la limpieza, un sinfín de pormenores; quería darle una buena impresión. La mesa estaba lista para que la comida fuera servida, y contrario a lo que temía Catalina, no las desairó. Fue por un breve momento, pero pasó tiempo con ellas; a excepción de Alejandra, que continuaba oculta, no la habían podido hallar.
-Catalina, acompáñame por favor – el duque se puso de pie, y comenzó a caminar hacia el salón especial. Ese salón, que era exclusivamente para los caballeros que en algún momento eran invitados al castillo.
Su esposa temió lo peor; debía ser algo de suma importancia para que le pidiera ir a ese lugar, que ella sólo había visto en una ocasión. Entró al salón, donde pronto vio al asistente personal de su esposo y a un niño. Cuando Edmundo llegó hacía unas cuantas horas atrás, ella no se había percatado de esas dos personas; pero en cuanto detalló al pequeño, se tambaleó.
-En un instante te llamó, Thomas – el empleado salió de inmediato ante la orden del duque, dejando al niño con la pareja.
Era una réplica de su esposo: el cabello castaño, la tez blanca y la característica distintiva de la familia real: los ojos verdes. La única diferencia que podía notar, era que el niño tenía una expresión amable, posiblemente porque aún era muy joven.
-¿Cuántos años tiene? – Se atrevió a preguntar en medio de su estupor.
-Tiene 9 años – respondió Edmundo, sin permitirle al pequeño decir palabra.
La misma edad de Diane, así que en sus conjeturas, eso sólo significaba que su infidelidad había ocurrido a la par de su boda.
-¿Qué has dispuesto que haremos? – Volvió a preguntar con voz temblorosa.
-Se quedará trabajando en esta casa – ella respiró con un poco de alivio, al menos no lo reconocería, ni le daría el mismo trato que a sus hijas legítimas. Aunque de cualquier forma, tendría que soportar los rumores a causa de su apariencia.
Le dolía en el alma. Si bien su matrimonio había sido arreglado y carecía de amor; al menos esperaba respeto y que con el tiempo naciera el cariño; sin embargo, nada había resultado como planeó, empezando por no poder concederle un hijo varón; y en ese instante, que se dio cuenta que alguien más había podido darle algo que ella no, se sintió devastada.
¿Había pasado los últimos 5 años con la otra familia? ¿Qué había sucedido con la madre? ¿Por qué hasta ese momento le revelaba la existencia del niño? ¿La otra mujer sabía que era ya un hombre casado? Las preguntas comenzaron a desfilar; no obstante, no servían de nada, la decisión ya estaba tomada. Además, tenía que reconocerlo, el niño no era culpable de nada.
-¿Cómo se llama? – Edmundo se sorprendió, ella no le preguntó, reclamó ni le reprochó nada. Y no sólo eso, la aceptación que mostró ante su disposición, fue abnegada.
Edmundo se giró a ver al niño, hizo un asentimiento de cabeza, con el que le permitía hablar.
Y finalmente escuchó la inocente voz: -Mi nombre es Edred, señora. –