Ambas espías salían de su penúltima clase, cuando vieron una camioneta negra blindada detenida al otro lado de la calle. Ambas se miraron. Conocían la camioneta. Caminaron como si el mundo fuese suyo, cuando un hombre de traje a la medida y cabello recogido en una pequeña coleta de caballo, se interpuso en su camino. Lo primero que debían fingir era asombro, seguido de confusión. El hombre se quitó los lentes negros y les mostró sus ojos. Estudiaron la barba gruesa y un tatuaje en su mano derecha.
—Señoritas, mis jefes me enviaron por ustedes.
Milán tomó la batuta.
—¿Quiénes son sus jefes?
El hombro insertó los lentes en el bolsillo de su saco armani.
—El señor Levka Antonov.
Deborah apretó los dedos de sus pies y sintió el ardor en su interior por esa noche de pasión que tuvieron sobre el club.
—¿Y el otro? —inquirió Milán—. Dijo dos.
El chofer asintió con la cabeza.
—Su hermano menor, Adkik Antonov.
Milán sintió la bilis hervir en su estómago. Había conseguido atraer la atención del hermano calculador sin mover sus piezas claves. Fue simple, casi ajena a la situación. Ser una mujer fría y calculadora era una de sus mejores facetas, así que no hizo mayor esfuerzo para ganárselo. Por ello lo colocaron en su objetivo. De ser contrario, también se habría ganado a Levka, pero Deborah era mejor fingiendo un maldito orgasmo cuando no lo sentía.
Deborah revoloteó las pestañas y movió los hombros.
—¿A dónde nos llevarán? —preguntó emocionada.
Milán le dio una mirada represiva.
—No pensarás irte con ese hombre.
El chofer, que no era más que uno de los perros más fieles de los Antonov, las miró debatirse su siguiente movimiento. Le divirtió tanto que pensaran que era malo, que casi sonrió. Milán detuvo la conversación al girar para indagar al hombre.
—¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Grisa Kazakov —respondió—. El chofer de los señores y el responsable de llevarlas al lugar que dispusieron.
Deborah se acercó al hombre.
—¿Cuál es ese lugar?
—Vancouver.
Milán soltó un bufido.
—¿Nos llevará a Vancouver en auto?
Grisa se privó de hacerla entender como quería.
—Las llevaré con los señores a su mansión.
Avanzó para abrir la puerta trasera. Deborah se adelantó, sin embargo, Milán le apretó el brazo. Una mirada bastó para entenderse. El verdadero juego comenzaba. Ya no era una suposición ni una fantasía. Fueron elegidas por los Antonov. Milán soltó su brazo y siguió a su amiga al interior. Era tan acolchado como el cemento. Las chicas miraron descuidadamente sus pulseras. Estaban verdes, no obstante, el perro en el asiento delantero era suficiente para mantenerse tranquilas y calladas.
No rodaron demasiado. Por el tráfico tardaron menos de veinte minutos en elevarse a la zona más alta de Toronto. Desde allí se veía el océano en todo su esplendor. El chofer bajó y abrió la puerta para que bajaran. Los hermanos estaban sentados en los sillones de cuero, cuando vieron a las mujeres bajar. Lucían tan normales, que incluso Adkik elevó una ceja en reproche. Levka detestó que su posible Dama de rojo usara ropa de descuento. Dejó el trago en la mesa a su lado, abotonó su saco y caminó hasta le entrada. Deborah miró el traje color vino que Levka usaba y la respiración fue caliente como el humo. No entendía qué le sucedía con ese hombre, pero sus orgasmos no eran fingidos.
Milán miró al hombre rubio de porte idéntico a su hermano que se acercaba lentamente a ella. Milán insertó las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero y mantuvo el rostro petrificado.
—Eres tú —susurró Milán—. ¿Qué es todo esto?
Adkik sintió la punzada de desinterés de la mujer.
—No iniciamos bien la primera vez.
Adkik retrocedió para que su brazo abarcara el espacio.
—Soy Adkik Antonov. —Ajustó las gemelas de sus muñecas—. Y tú, aunque me costó encontrarte, eres Milán Dodani.
Ella, aunque petrificada por fuera, sintió un leve puntazo cuando los ojos azules de Adkik perforaron los suyos. Él miró los labios gruesos de la mujer, los pómulos alzados, las cejas arqueadas, el cabello ondulado y la nariz rozando lo perfilado. Era hermosa, pero increíblemente ruda, incluso para él. Milán se cruzó de brazos y miró a Levka por encima del hombro de Adkik.
Deborah fue la que se acercó. Levka era importante y lucía imponente, lo que la llevó hasta él. Deborah miró lo respingado del hombre, conjuntamente con el nuevo corte de cabello. Sus cejas tocaban sus ojos, fruncidas, como si verla después de un tiempo fuese malo. Levka frotó sus nudillos y miró el cuerpo que le permitió hacer lo que quisiera noches atrás.
—Pensé que no volverías —susurró Levka. Tenía algo pendiente con ella. Debía continuar con las pruebas necesarias para hacerla suya—. Te dije que son tres pruebas, pero imaginé que después de la primera no querrías regresar.
—Te equivocas. —Mordió su labio—. Muero por la siguiente.
Él le señaló una habitación en el segundo piso. La acompañó hasta la puerta y cerró cuando ambos entraron. La mansión era inmensa, elegante, blanca con tintes rojos. Deborah miró la lujosa habitación, la cómoda de vidrio, el ventanal con las cortinas ondeándose por la brisa, la enorme cama elevada sobre una base cuadrada y el armario abierto con diferentes vestidos. Sintió que Levka la miraba, por lo que giró y lo encaró.
—¿A dónde vamos?
Levka se mantuvo estático.
—Daremos un paseo a lo alto de la colina en Vancouver.
Deborah miró los vestidos.
—¿Te parece ropa apropiada para subir una colina?
Levka sacó las manos de sus bolsillos y tocó la cintura de la mujer, atrayéndola a él. Deborah despegó los labios, con los brazos flácidos. La última vez la regla era no tocarlo.
—Te vestirás para mí —demandó Levka.
Cuando la soltó, Levka caminó hasta el armario y sacó un vestido rojo. Enarcó una ceja. No necesitó pedirle que se quitara la ropa. Su gesto fue suficiente. Ella se quitó la chaqueta, las botas y el pantalón. Llevaba ropa interior negra de encaje. Levka elevó la mirada del vientre a los ojos claros de la mujer.
—Quitátelo todo.
Levka sacó un ligero del cajón y se lo entregó.
—¿Seguirás ordenándome?
Deborah se quitó el brasier.
—Eres mía ahora —finiquitó Levka.
Cuando la ropa interior salió de sus piernas, subió el ligero y lo ajustó en su cintura. No la cubría nada y su pecho quedó expuesto. El vestido era ajustado, a media pierna, con una abertura que llegaba a su cintura. Cuando Levka la miró con el vestido puesto, ella giró seductoramente y se elevó en puntillas.
—¿Te gusta?
Siendo el hombre frío al que no le importaba nada, buscó las bolas de geisha y las colgó entre sus dedos. Deborah miró lo que la llevaría a ser la sumisa que Levka Antonov buscaba.
—Usarás esto.
Deborah conocía lo que eran y su funcionamiento. Tampoco era la primera vez que las usaba. La torturaron con unas. Se las quitó de la mano, subió al pequeño banco de la cómoda, se agachó un poco e intentó hacerlo. A Levka no le produciría el mismo morbo si él no lo hacía, así que caminó hasta ella y se las quitó de la mano.
—Yo lo haré.
Con las piernas dobladas, Levka aprovechó que el liguero no era más que tiras ajustadas a su cintura, para estimular su clítoris. Le susurró silencio en el oído y usó dos de sus dedos para masturbarla. Sintió la humedad de su sexo, cuando sus dedos se resbalaban sin problema. La masturbó rápidamente, haciendo que sus pezones se endurecieran, mordiera su labio para no gemir y sentir sus piernas débiles. Sin delicadeza, Levka introdujo las dos bolas en su v****a y apenas dejó una pequeña parte del cordón afuera. Palmeó su clítoris delicadamente y la bajó del banco.
Deborah se movió y sintió las pequeñas bolas golpearse entre ellas. Levka quería mantenerla húmeda durante el viaje. No eran para estimularla, era para aumentar el tono muscular. Deborah movió las piernas, insaciable por la fuerte excitación de Levka. Solo la encendió y no lo terminó. Sintió sus duros pezones golpear el vestido, más cuando Levka los estimuló por encima del vestido. Él quería hacer tantas cosas con ella, pero cuando estuvieran en el lugar que les querían mostrar. Él le indicó que se colocara los tacones y anudara su cabello en una coleta para que su cuello quedara expuesto. Deborah se colocó diamantes en sus lóbulos y un labial rojo sangre. Cuando Levka la miró terminada, no hizo más que elevar un poco su ceja izquierda en aprobación.
—Perfecta —susurró—. Vámonos.
Así como Levka tenía ropa preparada para Deborah, Adkik tenía un vestido azul en la cama de Milán. Ella miró el vestido sedoso reposando sobre el edredón blanco. Adkik siguió a Milán, después de ordenarle que conociera su habitación. Milán no se deslumbró. Solo vio una habitación común, con un acabado liso, ausencia de brillo y vida. Era igual que un hotel cinco estrellas. Lo único diferente era el hombre en la habitación, esperando por ella.
—No usaré un vestido —anunció—. Nunca uso vestidos.
Adkik la miró a los ojos.
—Si lo haces tendrás el martini que pedías aquella noche.
Milán le sonrió irónica.
—Sería un martini ambicioso. —Él frunció el ceño—. Me darás lo que crees que quiero, por algo que tú quieres. Quieres tenerlo todo, aunque las personas no te lo den. Eso es ambición.
Adkik sintió que esa petulante mujer era perfecta para él.
—No —le respondió—. Es una bebida.
Milán plantó sus pies.
—No me vestiré para ti. Ni siquiera te conozco.
Adkik enderezó la espalda.
—Por eso están aquí. —Miró sobre ella—. Les diremos algo de nosotros. Si deciden quedarse, será bajo su responsabilidad.
Milán cruzó los brazos.
—Supongo que hay condiciones.
Adkik asintió lentamente.
—¿El vestido seductor es uno? —Adkik solo la miró—. Ni siquiera debería estar aquí. Seguí a Deborah, que si quiere con el psicópata de tu hermano. Y si tienen la misma sangre, les gustará lo mismo: dominar a las mujeres hasta su punto más alto.
Adkik no pensaba como su hermano, sin embargo, si le gustaba la sumisión de las mujeres, aunque dudaba que ella se sometiera a él. Era demasiado salvaje, era una fiera, una l’vitsa. Ella lucía como una general, con el porte rudo y la crudeza en sus palabras. Él no quería una mujer sencilla de llevar a la cama como Deborah, pero Milán sobrepasaba el nivel. Ella era completamente letal. Cualquier palabra que él usara, ella la tergiversaría.
—Me recuerdas a una meduza (medusa).
Milán lo miró acercarse a ella.
—La avispa de mar es la criatura viva más letal que existe en todo el mundo. Ella, por su bioluminiscencia, brilla en la oscuridad, lo que alerta del peligro. —Adkik rodeó el cuerpo de Milán—. El tiempo de muerte después de que el tentáculo toca tu piel, es de tres a cuarenta y ocho minutos de profunda agonía. Si tienes suerte puedes sufrir un ataque al corazón y morir más rápido.
Adkik inhaló el aroma del cuerpo de la mujer. Su perfume era fuerte, adictivo. Adkik continuó rondando el cuerpo de Milán.
—Ella es hermosa, sin corazón, dispuesta a asesinar sin piedad. —Adkik dejó de rondar a su presa y se detuvo frente a ella—. Así eres tú. Preciosa por fuera, pero envenenada por dentro.
Milán jamás tuvo una descripción más acertada.
—Lo más peligroso siempre será lo más hermoso.
Adkik concordó con ella, pero no lo dijo.
—Vístete —demandó—. Es una orden.
Adkik esperó que ella se quitara la ropa.
—Mira, prospecto de hombre, no haré nada de lo que digas. —Milán dio un paso adelante—. Si quieres que me coloque tu absurdo vestido, tendrás que quitarme la ropa tú mismo.
Esa no era una propuesta, era un reto. Milán sabía que él podría hacerlo sin problema. Por eso, cuando sacó la navaja de su bolsillo, ella miró el filo brillar bajo la luz natural. No se atemorizó. Lo miró a los ojos y abrió los brazos. Si era tan despiadado como decían, sería capaz de enterrar la hoja de la navaja en su piel. Y aunque Adkik estuvo tentado, tocó la chaqueta de la mujer y deslizó el filo de la navaja por la costura. Lo mismo hizo con el resto de su ropa.
Milán vio su ropa hecho jirones en el suelo. Sus senos estaban cubiertos por una ropa interior unicolor. A Adkik no le sorprendió. La vio vestirse ese mismo día en la mañana. Rozó el brasier con el filo de su navaja. Milán no se tensó, ni dudó en mantenerle la mirada. Si lo que a los hermanos les gustaba era provocar miedo, ella no les daría el gusto. Adkik guardó el filo de su navaja y la llevó a su bolsillo. Empujó a la mujer por el estómago y la arrojó sobre la cama. No usaría su fuerza con ella, pero quería que lo obedeciera como la rubia en la habitación continua.
—Vístete —repitió entre dientes.
Milán sujetó el vestido y lo metió por sus piernas como él quería. La elasticidad de la tela marcó sus curvas, lo firme de su estómago y los brazos ejercitados. Adkik elevó un dedo, rodeó a la mujer y le cortó la liga que amarraba su cabello. Retrocedió y miró el trabajo final, que aunque le costó, lo disfrutó. Verla convertida en una ledi (dama) era el principio de todo. Lucía sus piernas. Su busto alzado, ocultaba su cuello con el cabello y marcaba sus rasgos faciales.
—¿Y mi martini? —preguntó Milán—. Ya soy una dama.
Adkik no le respondió. Abrió la puerta y bajó las escaleras.
—Maldito desgraciado —susurró Milán al mirarse en el espejo.
Si él quería que usara un maldito vestido, sería a su manera. Encontró tijeras en la cómoda. Le cortó las mangas, el ruedo y lo dejó como un embudo. Colocó su cabello sobre su hombro y lo dividió con sus dedos. Con sus converse, lucía como una adolescente mal vestida, pero increíblemente atractiva. Cuando bajó las escaleras, Adkik la miró con los ojos entreabiertos.
—Encontraste las tijeras —pronunció.
Milán fue hasta la barra por la bebida.
—Te dije que no uso vestidos.
Él deslizó el martini hasta ella, pero antes de que pudiera sujetarlo, él lo elevó y arrojó por su garganta.
—Sin premio —finiquitó al colocar la copa en la barra.
Milán movió los ojos hasta la botella de whisky al fondo. Estiró la mano para sujetarla, pero Adkik la apretó con fuerza. Se miraron a los ojos, con fuego en sus miradas. El deseo al igual que el odio creció entre ellos. El toque de la piel del otro fue suficiente para iniciar algo de lo que no se arrepentirían. El trabajo de Milán era encontrar los puntos débiles, no meterse en la cama con él.
—Suéltame —demandó ella.
Adkik, en lugar de soltarla, la apretó con más fuerza.
—No volverás a desobedecerme. —La atrajo a él—. Si lo haces de nuevo, te castigaré como solo yo sé hacerlo.
Milán se removió, los labios en una línea y el odio naciendo.
—No eres nadie —susurró ella—. No eres nadie en mi vida.
Sus pechos se rozaban. Adkik apretó su otro brazo, pero Milán elevó la rodilla para estamparla contra su entrepierna.
—Ni lo pienses, meduza —advirtió con su nariz cerca de la ella—. Hazlo y no saldrás caminando de aquí.
Ella continuó moviéndose, con sus rostros casi rozándose. Adkik se cansó del movimiento de la mujer y la soltó. Ella estiró el brazo y sujetó la botella. Salió detrás de la barra y caminó al otro lado.
—¿Quién carajo son ustedes? —preguntó.
—Lo sabrán pronto —respondió Levka al bajar las escaleras con Deborah detrás—. Hora de irnos, brat.
Adkik deslizó la mirada de Levka a Milán. Ella llevó la botella a su boca y bebió el whisky puro. El calor del licor bajó por su garganta y encendió aún más el odio por el hombre. Adkik rodeó la barra y subió a la camioneta. Los hermanos irían en la principal y las mujeres en la otra. Cuando todos subieron, las camionetas se dirigieron hacia el hangar de los Antonov. Las mujeres bajaron y colocaron los pies sobre el piso pulido. Ante ellas estaba un gulfstream 450, con rapidez de más de ocho mil kilómetros por hora. Deborah era experta en aviones, por eso fue la primera en adivinar la marca y modelo. Ella le sonrió a Levka y subieron.
Era espacioso, color marfil, con butacas acolchadas, un sillón y varias mesas. Como Milán sabía que un viaje de cuatro horas aburriría a Levka, se sentó mirando a la cabina de los pilotos. Tocó la madera de la mesa y estiró las piernas. Con la botella sobre la mesa, encontró los vasos en el primer compartimiento del baúl cerca de su asiento. Levka llevó a Deborah hasta sus asientos para iniciar el ascenso. También entraron sus cuatro escoltas y Adkik se sentó justo enfrente de Milán. Ella no evitó mirarlo desinteresada. Adkik enarcó una ceja y se colocó el cinturón.
Una vez que el nivel se estabilizó, Deborah fue al baño para refrescarse. Sabía que él la tomaría en cualquier momento. Y las jodidas bolas no la dejaban concentrarse. Traía consigo recuerdos que esperaba olvidar. Cuando salió y pasó junto a Milán, notó que ella miraba por la ventana, con la botella en su boca.
—Dame eso. —Adkik se la quitó—. No dejaré que bebas más.
Milán se estiró, pero él se elevó de la silla y guardó la botella en el baúl de licores. Milán también se colocó de pie y caminó hasta el baño. Colocó las manos en el lavado y se miró en el espejo. El trabajo era como cualquier otro, pero no entendía por qué ese hombre sacaba lo peor de ella. Lo odiaba, pero también quería algo más. Cuando la tocó, algo dentro de ella se encendió, y cuando lo miraba a los ojos, ese sentimiento no hacía más que crecer. Deseó que las cuatro horas transcurrieran rápido, aunque a esa velocidad, llegarían en menos de tres a Vancouver.
Mientras ella se debatía, Levka tiró de la mano de Deborah y la llevó hasta el sillón. Sus escoltas estaban al otro lado del avión, y su hermano estaba convenciendo a la castaña para que lo apuñalara con un botella rota. Levka se sentó con las piernas abiertas y miró por encima de su hombro a sus escoltas.
—Sube —invitó él—. Estarás más cómoda.
Deborah se sentó sobre su regazo. El vestido subió y dejó una abertura entre sus piernas. Levka llevó sus dedos al clítoris de ella. Deborah apretó el cuello de él y lo besó. Él no lo impidió. La primera prueba era para ello, para permitirle tocarlo. Insertó la lengua y saboreó el whisky en su boca. Mientras los dedos de Levka resbalaban sobre su clítoris, ella apretó su cuello con fuerza y llevó su mano a su pecho. Quería gemir en su boca, pero sería castigada si lo hacía. Cuando él tiró de su labio y llevó sus labios a su cuello, ella tiró la cabeza hacia atrás y mordió su labio. Deborah se elevó un poco, deseando que introdujera sus dedos y la hiciera venirse. Odiaba lo que ese hombre le hacía a su cuerpo, pero lo disfrutaba el doble. Amaba cuando la estremecía de placer.
Cuando ella llevó sus dedos al cordón, él palmeó con fuerza.
—Lo que quiero hacerte, no será aquí.
Ella volvió a besarlo e insertó sus dedos en su cabello.
—Por favor —suplicó sobre sus labios.
Ella movía la cintura sobre los dedos de Levka. Lo quería dentro de ella en ese instante. La humedad no hacía más que crecer. Los pezones reventarían la tela del vestido, sus piernas temblaban y su sexo goteaba. Lo necesitaba igual de fuerte que la primera vez. Él quitó las manos de su sexo e introdujo los dedos en la boca de ella. Deborah los lamió como un manjar, lo que hizo palpitar el m*****o de Levka. También la quería, y no podría esperar.
—Por favor —suplicó de nuevo mientras lamía sus dedos—. Quiero que me cojas tan salvaje como la primera vez.
Levka tiró del brazo de la mujer y la llevó hasta la parte trasera. Tiró las flores, un par de vasos y una cafetera al suelo. La sentó sobre una pequeña mesa y tiró del cordón con violencia. Introdujo sus dedos y taladró su interior. Cubrió su boca con la mano y lamió su cuello hasta la oreja. Mordisqueó su lóbulo y la hizo mover la cintura al son de sus dedos. Cuando sintió que ella no lo soportaría, la elevó por la cintura e impactó la pared. Introdujo su m*****o con tanta fuerza, que Deborah sollozó. Lo sintió grande, fuerte, duro, exquisito. Él la restregó con fuerza sobre la pared. Los senos brincando, sus labios separados, los ojos abiertos.
Quería ver lo que le provocaba al hombre, así como él necesitaba sentir como el orgasmo de ella llenaba su m*****o. Apretó su cuello con fuerza y la mantuvo estática, con el movimiento de su m*****o contra su v****a. Ella clavó las uñas en los hombros de él. Levka apretó la mandíbula y miró los ojos de ella, justo cuando el semen explotó en su interior. Ella, con la respiración agitada, recuperó el aliento con lentitud. Levka no estaba ni remotamente cansado. La miró a los ojos, el mador salpicando su frente. Cuando lo sacó, el semen resbaló por los muslos de ella. Llevó una mano hasta el líquido y lo saboreó.
Levka apretó su cuello y la estampó contra la pared. Devoró su boca con hambre y palmeó su sexo húmedo.
—Desde ahora eres mía —gruñó sobre sus labios.
Introdujo de nuevo los dedos en ella.
—Todo esto es mío —reafirmó Levka.
Cuando soltó su cuello, la llevó al baño para limpiarla. Y aunque sus escoltas no podían emocionarse con lo que el ser hacía, tuvieron una erección golpeando su pantalón al escuchar el cuerpo de la mujer golpear la pared. El romanticismo se quedó en los libros. A ellos también les gustaba el salvajismo. Y Grisa, después de conocer a la que sería la siguiente Dama de rojo, no dejó de excitarse con ella. De inmediato recordó lo que le sucedió a la Dama anterior, y donde terminó su antiguo compañero. Fue asqueroso. Los obligaron a comerlo, para demostrarles que ellos tenían el poder de destruirlos con tan solo una orden.
Si querían vivir, debían quitar sus ojos de las krasnaya ledi.