Tal como Adkik pidió que lo hicieran, instalaron cámaras de seguridad y pequeños micrófonos en el apartamento que las espías compartían. Para todos, ellas eran estudiantes de un posgrado en pediatría en la universidad de Toronto. Se inscribieron dos meses atrás y esa semana sería su culminación. En una viña elevaba en las montañas, Adkik veía las grabaciones de la noche que se conocieron. En ella, Milán entraba al apartamento, se duchaba y acostaba. No era una mujer atrevida como Deborah. Su vida era aburrida, casi monótona.
Mientras Milán dormía, Deborah se masturbaba con un vibrador en el sofá de la sala. Levka estaba junto a Adkik, viendo como la que sería su mujer se masturbaba con fuerza pensando en él. Esa noche, Adkik lo dejó disfrutar del espectáculo. Las espías sabían las jugadas que harían los hermanos para conocerlas antes de permitirles entrar en su vida. Todo estaba perfectamente ejecutado. Ellas sabían que instalaron cámaras y micrófonos por todas partes. Así que Deborah, para mantener a Levka interesado en ella, compró un vibrador en línea y se acostó justo en el sofá donde estaba uno de los micrófonos. Llevaban una pulsera que medía cuando un aparato estaba cerca. La luz se colocaba roja, así que sabía exactamente que allí se encontraba un micrófono.
Abrió su bata de dormir, las piernas y acarició sus pezones con la mano izquierda. Tiró de uno y pasó el vibrador por su clítoris. No necesitaba demasiado para excitarse. Le bastaba pensar en su primera noche con Levka. La vibración del aparato sobre su sexo, la humedeció suficiente. Apretó el mango, subió la intensidad y se recostó en los cojines. Elevó sus pies, sollozó, gimió y repitió el nombre de Levka hasta cansarse. Sus gemidos eran fuertes, por lo que Milán se cubrió con la almohada y pensó en Adkik. Él era su objetivo y también la persona que lo veía desde el otro salón.
A él no le importaba mirar a Deborah. Prefería ver como ella se cubría la cabeza con la almohada y se hacía un ovillo.
—¡Déjame dormir! —le gritó Milán.
Deborah gimió más fuerte, moviendo más rápido el vibrador. La vibración no bastaba. Quería sentir lo que él le provocó. Respiraba agitada, sentía el temblor subir por sus piernas y el orgasmo prepararse en su interior. Un último grito bastó para acabar en el sillón. Deborah se quedó un largo rato en el sofá, abierta de piernas, descubierta. Sabía que él estaba mirando. Las veían en todas partes y no tardarían demasiado en pedirles que hicieran un trío. En su vida de espías, eso no era un tabú. Tuvieron que hacerlo en un club para matar a un mafioso, también lo hicieron cuando entraron en un prostíbulo para sacar a varias rehenes.
Que lo pidieran una vez no sería novedad. Y aunque no era sencillo, se conocían casi de toda su vida. Disfrutaban su cuerpo, se complacían, se tocaban, pero eso no les privaba la dicha de estar con un hombre. Incluso, aunque por las cámaras debía fingir que detestaba escucharla gemir, no le producía ninguna sensación. Para Milán, ella era como su compañera de vida. Estuvieron juntas en diversas operaciones especiales, se vestían el mismo lugar. El pudor o la timidez no existían entre ellas, por eso cuando Deborah terminó, entró en la habitación y se metió bajo las sábanas con ella.
Ambos hermanos, al ver lo que las mujeres hacían, se masturbaron frente a la pantalla. Fue algo que no esperaban, pero que necesitaban. Adkik quiso estar con Milán. Una mujer abierta sexualmente era lo que ellos necesitaban. Una mujer que no se espantara con las perversiones, que estuvieran con otra mujer y lo disfrutaran aún más, que no se agotaran ni se sintieran presionadas a hacer algo que no querían. Ellas cumplieron su objetivo: causarle tanto morbo que las elevarían al primer puesto, aunque solo fingieron algo que no existía por placer. Eran más que espías, eran hermanas ligadas por la sangre de sus enemigos, mujeres que no les importaba asesinar y con un fuerte deseo de venganza que fue lo único que las llevó con los hermanos Antonov.
El siguiente día, después de terminar las supuestas clases de pediatría, ambas volvieron al apartamento. Se sentaron en el sillón y vieron una tonta película romántica. Deborah preparó palomitas y colocaron el bol en el centro de ambas. Era una película sin importancia, sin embargo, lo que hablarían si lo era.
—Deberías volver a verlo —habló Milán—. A tu hombre.
—No es mi hombre —corrigió—. Me dijo que solo sería una vez.
Milán miró el televisor y metió las palomitas en su boca.
—Si él quiere, me buscará.
—Ni siquiera sabe dónde vives —respondió Milán—. Honestamente sería un milagro si vuelve a buscarte. Esos hombres parecen asesinos seriales. Con el que te fuiste, parece que mató a quince niños, se revolcó en su sangre y perdió el alma.
Deborah metió cinco palomitas en su boca. No era exactamente lo que hacía, pero sus manos no estaban libres de sangre.
—Fue el mejor sexo de mi vida, así que no me importa si mató personas. —Subió las piernas—. Me importan sus orgasmos.
Milán le arrojó palomitas.
—¡Eres una sucia! —gruñó riendo.
Deborah elevó los brazos para cubrirse.
—Lo siento. Por más que me divierta contigo, necesito a un hombre que me tome como un animal, me rasgue la ropa, me amarre a la cama, me cubra la boca y me coja como animales.
Milán enarcó una ceja.
—Quieres uno de esos que someten.
—Sí. Eso quiero. —Miró sus manos—. Así fue con él
Milán bebió un poco de soda. Sabía que los hermanos eran rudos con sus mujeres e incluso llegaban a matarlas por deslealtad. Ellas no serían una causa diferente si perdían el juego de poder. Lo que necesitaban era que ellos se empecinaran tanto en ellas, que les permitieran irse con ellos en el maldito crucero. Cuando el barco atracara, la policía llegaría y tendrían pruebas.
Milán dejó de pensar como espía y se enfocó en la conversación.
—Lástima que solo te usó, porque eso hizo.
Deborah abrió los ojos.
—A ti no te usó el otro porque no quisiste. —La señaló—. ¿Si viste que son casi idénticos? Deben ser hermanos. Y si uno es esa bestia que estuvo conmigo, el otro debe ser igual, o quizá mejor.
Milán pensó en él. Era apuesto, pero demasiado engreído para su gusto. Se creía imponente, déspota con los demás y privilegiado por portar un físico asombroso. Ni siquiera tenía expresiones. Era el típico Antonov de las fotografías. Era despiadado, así que no importaba que tan atractivo fuese, debía recalcar que era un objetivo. Milán también subió las piernas para reposar los brazos.
—¿Sabes qué pienso? —Deborah la miró—. Si quieren estar con nosotras, deben hacer un buen gesto.
—¿Cómo qué? No tienen rostro de entregar flores.
—Sabes que no me gustan las flores —corrigió moviendo la cabeza—. Además, como dije, ni siquiera saben dónde vivimos.
A Deborah la enviaron con un taxi. Y aunque sabían dónde vivían, primero debían saber quiénes eran ellas antes de la segunda prueba. Para ser una Dama de rojo o participante de su organización, debían pasar tres pruebas: la primera física, la segunda mental y la tercera de espíritu. Si cumplían con las exigencias de los hermanos, serían tratadas como princesas.
Deborah miró la película.
—Pienso igual que tú —farfulló—. Y si no han venido por nosotras, es porque no quieren estar con ninguna.
Milán movió los hombros.
—Lamento que te sientes usada, como calcetín viejo.
Deborah le golpeó el hombro.
—¡No me siento así! Lo disfruté, así que no me arrepiento.
Ambas mujeres rieron y se arrojaron las palomitas. Cuando la película terminó, cada una fue a su cama y durmieron hasta el siguiente día. Esa noche, mientras ellas dormían, los hermanos se reunieron en el salón para hablar sobre la cacería. Los italianos pedían carne fresca o el trato por las exportaciones se cancelaría. Los italianos movían hilos en las fronteras, que si los rusos no controlaban, no podrían pasar sus cargamentos. Les pidieron cien mujeres vírgenes para sus tratos con los árabes, a cambio de trasportar a todas las demás que quisieran hasta su destino.
Ignati encendió el cigarrillo, Viktor movió su rui entre sus dedos, Adkik tocó la mesa de cristal con sus uñas y esperaron que Levka iniciara. El hermano mayor se encontraba de espaldas a ellos, con un vaso de whisky en su mano y la mirada en el océano. Tenía demasiadas cosas en las cuales pensar, pero una de ellas era imperativa sobre el resto. Bebió el resto de su licor y giró.
—¿Cómo va la cacería? —le preguntó a los menores.
Viktor continuó moviendo el cuchillo entre sus dedos. Las cicatrices y el dolor lo excitaban con intensidad.
—Lenta —respondió—. Ignati mató a dos mujeres anoche.
Ignati soltó la calada al aire.
—Así es —afirmó—. Se despertaron en la camioneta.
Adkik mantuvo la mirada en su hermano menor.
—¿Cuánto le diste?
—Media jeringa —respondió.
Tocó la mesa con más fuerza.
—Sabes que no es suficiente. Debe ser la dosis completa.
Ignati caló el cigarrillo.
—Es una prueba —replicó—. Habrá muertes.
Adkik tocó la mesa y miró al novato de su hermano.
—La prueba es para probar la nueva droga, no para que mates a las mujeres antes de comprobar que pueden estar dormidas casi un día sin morir. —Adkik se controló—. No habrá más muertes.
Levka vio a su hermano controlar al otro. Si no fuera porque su padre le dejó la batuta, dudaría que pudiera tener su posición. Sus hermanos menores lo respetaban, sin embargo, él sentía que le temían más a Adkik. No le agradó el rumbo que tomaba la batuta.
—Haremos algo más simple —habló Levka—. Irán mañana de cacería con Adkik. Él conoce la estrategia, algo aprenderán.
Adkik tenía otros planes, pero le asintió a su hermano.
—¿Qué sabemos de la policía?
—Esta controlada, igual que siempre —respondió Adkik—. Mientras los mantengamos bajo la bota, no se revelarán.
Ignati terminó el cigarrillo en la mesa.
—Quiero a la hija del comisionado de policía —articuló—. Se ve deliciosa bajo la ropa. La quiero para mí solo.
Todos en la mesa lo vieron como si hubiera enloquecido.
—No —certificó Levka—. No tendrás a la hija del comisionado.
—Eso sería suicidio —alentó Adkik—. Si quieres que tengamos una guerra, sácala de la universidad y arrástrala al contenedor.
Aunque Ignati sabía que debía obedecer, era el menor, el más incontrolado. Él encontraría la manera de hacerla suya, así tuviera que secuestrarla. La vio de lejos en la primera cacería. Su rostro, su cuerpo, toda ella quedó grabada en su mente. Era su nueva obsesión, más grande que la tortura e incluso las drogas. Aunque asintió, Adkik no le creyó. Lo conocía, así que debía recalcarlo.
—No lo hagas —demandó Adkik mientras crujía sus dedos—. Si quieres acabar como las Damas de rojo, pero destrozado por los perros, quiebra una orden directa del jefe. Aunque seamos familia, eso no te exonera de terminar en la misma fosa que los demás.
Aunque todos eran asesinos despiadados, las órdenes de los mayores eran sagradas. La palabra de Levka, como la cabeza de la organización, era más que sagrada, era de ejecución absoluta.
—¿Entendiste, brat? —preguntó Levka.
Ignati asintió. Por un par de días se mantendría tranquilo, aunque sus intenciones eran llevarla con ellos en el barco. Era como si las drogas le hubieran quemado las neuronas. Todos fueron sometidos al mismo tipo de entrenamiento, pero Ignati sufrió demasiado. Estuvo a punto de morir dos veces. Fue el póker lo que mantenía en orden su vida. Amaba jugarlo, así que cuando les tocaba viajar a Mónaco, él se encargaba de la mesa de póker.
Viktor, aunque era el que menos hablaba, su manera de comunicación era la música. Por una vez, usando un doble, pudo tocar en Ibiza. Por ser personajes buscados para colocarles algún cargo y encarcelarlos para siempre, no se veían en público. Las aficiones de sus hermanos mayores eran menos tranquilas. Levka amaba coger con las mujeres, hacerlas sangrar de placer. Mientras más rudo fuese el sexo, mejor sería la redención final. Sin embargo, Adkik amaba la protección. Él era el más lineal de todos, con los pies puestos en la tierra. Él debía asegurar que todo estaría bien.
Levka se sentó con ellos alrededor del vidrio.
—Hay una nueva mujer —les comunicó—. La conocí en el club.
Los hermanos se mantuvieron en silencio.
—Le haré las pruebas. —Rodó el vaso entre sus manos—. Si las pasa, tendremos una nueva Dama de rojo en la familia Antonov.
A Ignati no le agradó, a Viktor tampoco. No les agradaba que su hermano tomara posesión de cuanta mujer quisiera y ellos no pudieran tener la suya. Por eso Ignati se reveló en secreto. Mientras el silencio se cernía, Adkik no comentó nada sobre Milán. A él no se le permitía tener una Dama de rojo. Era un privilegio únicamente del líder. Sin embargo, su hermano, como el más apegado emocionalmente a él, lo vio mirar a la castaña la noche anterior y decidió modificar un poco la arcaica regla.
—Mi hermano, si es su destino, también tendrá una.
Todos miraron a Adkik. Adkik miró a Levka y se mantuvo con el rostro inanimado. No le importaba tener una dama. Él tenía asuntos de la familia más importantes. Creyó que sería una prueba para él, al decirle que su mujer podía ser parte de la corte principal. Tampoco tenía una, pero pensó en Milán Dodani.
—No tengo una mujer —respondió.
—Encuéntrala. —Levka se colocó de pie—. No tenemos tiempo.
Levka terminó su trago y arrojó el vaso en la basura. Si había algo que no repitiera Levka, eran sus vasos de whisky. Caminó hasta su habitación, se quitó la ropa y metió en la cama. Sería una noche larga la del siguiente día. Sus hermanos también se levantaron. Viktor e Ignati a hacer sufrir a Número Uno y Número Cinco. Ellos llevaban a sus mujeres a todas partes, escondidas como contrabando en el sótano del crucero. Era un barco enorme, con mucho lugar para los escondites. Por eso, con Número Cinco atada de manos y pies, Ignati introdujo un enorme dildo en la v****a de la mujer con tanta fuerza, que la hizo orinarse del dolor.
Le colocó una esfera en la boca y apretó su cuello. Le gustaba hacerlas sufrir, al punto de tener un orgasmo sobre la sangre de sus mujeres. Al sacar el dildo, lo cambió por su m*****o. Clavó las uñas en la cadera de la mujer y la embistió una y otra vez. Clavó tan fuerte, que la piel se metió bajo sus uñas. Tiró del labio inferior y lamió su sangre. Le excitaba tanto las lágrimas de la mujer, que le gruñó en la oreja cuando se vino dentro de ella. Sacó su m*****o goteante, le quitó la esfera de la boca y lo movió en su boca para que ella limpiara el excedente con la lengua.
Mientras él se divertía con la mujer que solo pensaba en matarlo, Viktor colocó a la suya de rodillas, con el trasero hacia arriba. Introdujo un dildo en su trasero y su m*****o en la v****a. Movió los dos con rapidez. La mujer tenía una mordaza en la boca que la hacía salivar. El dolor que Viktor le provocó, le removió el estómago, haciéndola vomitar en la cama. A Viktor no le importó. Continuó con fiereza. No les importaba lubricarlas, ni tratarlas con el mínimo cariño. Les importaba tomarlas como suyas, cuando quisieran. Después de la histerectomía, podrían disfrutarlas al límite sin ningún tipo de problema, y si lo hubiese, las mataba.
Cuando ambos terminaron, subieron al salón por un whisky. Esa noche ninguno fue al club, ni se acercaron a las mujeres. Los perros marcaban a todas las que pudieran necesitar, así que su trabajo era sencillo. Los hermanos miraron al océano, con los tragos en sus manos. No hablaron, pero se entendían. Ellos eran tan unidos como lo eran los mayores. Ellos los veían como si estuviesen desequilibrados, pero a su manera eran perfectos.
—Quiero a la hija del comisionado —habló Ignati.
Viktor enarcó una ceja.
—¿Sabes que va en contra de la orden del líder?
Ignati vació el vaso en su boca y lo arrojó a la pared. Los pedazos de vidrio impactaron sus piernas.
—Nuestro brat no sabe lo que quiere. —Se colocó de pie—. Cambia de mujeres como nosotros de navajas.
Viktor también se colocó de pie. Aunque no le agradaba seguirlo, debía hacerlo. Era la única regla inquebrantable
—Desobedecerlo es la muerte —articuló—. Si lo haces, no solo acabarás con la sem’ya, sino que Levka en persona te matará.
Ignati sabía que si lo defraudaba arruinaría a su familia, acabaría con lo que su hermano pensaba de ellos y destruiría su posibilidad de elevarse a ser el tercer hermano. Ser el cuarto era una de las peores cosas. Nadie lo valoraba, no colocaban responsabilidad sobre él. El ser el drogadicto de la familia, el más brutal con las mujeres y de nulo sentimientos, no lo diferenciaba del resto. Sus hermanos eran más despiadados. Levka mataba a una Dama de rojo una vez al mes como mínimo. Que él quisiera secuestrar a una mujer no debería ir contra las reglas.
—Lo haré —certificó Ignati—. Esta misma noche.
Viktor sacó un cigarrillo de su bolsillo, lo encendió y arrojó el humo sobre su hombro. De tener cámaras de seguridad dispersas, su hermano sabría que conspiraba contra él, sin embargo, la confianza que Levka tenía en ellos le impedía hacerlo. Ajeno a sus negocios, ellos eran familia, compartían el mismo destino.
—No diré nada, pero no te salvaré —finiquitó.
Pasó junto a él. Ignati no lo pensó demasiado. Él no era de los que pensaba, él actuaba. Subió a su maserati y condujo hasta la biblioteca donde la vio la última semana salir cada noche a las ocho. La bibliotecaria le pedía marcharse cuando la hora de cerrar llegaba, por lo que ella recogía sus libros, los guardaba en su mochila y subía a un auto patrulla que la esperaba cada noche.
Ignati soltó la calada de humo y apretó el volante. Estaba a menos de una manzana de ella, cuando vio la patrulla de policía acercarse a la biblioteca. Ella se despidió de la mujer como cada noche y subió a la patrulla. Ignati lo siguió, con la mirada en la placa del policía. Cuando llegó a su casa, las luces estaban apagadas. El oficial encargado la dejó y continuó. Ella entró a la casa, encendió la luz y subió las escaleras hasta su habitación.
Ignati sabía exactamente lo que debía hacer. Salió del auto, caminó por la entrada y se acercó a la puerta. Vivía en unas de esas insípidas casas de vecindario elegante donde cada persona estaba más al pendiente de su vida que la de los demás. Por eso fue sencillo abrir la puerta de su casa, subir lentamente las escaleras y entrar en su habitación. Conocía la rutina de la chica, así que escuchó el agua caer sobre las baldosas de la ducha. Ella enjabonaba su espalda, cuando Ignati, silencioso como fue entrenado por su padre, esperó que ella regresara húmeda a la habitación. La chica, acostumbrada a la soledad, no le temía a la oscuridad. Su padre trabajaba todo el año, cada día de la semana.
Cuando salió con la toalla amarrada en su torso, Ignati se abalanzó sobre su espalda y apretó su cuello justo sobre el músculo perfecto para noquearla. La chica pataleó, intentó clavarle las uñas y finalmente cayó rendida en sus brazos. Él le quitó la toalla, la colgó en su hombro y la cubrió con una manta para llevarla al auto. No le importó que alguien lo viera. Solo le importaba llevársela al crucero con él. Ni siquiera miró a los lados ni verificó que alguna persona lo mirase por una ventana.
La llevó al único lugar donde su hermano no la encontraría. La dejó en el suelo seco, con un vaso de agua medio lleno. Si quería domesticarla, tendría que hacer las cosas bien. Solo tres dedos de agua, desnuda, con un balde para usarlo como baño y una pistola con una bala de salva. No estaría tanto tiempo dormida, pero necesitaba despertar. Ignati le arrojó agua con trozos de hielo sobre el cuerpo. Las gotas brillaban y la chica despertó sobre exaltada. Movió sus músculos, el cabello le caía sobre su rostro.
Despertó confundida, adolorida del cuerpo. Estaba desnuda, desorientada, adolorida y encerrada en una celda Tocó el suelo, sus brazos y elevó la mirada. Encontró a un hombre de aspecto rudo, con una cicatriz atravesando su ceja derecha, un tatuaje llegando a su cuello, una pistola en su mano y la mirada sobre ella. La mujer miró al hombre elevarse del banco y colocar las manos alrededor de la celda. No era un calabozo, pero cumplía con su función: encerrar a su presa como una mascota personal.
—¿Quién eres? —preguntó ella desde el piso—. ¿Qué quieres?
Ignati movió su índice de un lado al otro.
—Busco algo, serdtse.
Ella nunca en su vida vio a ese hombre. ¿Cómo podía hacerle eso? Cubrió su pecho con las piernas. Se hizo un ovillo en el suelo para que él no la mirara. Lo que más temía aquella joven se hizo realidad. Temía tanto que llegase el día cuando los enemigos de su padre cobraran venganza con ella, que no le extrañó que la tuvieran. Pedirían rescate o la matarían, pero dudaba que pudiera salir con vida de una celda como esa, donde no había nada.
Ignati frotó su labio con el cigarrillo.
—Busco lo que tiene mi hermano, pero como debemos obedecerlo, lo haré a mi manera. —Apagó el cigarro con sus dedos y le arrojó el arma—. Si pasas mi prueba, conocerás tu futuro.
La muchacha vio el arma en el suelo. Su padre la enseñó a disparar muchísimas veces. Era buena. Le daba a las botellas, pero ese no era un juego de tiro. Era una prueba del hombre al otro lado. Ella apretó el arma con ambas manos y lo apuntó. Lentamente se colocó de pie y mantuvo las piernas como su padre le enseñó. «Todo estaba en los pies. Si soportas el rebote del arma, podrás asesinar a cualquiera que atente contra tu vida».
Ignati dio dos pasos atrás.
—Tienes dos opciones —le comunicó—. Me matas y no sales jamás, o usas la única bala en la recámara para quitarte la vida.
La joven sopesó sus opciones. No eran demasiadas. No tenía escapatoria, así como tampoco dejaría que la usaran como carnada. La mujer era aguerrida, algo que en su rostro de niña buena no se reflejaba. Ella no parecía la clase de mujer que dormiría con una pistola bajo su almohada, cuando sí lo era.
—Elijo salir de aquí a mi manera —respondió.
Llevó el arma a su cien y tiró del gatillo. Ella no temía quitarse la vida, así como tampoco temía que él la matara. Por dignidad y amor propio, prefería hacerlo ella. Cuando la bala de salva impactó su cabeza, no hizo más que producirle un agudo dolor de cabeza. El arma salió de su mano como agua resbalándose. Se removió y llevó ambas manos a su cabeza. El dolor era fuerte, pero permanecer con vida era peor. Ignati movió la cabeza, tocó los barrotes de la celda y estudió el cuerpo desnudo de la chica.
Ella lo miró a los ojos, ira irradiando de ellos. Ignati no sonrió, ni tuvo una mueca que diferenciara la alegría que le provocaba su elección. Eligió lo que él quería, justo cuando lo quería.
—Bienvenida a la familia, l’vitsa (leona).