La castaña elevaba la mano con ímpetu sobre la barra de cristal. Llevaba más de diez minutos pidiendo un trago.
—¡¿Alguien atiende aquí?! —gritó de nuevo—. ¡¿Alguien?!
Con el último gritó sintió que algo en su garganta se desgarró.
—¡Hey, tú! —llamó la atención del barista—. ¿Soy invisible?
Milán soltó el aire, palmeó la barra y miró la aglomeración de mujeres en la barra. Lucían sus escotes extravagantes, las uñas perfectamente arregladas, el cabello alisado y media botella de perfume en la piel. Milán sabía lo que eso significaba: ellos estaban allí, en alguna parte, mirándolas como tiburones hambrientos. Milán miró por encima de su hombro a Deborah, sentada de piernas cruzadas en la única mesa que encontraron disponible.
Deborah pestañeó dos veces. Era su clave secreta. Milán miró desinteresadamente a su alrededor. No los veía por ninguna parte. Debían estar mirando el espectáculo desde la zona alta, donde los vidrios negros imposibilitaban encontrarlos. Para llamar la atención de ellos, Milán bajó su blusa, colocó las manos en la barra y se alzó sobre ella. Sus botas negras rasparon el vidrio. Las mujeres la miraron y se exaltaron. El barista dejó la coctelera sobre la mesa trasera y elevó la mirada. Encontró los ojos oscuros de la mujer, seguido de la mueca que evitó toda la noche.
—Dije que quiero un trago —pronunció Milán.
No le importaba llamar la atención. Ese era su objetivo. Tanto Levka como Adkik miraban a las personas desde el balcón privado. Su viaje a Canadá no los agotó ni un poco, por lo que subieron a contemplar a las mujeres. Tenían clubes en cualquier ciudad donde sus cruceros atracaban. Toronto era su mejor destino. La caza de mujeres era gratificante en esos meses.
—¿La ves? —inquirió Levka—. Una mujer dominante.
Adkik mantuvo el whisky en su mano izquierda.
—Son las más peligrosas.
Levka sonrió torcido, con el ceño relajado.
—Las peligrosas vuelven su sometimiento más excitante. Si no se oponen, no me encienden. —Apretó el vaso y enarcó una ceja—. Bebe tu whisky, brat. Tenemos cacería en la barra.
Adkik bebió el resto de su whisky, arregló su saco y siguió a su hermano escaleras abajo. Adkik era su hermano más obediente, el sumiso que haría cualquier cosa para complacerlo. Sin embargo, también era su oponente más peligroso. Por eso a Levka le encantaba tenerlo cerca, solo así podría controlarlo a su antojo.
Levka se abrió paso entre las personas y llegó a la barra. La mujer de piel canela estaba de espaldas, con las manos señalando el trago que quería. Era delgada, alta, con el cabello azabache y un porte de mujer ruda que encendía un poco la curiosidad de los hermanos. Adkik metió las manos en sus bolsillos y obvió las miradas de las mujeres. No eran su tipo. Ellas buscaban un caballero lo bastante fuerte para pelear las guerras por ellas, que fuese detallista, expresivo y cariñoso; buscaban un hombre que las amara por encima de todas las cosas, pero él no amaba, mataba.
—Debe bajar de la barra —demandó el barista.
—¿Quién lo dice?
Levka dio un paso adelante.
—Yo lo digo —afirmó.
Milán giró el cuello y encontró al hermano mayor. Recordó su entrenamiento, lo que decían de ellos y lo que debía hacer cuando tuvieran contacto con ellos. Nada de temor, ni piedad. Debían ser tan implacables como ellos, pero ambas no podían actuar igual ni tener el mismo objetivo. Por eso cuando Deborah miró al rubio de uno noventa y dos entrar en escena, respiró profundo y se preparó mentalmente para lo que requería ser su sumisa.
Milán evitó el contacto visual con Levka. Su objetivo era Adkik, el más recto y fraternal de ellos. Milán movió la mirada de uno al otro, preguntándose si eran tan despiadados como sus reseñas. Los cuatro hermanos Antonov eran conocidos por ser asesinos a sangre fría, violadores, secuestrados y trasportadores de mujeres, drogas y armas, encabezando una larga lista de delitos incomprobables que no dejaban ningún cabo suelto. Milán se llenó de asco y agradeció que el hermano mayor fuese trabajo de Wool
Al final, después se sopesar que no estaba vestida de espía y debía actuar como una mujer ordinaria, decidió dirigirse a Levka.
—¿Eres el jefe? —Levka no movió un músculo—. Si eres el jefe de este agujero, dile a tu subordinado que atienda a sus clientes.
Levka miró al barista. Su simple mirada fría y soberbia bastó para que el barista enderezara la columna y bajara la mirada.
—Te hablo a ti. —Señaló a Levka—. ¿Me servirán el trago?
—Por supuesto.
Deborah se abrió paso entre las personas y llegó a Milán.
—Que sean dos —reordenó el pedido con un movimiento de manos—. Quiero emborracharme esta noche.
La atención de Levka fue a la rubia de ojos azules que lucía un escote de infarto. Tenía una hermosa sonrisa, unos labios gruesos y una nariz perfilada. Les recordó a sus anteriores damas.
—¿Qué desean ordenar? —preguntó el barista.
—Dos martini y tres whisky.
Adkik se mantuvo a un lado de su hermano. Estudió a las mujeres. Una todavía sobre la barra, la otra una rubia tonta. Parecían universitarias, aunque sus rasgos eran más fuertes de lo que miró tras una leve ojeada desinteresada.
—Baje —demandó Adkik—. Ya obtuvo lo que quería.
Milán lo miró, reacia a bajar de la barra. Adkik no pestañeó, lo que la hizo arrojarse al suelo. No usó ninguna técnica de combate ni una maniobra. Debía ser lo más normal posible. Ella no le agradeció al hombre, en su lugar le dio una mirada de desprecio y tiró de la mano de Deborah cuando les entregaron las bebidas.
Ambos hermanos vieron a las mujeres alejarse a su mesa. El resto de las mujeres en la barra bajaron el escote de su vestido para tener un revolcón de diez minutos con alguno de ellos. El problema era que ellos no escogían a cualquier mujer que les mostrara el pecho. Ellos iban más allá, más a fondo. Buscaban mujeres que aceptaran su inclemencia, sus fetiches, sus posesiones salvajes y el sexo más crudo y rudo de su vida. Casi ninguna mujer toleraba que la desgarraran por dentro.
Milán bebió su trago de un sorbo. Elevó la mirada y encontró la de Adkik sobre ella. Levka no se decidía por cuál de las dos. Lo mejor era tenerlas a ambas. Imaginó cómo serían las dos en la cama al mismo tiempo. No le importaba nada más. Solo necesitaba saber si compartirían la cama juntas para complacerlo.
Adkik miró a su hermano. Cuando no sabía a cuál elegir, movía los ojos entre ambas. Normalmente no se oponía a dejarlo ganar, sin embargo, esa mujer que subió a la barra, la quería para él.
—No, brat —farfulló Adkik—. No es para ti.
Levka movió lentamente el cuello.
—¿Ahora tomas posesión?
—No sería una buena dama —replicó Adkik—. Aunque te guste su salvajismo, te será más difícil domarla.
Adkik terminó de inyectar el veneno.
—Ivana es prueba de ello —finiquitó.
Levka recordó la muerte de su vieja dama. No lo lamentaba. No cumplió la única regla que él impuso, y sufrió las consecuencias. Sus perros disfrutaron destrozarla, descuartizarla, incluso comer parte de su cuerpo. Ellos disfrutaban una carne término medio, después de destruir a la persona salvajemente. Aunque a Levka no le agradaba la idea de dejar a la castaña, dirigió su atención a la rubia. Era hermosa, pero demasiado tonta para su gusto. Tendría que conocerla mejor para averiguar si era más que un rostro bonito. Necesitaba saber si soportaría los azotes sin rechistar.
Ambas mujeres observaron a los Antonov acercarse a ellas. Mantuvieron cierta distancia de la mesa, elevando su voz para escucharse por encima de la música. El aroma a tabaco llenaba su ropa, lamía su piel, al igual que el olor de la marihuana y el sonido de los billetes enrollados para inhalar cocaína en un rincón.
—Lamento lo sucedido —pronunció Adkik—. No se repetirá.
—Descuida, no volveremos —replicó Milán desinteresada.
Levka miró los senos de la rubia, antes de deslizar la mirada y encontrar sus piernas tonificadas y descubiertas bajo el vestido de seda ajustado. Era de tirantes finos. Levka imaginó cortándolos con su navaja. Deborah sintió la mirada pervertida del hombre. Algo dentro de ella se activó, lo que la hizo mirarlo y morderse el labio. Milán quitó la mirada de Adkik y bebió su segundo trago. No le daría la importancia que él cría poseer. Cuando terminó el tercero, colocó los pies en el suelo y movió su chaqueta.
—Vámonos —demandó—. Hay mejores lugares.
Levka despegó los labios.
—Si no están cómodas aquí, hay un lugar arriba.
Deborah elevó la mirada. Tragó grueso al imaginarlo sobre ella. Levka le mantuvo la penetrante mirada. Quería poseerla. Ella sentía que su interior se calentaba lentamente. Vieron fotografías de sus objetivos, pero tenerlos en frente, a centímetros de tocarlas, inhalando el aroma de su perfume, sintiendo la fiereza de su mirada, tornaba el objetivo complicado de ejecutarse.
—¿Qué hay arriba?
—Nosotros —respondió Levka.
Milán bufó. Adkik frunció el ceño, estudiándola. No era la primera mujer que no quería algo con ellos, pero ese no era un comportamiento racional. El de Deborah con Levka si lo era.
—No me interesa —pronunció Milán.
—¡A mí sí! —Movió su pecho—. Quiero subir.
Milán apretó la mano de Deborah sobre la mesa.
—Ni siquiera los conocemos —le susurró.
—Son sexys. El resto no me importa.
Miró a Levka.
—Yo iré.
Él señaló el camino. Ella elevó el ruedo de su vestido corto y movió sus senos. Actuaba perfecta el rol de rubia tonta. Él no le sujetó la mano ni la tocó. Ella se detuvo a un lado del hombre. Olía a tabaco, a whisky y un aroma aún más fuerte, su perfume. Deborah lo miró a los ojos. Tenía los ojos azules, casi igual que los suyos. Era más alto que ella, fornido, con unas enormes manos que podrían ahorcarla si cometía un miserable error. Ella actuó su papel a la perfección, actuando maravillada por su invitación.
—¿No vienes? —le preguntó a su amiga, aun con la mirada en Levka—. Podríamos divertirnos.
Milán se colocó de pie, sacudió su chaqueta y la miró.
—No —respondió—, pero diviértanse. Iré a casa.
También bebió el martini de Deborah, recogió su teléfono de la mesa y se abrió paso entre las personas para salir. Adkik se quedó quieto, con las manos en los bolsillos. No aceptaría que se fuera, no sin siquiera saber su nombre. Miró a su hermano subir las escaleras con la rubia. No necesitaba ver lo que sucedería, así que también caminó por el mismo lugar del que provino la mujer. Pasó a los guardias de la puerta y sintió el frío de la noche en su rostro.
Milán esperaba junto a la calle. Él caminó hasta ella. Milán lo miró sobre el hombro. Era demasiado parecido a su hermano, pero su rostro era menos aterrador que el de Levka.
—¿Se te ofrece algo? —preguntó Milán de brazos cruzados.
—¿Por qué no te quedas con la rubia?
Milán apretó los brazos.
—No es mi tipo de diversión.
Adkik miró la calle.
—¿Esperas a un príncipe que le lleve? —indagó.
Justo en ese momento, el valet estacionó una Kawasaki ninja negra justo en frente de ella. Milán quitó el casco del manubrio y lo insertó en su cabeza. Pasó la pierna sobre el asiento, apretó el acelerador con la mano en el freno y miró a Adkik.
—No necesito un príncipe —corrigió—. Yo misma me rescato.
Bajó el vidrio del casco y arrancó. Adkik miró la estela de humo que dejó a su paso, hasta perderla de vista. Movió un dedo para llamar al valet, que no solo era eso, sino uno de sus perros.
—Síguela —mandó—. Quiero saber todo de esa mujer.
El perro asintió, se quitó la camisa en el estacionamiento, encendió el GPS que le colocó a la motocicleta y la siguió. Cuando eran noches de caza, les colocaban algún rastreador a las mujeres que consideraban hermosas. Si todo salía de acuerdo al plan, esas dos semanas serían perfectas. No había nada que quebrara la confianza de Adkik, ni siquiera la mujer arisca que quiso invitar a quedarse con ellos y se negó. Era determinada, pero ellos lo eran más. Cuando uno de los Antonov quería algo, lo obtenía.
Mientras Adkik pensaba que aquella mujer debía tener un punto débil, Deborah también lo buscaba en Levka. Detrás de toda la frivolidad, crudeza y malicia debía esconderse algo más, un lugar sagrado para él, que lo sí lo encontraban podrían quebrarlo. Levka la condujo hasta el sillón rojo. A ellos les encantaba el rojo.
—¿Así que eres el dueño? —indagó Deborah.
Levka asintió y sirvió dos vasos de whisky. Cuando ella bebió todo el suyo, entendió que no era una rubia tonta. Buscaba algo.
—Esta es la parte donde me dices tú nombre —pidió ella.
—Levka —respondió él—. Levka Antonov.
Deborah cruzó la pierna y se movió a un lado.
—Por eso tu acento. —Mordió su labio—. Eres ruso.
Levka miró a la mujer. No le importaba hablar. La quería a ella.
—¿Por qué me invitaste?
Levka movió el whisky en su mano.
—Busco a alguien —pronunció él—. Alguien especial.
Deborah sabía a lo que se refería. Intentó ocultar el nerviosismo que le producía ser considerada una Dama de rojo. Todas las que investigaron terminaron muertas por sus perros. Deborah le sonrió y rozó levemente su pantalón con el tacón rojo.
—¿Y lo ves en mí? —preguntó seductora.
Levka la miró completa.
—No —respondió—. Eres superficial.
Deborah rio. Le incomodaba que él no tuviera expresiones de ningún tipo. No sabía lo que pensaba, quería o haría con ella.
—¿Puedo hacer algo para merecer ese lugar?
Levka le quitó el vaso de la mano.
—Existen varias pruebas —articuló—. Si pasas, lo obtienes.
Deborah lamió sus labios, preparándose para lo que sucedería.
—Házmela —susurró ella.
Levka se colocó de pie y extendió su mano. Devoran bajó la pierna y se elevó. Aunque era demasiado algo, logró alcanzar su nivel cuando la elevó a su altura. Su nariz se mantuvo junto a la suya. La respiración incontrolada de Deborah le impedía sentir miedo por el hombre, porque cuando las fuertes manos de Levka apretaron su piel, olvidó todo lo que entrenó por años.
—Una vez que empiece, no se detendrá hasta terminar —le comunicó Levka—. No hay palabra de seguridad, no hay interrupciones. Nadie te salvará de mí cuando inicie contigo.
Deborah colgó sus manos en el cuello de Levka.
—No necesito que nadie me salve.
Levka la bajó. Ella le llegaba a los hombros. Sacó el albainox del bolsillo de su chaqueta y cortó el primer tirante del vestido.
—Hay reglas. —Elevó el dedo—. No debes gemir ni hablar. No tienes permitido besarme ni tocarme hasta que no termine.
Deborah asintió.
—Tampoco le contarás a nadie, ni volverás por más. —Levka la miró a los ojos—. Será una vez. Solo eso tendrás de mí.
Deborah lo miró a los ojos y afirmó con la cabeza. Levka cortó el otro tirante. Con fuerza bajó el vestido hasta el suelo. Deborah no se sintió expuesta ni descubierta. Entrenó todo lo que le harían.
—Si logras caminar cuando termine contigo, pasarás la primera.
Levka movió el filo de la navaja alrededor de los pezones de la mujer. Deborah mantuvo la mirada sobre él. Levka deslizó la hoja por el abdomen hasta detenerse en la ropa interior. Usó la otra mano para acariciar su sexo sobre la ropa interior. Eran toques leves, sutiles, algo que no debía alterarla como lo hizo. Sus pezones me endurecieron y sus manos se apretaron. Aunque nada podía perturbarla, por más que fue entrenada para ser una máquina, sintió algo cuando él, mirándola fijamente, acarició su entrepierna con delicadeza. Obtuvo lo que quería: excitarla.
Con la mirada en los ojos de ella, cortó la tela y la arrojó lejos. Aun con el cuchillo en la mano, tocó el clítoris de Deborah. Algo dentro de ella se estremeció. Levka lo acarició con la punta de los dedos, sintiendo como Deborah se humedecía. Guardó el cuchillo en su chaqueta y apretó el cuello de la mujer. La arrastró e impactó su espalda en la pared. Deborah sintió dolor en sus huesos, pero el placer era mayor. Él jugó, antes de sacar los dedos e introducirlos en la boca de Deborah. Delineó sus labios con ellos. Acaricio su cuello y volvió a introducirlos en su boca. Cuando estuvieron mojados, los enterró en su v****a. Deborah mordió su labio y elevó la punta de los pies. Él se apoderó de ella, taladrando lentamente, sintiendo como su piel palpitaba por su toque.
Levka mantuvo la mano en el cuello de Deborah. Sus ojos abiertos, su m*****o palpitando en el pantalón. La necesitaba, quería poseerla. No se sentía así desde Selene. Con el pulgar jugó con su clítoris, mientras los dedos la llevaban al borde. Él acercó su rostro al cuello de la mujer y rasguñó con sus dientes. Lamió su piel hasta el oído y le ordenó venirse para él. Con sus dientes mordisqueando la oreja, movió los dedos más rápido, violentamente, llevándola al borde. Deborah cerró los ojos y sintió como él explotaba el primer orgasmo de muchos más.
Cuando sacó los dedos empapados, los llevó a su boca y saboreó a la mujer. Ella lamió sus labios. Se sintió glorioso, aunque no debía disfrutarlo. Con el estremecimiento en su máximo esplendor, Levka apretó su cintura y la elevó. Quería probarla directamente. Ella colgó las piernas en el cuello de Levka, mientras la lengua del dominatriz lamía arriba y abajo. Mordió un poco uno de sus labios e introdujo dos dedos. Lamió su clítoris, sorbió su orgasmo y se preparó para el siguiente. No tenía suficiente de su sabor almizclado, que la apretó con fuerza. Deborah mordió su mano, ahogando los sollozos. Se dobló sobre Levka, cuando no pudo contener el segundo orgasmo. Levka lamió todo antes de bajarla.
Deborah no sentía sus piernas. Su interior vibraba por él. Levka la marcaba. Él lamió sus labios e introdujo sus dedos en la boca de ella. Deborah los lamió con los ojos cerrados. Se saboreó en su piel, lo que la excitó aún más. Levka vio que aún podía aguantar, y si no lo hacía, sabría donde enterrar su cuerpo. Él se quitó la corbata, la camisa y el resto de la ropa. Su erección era enorme, rozando el estómago de Deborah. Ella no necesitó que él le pidiera arrodillarse. Se lamió los labios cuando bajó a su erección.
Deborah abrió la boca y sintió el pálpito sobre la lengua. Como no le permitía tocarlo, deslizó una mano entre sus piernas y se tocó mientras movía la lengua alrededor de él. A Levka le encantó que se masturbaran juntos. Ella movió sus labios sobre él, entrando y saliendo de su boca. Era lento, por lo que a Levka no le gustó. Anudó el cabello de la mujer en su mano y la movió a su gusto. Rozó la garganta de Deborah con su m*****o. Ella, excitada, movió los dedos sobre su clítoris y permitió que él la domara. Levka empujaba su m*****o con ímpetu en la boca de Deborah. Al son del movimiento de su cadera, acabó en su boca. Deborah sintió el calor del semen en su lengua, al igual que su orgasmo entre sus piernas. Eran tres, sus manos y piernas temblaban, sin embargo, Levka aún no acababa con ella. Era apenas el comienzo.
La elevó tirando de su cabello. Suficiente preámbulo.
—Acuéstate sobre la mesa —demandó.
Deborah miró la mesa de cristal traslúcida. Todavía podía caminar, pero era porque aún no la torturaba como acostumbraba. Levka buscó una barra separadora y la ató sus tobillos a ella. También ató sus manos en la espalda. Abierta ante él, se colocó el condón y se introdujo en ella. Las embestidas fueron salvajes, desgarradoras. Levka palmeó su trasero hasta sentir su mano como latigazos. Con cada embestida, la azotaba con más fuerza, marcándole la piel. Clavó sus uñas en las caderas de ella y se vino dos veces mientras ella estaba boca abajo, con los labios rotos. }
Deborah sentía que moriría, no porque la estuviese torturando, sino porque le encantaba lo que él hacía. La tomó salvajemente, la marcó como un animal, la hizo morderse los labios para no gemir, pero ella quería más. Quería quedarse con él toda la noche, entre orgasmos y azotes. Le excitó que la golpeara, que la hiciera masturbarse con él, que le arrancara la ropa. Fue posesivo, dominante, algo que en toda su vida siendo una espía jamás tuvo. Durmió con muchos hombres para matarlos, sin embargo, ninguno le produjo lo que Levka le hacía. Quería que la penetrara, la ahorcara, que se viniera en su boca todas las veces que quisiera.
Cuando acabó, la giró, le quitó las amarras y la arrojó sobre el sofá. Apretó sus tobillos con ambas manos, se arrodilló sobre el sofá y la penetró una vez más. Esa vez le apretó el cuello con fuerza. Deborah no podía respirar, su rostro estaba rojo y sus labios separados. Verla agonizando, lo excitó aún más. Saber que podía quitarle vida si quisiera, lo llevó a eyacular dentro de ella. Lo enloqueció tanto la sumisión de la mujer, que olvidó el condón. Lo llevó al borde por su obediencia absoluta. Hizo lo que él pidió, y haría más de lo que él imaginó, comenzando por obedecerlo.
Deborah volvió a respirar cuando él la soltó. La mano de Levka quedó tatuada en su cuello. El cuerpo débil de Deborah limaba el sofá, cuando la giró para introducirse nuevamente. Él la colocó sobre sus rodillas y la embistió. Le ordenó cabalgarlo sin tocarlo, le pidió que se abriera de piernas sobre el sofá para él lamerla una vez más. Fueron dos horas de absoluta intensidad, donde el piso quedó cubierto de ella, el sofá se rasgó, la piel de Levka brillaba por el sudor y el color del cuerpo de Deborah apenas se veía. Él la tomó, la domó, la hizo suya. Cuando se cansó de estar con ella. Se colocó de pie y bebió un vaso de whisky. Sentía que perdía sus energías, cuando ella, adolorida y cansada, logró colocarse de pie.
Levka la miró, no asombrado, maravillado de que pasara. Deborah se enderezó, con ardor en todo su cuerpo. No la desgarró, pero su interior dolía, tenía las marcas de Levka por todo el cuerpo y el cabello desordenado. Él se mantuvo inexpresivo, sirvió otro trago y se lo entregó. Deborah lo bebió de un tirón y fue por otro. Apenas se mantenía en pie. El roce del caminar la hacía doblar el rostro. Él la abrió como una flor. Levka vio las marcas que su agresión provocó y no hizo más que excitarse por ella. Desnuda, marcada, poseída de pocas formas, lo hacían anhelar más. Deborah bebió el segundo trago, de espaldas a él.
Levka caminó descalzo hasta ella y quitó el cabello de su cuello. Dejó un beso en su piel, antes de deslizar la mano entre sus senos hasta su clítoris. Sentía la hinchazón, pero aún estaba húmeda.
—Felicidades, serdtse. Pasaste la primera prueba.
Detestó que le dijera corazón, así que giró y lo encaró.
—¿Qué gané? —preguntó apenas audible.
Levka se inclinó y rozó su oído con los labios.
—A mí —susurró.
Él deslizó la nariz por la mejilla de ella y la miró a los ojos.
—Quiero algo más —pronunció—. Me lo gané.
Levka vio que ella anhelaba su boca. Apretó la parte trasera de su cuello y la besó. Esa vez ella apretó las costillas del hombre. Sintió el calor de su piel, la dureza por el ejercicio. Su abdomen marcado, sus enormes pectorales. Sintió la suave piel de su m*****o, el escozor en su mano por la barba y la finura de las hebras de su cabello. Esa última vez que la tomó, ella sintió su piel bajo sus manos, mordió sus labios hasta hacerlos sangrar y marcó sus uñas en su espalda. Así como él se grabó en su interior, ella le marcó la espalda y los labios. El macabro hermano Antonov, no cayó rendido ante ella, se encantó por su cuerpo y la fortaleza que tuvo para soportar cada azote. Le maravilló su osadía.
Aún no estaba seguro, pero ella sería su siguiente Dama de rojo.