Sentí que se me paraba el corazón cuando el hombre que todos temían en el país estaba aquí, en mi pequeño santuario. Una oleada de pánico recorrió mis venas al darme cuenta de que el hombre del que solo había oído historias horripilantes caminaba ahora hacia mí. Quería mirarle, mirarle entero, pero sus ojos eran demasiado hipnóticos y no pude apartar la mirada lo suficiente para ver a qué me enfrentaba. La plata que parecía pulular por sus ojos me estaba arrastrando, atrayéndome hacia una trampa devastadora. Su voz finalmente me sacó del trance.
—¿Cómo te encuentras?— Me quedé allí de pie intentando serenarme lo suficiente para responder, pero el poder en bruto que desprendía me mantuvo congelada en mi sitio. Era casi tangible en el aire, como si al estirar la mano para tocarlo hubiera una especie de corriente a su alrededor, una barrera física que lo rodeaba. Algo tan devastadoramente poderoso que era electrizante.
—Estoy, estoy bien—. Finalmente, logré decir tratando de decidir entre dos frases, considerando cuál sonaría más convincente. Se quedó mirándome con las manos metidas en los bolsillos de su caro traje gris, sus ojos tan calculadores que sentí que podía ver a través de mí. Su mirada plateada era ardiente, tan intensa que parecía como si una simple mirada de esos ojos pudiera penetrar a través de cualquier barrera posible. Como si no fuera posible ocultarles algo. No dijo nada, solo asintió ante mi patética respuesta.
Permanecimos un momento en silencio, sus ojos penetrantes me pusieron la piel de gallina. Intenté encontrar cualquier cosa que hacer para sacarlo de allí lo más rápido posible, ya que la forma en que me miraba me estremecía algo irreconocible en sus ojos.
Intenté concentrarme en limpiar de nuevo el derrame con la esperanza de que eso le hiciera marcharse, pero simplemente se quedó allí de pie, y me di cuenta de que probablemente estaba esperando a que le diera las gracias. Era apropiado que aquel hombre me hubiera salvado la vida, lo menos que podía hacer era agradecérselo. El aura que emitía me hizo olvidar lo agradecido que estaba.
—Gracias.— Dije finalmente levantando la vista.
Levantó una ceja, interrogante ante mi arrebato de idiotez. Sentí calor en la cara. Mi breve victoria por haber hablado con él sin tartamudear fue suprimida por la vergüenza de mi comportamiento maníaco. Era como si cada vez que abría la boca soltara algo con el único objetivo de humillarme, y luego la gente se preguntara por qué estaba callada.
—Detuviste a ese hombre aquella noche y solo quería darte las gracias. Estoy muy agradecida por lo que hiciste—. Murmuro suavemente, bajando la mirada de nuevo sin tener el valor de enfrentarme al hombre. Cruzo los dedos con la esperanza de que haya oído mi suave voz.
—De nada, amor—. Respondió con su voz ronca y aterciopelada. Se quedó en silencio mirándome mientras yo agarraba con fuerza el paño del bar entre las manos, pero había algo en el silencio que hacía que no quisiera romperlo.
—Yo... mi turno ha terminado, me voy a ir—. Dije torpemente.
—¿Hay algún sitio al que pueda llevarte?—. Preguntó y negué con la cabeza frenéticamente, pero me di cuenta de que parecía maleducada. Deja que ofenda al hombre que me salvó la vida, y se las arregla para asustar a las luces del día fuera de toda la ciudad al mismo tiempo.
—Quiero decir que me las arreglaré, pero de verdad, gracias una vez más—. Dije mirando directamente a su ancho pecho, mis ojos parpadeando a su mirada mientras le agradecía.
—Si estás segura—. Afirmó con sencillez, aunque por un momento pensé que iba a protestar. Había un ligero titubeo en su voz, una extraña reticencia, algo que había intentado disimular, que rozaba la desesperación. Pero nunca sabría por qué estaba desesperado. Asentí sin confiar en mí misma para hablar.
—Cuídate, amor—. Dijo el hombre, apartándose de mí y saliendo de la pequeña cafetería. Por un momento me pregunté si llegaría a cruzar la puerta con lo imponente que parecía, y sacudí la cabeza ante mis propios pensamientos. Era grande, pero no era Godzilla. Me temía que era más probable que yo pudiera enfrentarme a Godzilla que a Javier Nansom. El ligero tintineo de la campana resonaba en el silencio de la cafetería, ahora vacía, a su paso.
Sentí que por fin podía respirar, cuando había perdido de vista al gran hombre imponente aunque mi corazón seguía martilleando en mi pecho espantosamente.
Rápidamente, puse el cartel de cerrado y corrí a la pequeña habitación del fondo. Estuve a punto de irrumpir, pero me di cuenta de que Maggie me haría preguntas si lo hacía y yo lo único que quería era acurrucarme en la cálida comodidad de mi cama. Por supuesto, si Maggie se enteraba de que el señor Nansom había venido a hablar conmigo, era muy probable que los dos bufones a los que cariñosamente llamaba amigos también lo supieran mañana como muy tarde. No era de las que cotilleaban, pero Maggie sabía que casi siempre estaban conmigo cuando no estaba en la cafetería, y siendo ella tan preocupada, querría que lo supieran.
Me serené, me alisé el pelo y recuperé el aliento antes de abrir lentamente la puerta y sonreír a Maggie, que estaba sentada registrando las ventas del día. Su cuerpo pequeño y ligeramente regordete se encorvó un poco en la silla mientras se concentraba en el paquete de sábanas que aún tenía que hacer. Quería ofrecerle mi ayuda, pero nunca la aceptaría; siempre me decía que la ventaja de no ser propietario era que no había que hacer papeleo, y siempre guardaría un pequeño rencor a Clark por oponerse a semejante tortura. Quizás era la razón por la que seguía haciendo los siempre agotadores bollos, Maggie siempre le guardaría ese rencor. Aunque no era como si él no hiciera nada de lo que ella le pedía. Tras décadas de matrimonio, seguían enamorados el uno del otro, pero era Maggie la que más se beneficiaba de ello.
Cogí mis cosas, me quité el delantal y lo dejé en el suelo antes de darle a Maggie un picotazo en la mejilla a modo de despedida. Intenté salir de la cafetería caminando con normalidad, pero cuando estuve fuera no pude contenerme y casi corrí todo el camino de vuelta a casa ignorando las miradas de la gente con la que me cruzaba.
Por fin llegué a casa y entré dejando caer las llaves en su soporte de cristal. Las llaves sonaron en el silencioso apartamento. Mis vecinos eran en su mayoría ancianos, despiertos a horas extrañas, pero muy silenciosos. Puse agua a hervir para el té antes de ponerme mi pijama más cómodo, calentito y suave.
Puse mi película de chicas favorita con la esperanza de olvidarme de todo lo que había pasado hoy perdiéndome en los preciosos ojos de Zac Efron.
Tomo una de mis tazas favoritas del armario y me sirvo té directamente de la tetera. El aroma dulce, casi frondoso, pero no del todo, del té verde llenó mis fosas nasales y sentí que las arrugas de mi ceño desaparecían. Eché una cucharada de azúcar y lo removí, me retiré a mi habitación y cerré todas las luces. Me acomodé en la comodidad de mis mantas y puse la película. Perdiéndome en sus románticas profundidades.