El viñedo de los Antonov, era como una casa de campo para ellos. Ajeno a que eran dueños de uno de los viñedos más grandes, tenían una villa en la parte más profunda del lugar. No era tan maravillosa ni amplia como la de Toronto, pero era lo bastante cómoda para nadar en una enorme piscina sin limitaciones.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué tiene tanto dinero?
Adkik miró a los trabajadores recolectar las uvas. También tenían las empresas para la fabricación y distribución del vino.
—Trasportamos cosas —respondió él.
Milán miró como las personas evitaban mirarlos a los ojos.
—¿Drogas? ¿Armas? ¿Personas? —indagó—. El miedo es fundamental para ustedes, lo que me hace suponer que no son buenas personas. Además, nadie aquí los quiere ver.
Levka apretó la cintura de Deborah y la empujó adelante. Se quedó prendada de la vista. Estaban en lo alto, con el océano cerca, la ciudad debajo, las personas recolectando para ellos. Eran tan poderosos como sus carpetas los describían. Ella le sonrió y continuó caminando. Imaginó que cada persona en el lugar estaba allí pagando aluna deuda o por temor a una matanza familiar. Tal como lo dijo su compañera, el miedo era fundamental para ellos.
—¿No responderás? —inquirió Milán.
—Todo un poco.
Milán fingió sorpresa, aunque una parte de ella sí se sorprendía. No todos los días encontraban criminales que aceptaran sus delitos. Ellos estaban bien haciendo el mal. Se enorgullecían de lo que hacían, lo que era un tanto peculiar. Milán se detuvo al escuchar sus palabras. La brisa lanzó su cabello contra su rostro. Adkik se colocó los lentes de sol e insertó las manos en sus bolsillos. La conversación lo aburría, pero debían tenerla cuanto antes, solo así llegaría a la fase que a él le fascinaba.
—¿Trafican personas? —preguntó Milán entre dientes.
—¿Qué? —Deborah se detuvo—. ¿Es cierto?
Levka tragó y continuó caminando. Ambas mujeres se miraron y Deborah siguió al suyo. Milán quedó detenida en uno de los caminos del viñedo, con el sol golpeando su nuca.
—Aún no revelaré todo —afirmó Adkik.
Pasó a su lado y continuó caminando. La tierra estaba húmeda, no se escuchaba más que las ramas partiéndose y los suspiros de los trabajadores. Los Antonov tenían control absoluto de ellos. Milán soltó un suspiro y continuó caminando. Los salvarían a todos, incluidas las personas que recolectaban para llevarlas a los países bajos, el sur de Europa y un trato con los jeques en Arabia.
Milán trotó hasta mantenerle el paso a Adkik.
—¿Nos lo dicen porque si los delatamos nos matan? ¿Esto es un juego para ver si les tememos? —Adkik no respondió—. Lo supuse. Sabía que había algo detrás de toda esa frivolidad.
Milán chasqueó su lengua.
—Son rusos. —Recordó que tenían un acento maravilloso—. No podrían simplemente tener una línea de cruceros. Debe haber mucho más escondido detrás de todo esto.
Adkik la apretó por el brazo. No quiso sujetarle el cuello porque aún no era suya, pero la callaría a como diera lugar.
—No me obligues a callarte —susurró entre dientes.
Milán miró su reflejo en los lentes oscuros y se soltó.
—No me obligues a golpearte —replicó ella.
Esa vez no permitió que él la dejara atrás. Fue ella la que lo hizo. Deborah entró a la villa. Eran varias casas pequeñas, cada una unida en un amplio terreno rectangular. Entraron a la central. Las paredes fueron sustituidas por ventanales que abarcaban del suelo al techo. Había pocas cosas. El espacio era inmenso, con una piscina casi olímpica redondeada en los extremos. Milán miró el piano de cola. Recordó que años atrás, antes de ser elegida para ser un espía, quería tocar el piano. Vio a Adkik detenerse en el umbral que dividía el salón de entretenimiento con la piscina.
—¿Tocas?
—Mi hermano. —Miré a Levka—. Mi otro hermano.
—¿Cuántos son?
Ella lo sabía, pero debía fingir interés.
—Cuatro.
Adkik miró las piernas descubiertas. Hizo jirones su ropa, sin embargo, la vista que le ofrecía era mejor que la anterior.
—Bienvenidas a su hogar temporal —pronunció.
—¿Hogar temporal? ¿Así le dicen a los secuestros?
Levka miró a Milán. Había algo en ella que lo llamaba. Ella era su primera elección, tan salvaje, dominante, agresiva. Mientras ella le mantenía la mirada a Adkik, Levka dio dos pasos en su dirección.
—Eres insolente.
Milán frunció el ceño. Aunque le comentaron que Levka era el más intimidante, había algo en Adkik que la trastornaba. Él era misterioso, callado, oscuro. No era el líder. Era quien mantenía a la familia unida. Levka sintió algo más profundo en su estómago. Fue un retorcijón por la resistencia de la mujer. Aunque su hermano pensaba que era aburrido dominarlas como juguetes, para él era como el juego del gato y el ratón. Era divertido, casi orgásmico.
—Se quedarán aquí veinticuatro horas —pronunció con la mirada en ella—. Les haremos pruebas, firmarán y podrán irse.
Milán cruzó los brazos.
—¿Pruebas? ¿Firmar? —Elevó una ceja—. ¿Somos ratas?
Levka movió un centímetro su boca. Lo excitaba tanto, que debía pensar en algo antes de sujetarle el cabello y empotrarla contra una pared hasta que su m*****o se tatuara en su interior. No solo iría en contra de cualquiera de sus reglas, sino que era la mujer que su hermano eligió desde un principio. «Si no le eres fiel a tu propia familia, no mereces llamarte líder». Las palabras de su padre elevaron un escalofrío por su columna vertebral y quitó la mirada. Adkik sintió la tensión entre ambos. A Milán no le importaba, pero a Adkik le molestaba que deseara a su mujer.
—Muévanse —demandó Adkik.
Levka reprimió sus intentos llevándose a Deborah por el brazo hasta la siguiente casa. Ella era tan obediente como un cachorro, lo que volvía sencillo su dominación. Si fuese más resistente, lo mantendría interesado. Milán caminó en medio de los hermanos, con las manos en su estómago y la mente en el maldito frívolo de Adkik. Adkik pensó en tantas cosas al mismo tiempo, que tendría una dura conversación con su hermano por el sentido de pertenencia que comenzaba a sentir por Milán.
Las mujeres bajaron unos pequeños escalones, caminaron por un largo pasillo y entraron a otro lugar. Dentro de la casa estaba un espacio abierto, con un tragaluz de cristal. Había sillas con esposas de cuero, unas bandejas de cirujano, frascos, un par de armas y una cama de hospital. Deborah maldijo por dentro. Las interrogarían, tal como lo hicieron diez años atrás en Rumania.
—¿Para qué es todo esto? —preguntó Deborah.
Levka sería el encargado de explicarles.
—Las ataremos a las sillas y les inyectaremos una droga.
—¿Una droga? —Asintió hacia Milán—. ¿Para qué?
Levka soltó el botón de su traje.
—Para saber quiénes son realmente.
Milán miró a Adkik sobre su hombro derecho.
—Es una droga de la verdad. —Escaneó toda la pequeña habitación—. Creí que solo existían en las películas.
Levka miró a Deborah.
—Es tiopentato de sodio, con una dosis baja de escopolamina y temazepam. —Uno de los músculos de Deborah se tensó al conocer los componentes. Tenía horribles recuerdos con los barbitúricos—. Lo inyectaremos intravenoso y nos dirán toda la verdad. Si no se resisten a él, no será doloroso.
Milán miró las jeringas de metal en la mesa. No solo podrían contraer tétano, sino que la tortura era habitual en los Antonov.
—¿Es la droga de la violación?
Levka meneó la cabeza.
—Son barbitúricos, no drogas de violación. Fueron diseñadas para hacerlas hablar. Algunas —Levka miró a Milán— se les dificulta hacerlo, así que debemos influenciarlas.
Deborah frotó sus brazos. Levka la miró nerviosa. Milán también miró a Deborah. Sabía cuánto sufrió con esas drogas cuando apenas comenzaban sus entrenamientos. Con los años se le hizo más sencillo, pero eso no evitaba que los malos recuerdos emergieran. Sería difícil mantener la mentira con los recuerdos que la trastornaban. Milán no pestañeó hasta que ella la miró. Usaron el código morse de pestañeos para decirle que estaría bien.
Deborah miró a Levka. Él estaba encantado con la idea de torturarlas hasta que confesaran si eran espías, fueron contratadas por el gobierno o fueron enviadas por sus enemigos los italianos. Él intuía que había algo más escondido. Años atrás lo engañaron al intentar infiltrarse. Eran espías poco calificadas por los gobiernos, las cuales sufrieron un peor destino que Ivana.
Levka elevó el rostro de Deborah con su pulgar.
—¿Quieres nuestra verdad? —preguntó nerviosa.
—Sus secretos inconfesables.
Deborah asintió con la cabeza. Él movió las manos para que se sentaran. Adkik inhaló el aroma del cuerpo de Milán cuando le ajustó las esposas. Olía almizclado. Deborah temblaba bajo las manos de Levka. Él no lo entendía. Era una prueba común. En su mundo de torturas, una más era como un cambio de ropa interior o comprar una caja de balas en el mercado n***o.
—Si no temes, no te alteres —afirmó al erguirse ante ella— La droga tendrá efecto a los treinta segundo de ingresar a la sangre. Y durará ocho minutos en su sistema antes de desaparecer.
Milán sabía que la efectividad de la droga era casi nula en ellas. También las sometieron a ellas cuando estaban en periodo de entrenamiento. El más leve era el sodio amital, sin embargo, las que ellos escogieron las sedaban, bajando la velocidad de pensamientos cerebrales. Eran inhibidores, barbitúricos adictivos y extremadamente peligrosos. Las llevarían a la zona gris, cuando entras en la inconciencia, haciéndolas más conversadoras.
Introdujeron las jeringas en sus venas. El líquido era verde grama. Usaron una dosis grande, lo suficiente para marearlas tal como una botella de vino lo haría. Debilitarían su corteza cerebral, lugar donde se procesaban los pensamientos, impidiendo que pudieran pensar una mentira. En bajas dosis, ellas podrían luchar contra ellos, haciéndoles más complicado el dominio absoluto. Levka quería reprimir las funciones corticales superiores, lo que les haría difícil mentir y deslizaría la verdad por sus lenguas.
Levka miró a Adkik. Él miraba la respuesta de Milán a ella. Era la más ruda de ambas, por lo que supusieron sería la más complicada de hablar. Les colocaron un aparato en el pecho para medir su frecuencia cardiaca. Las mentiras aceleraría el pulso.
—Sacará a flote sus fantasías escondidas, sus secretos oscuros, sus fetiches reprimidos —articuló Levka—. Se sentirán drogadas.
La droga no solo les haría decir la verdad, sino que haría difusa la memoria en un lapso corto de tiempo. No sabrían recordar lo que dijeron, ni podrían desenlazar sus pensamientos. También disminuiría su tensión arterial y aumentaría la frecuencia cardiaca, sin mencionar que su respiración sería más lenta y de igual forma el flujo sanguíneo cerebral. En Deborah sería igual que las veces que fue sometida a él: sedación, desorientación y excitación.
Deborah miró borroso el cuerpo de Levka. La respuesta de retención de su voz era lenta. Lo escuchaba lejano, difuso. Milán mantuvo su consciencia, pero no lo suficiente para facilitárselo.
—Comencemos sencillo —habló Levka—. ¿Cómo se llaman?
Milán fue la primera en responder, eso le daría tiempo de respuesta a Deborah. Adkik estudió los latidos de ambas en la computadora. Cuando Levka comenzó a interrogarlas por su trabajo, su familia, cómo llegaron esa noche al bar e incluso si tenían una relación más profunda que una amistad, ellas mantuvieron sus mentiras. Los latidos no aceleraban.
—¿Qué pensaron cuando les contamos lo que somos?
—Que están locos —respondió Milán.
Deborah movía la cabeza lentamente, con los ojos entreabiertos.
—Me encantó saberlo. Por eso eres tan bueno en el sexo.
Levka se acercó a Milán. Había algo que lo mantenía interesado en ella. Solo bajo ese efecto podría decirle la verdad sin que Deborah se molestara. Ni siquiera le importó lo que Adkik pensara.
—¿Tú también quieres sexo conmigo?
La mandíbula de Adkik se apretó.
—No —respondió rápido—. No eres mi tipo.
—¿Y quién lo es? —Levka se irguió—. ¿Mi hermano?
Milán cerró los ojos con fuerza y apretó los puños.
—Si te resistes, dolerá.
Ella no quería, era algo íntimo, pero lo diría, así lo seduciría.
—Sí —afirmó—. Quiero cogerme a tu hermano.
Adkik miró los latidos. No era una mentira. Elevó la mirada y la vio mover los hombros. No era algo que quisiera decir, pero era la verdad. Algo cambió. Ella si lo deseaba, solo que se resistía.
—Bien. —A Levka no le agradó, así que cambió el tema—. ¿Para quienes trabajan? No creo que sean simples ciudadanas.
Milán no tardó en responder que trabajaban en el hospital de Orlando. Estaban allí para culminar un posgrado. Levka lo preguntó cinco veces más. Ellas mantuvieron su mentira. Lucharon con todas sus fuerzas. Para eso fueron malditamente entrenadas por los mejores en la fuerza israelí. Si había alguien más implacable en la sociedad secreta, eran ellos. No temían doblarlas como papel mojado hasta que hicieran lo que pedían. Necesitaban más que una droga de la verdad para hacerlas hablar.
—¿Nos delatarían? ¿Serían capaces de vendernos a la policía? —Adkik cruzó los brazos—. ¿Se creen capaces de matarnos?
Fue la pregunta más difícil de evitar. La respuesta cerebral era lenta. Lucharon para que la verdad no se mezclara con la mentira. No estaban realmente conscientes de lo que sucedía. Estaban en un jodido limbo sin color, donde las voces llegaban como un eco. Deborah logró responder primero. Dijo que sería incapaz, no solo porque sabía que la matarían, sino porque amaba el sexo con él. Levka miró a Milán. Ella luchaba con la droga en su mente.
—¿Tú serías capaz de matar a Adkik? —le preguntó.
La tensión en la habitación era estratosférica.
—No —confesó una mentira—. No podría matarlo.
—¿Por qué? No te agrada.
Adkik salió detrás de la computadora y Milán apenas vio la sombra erguida sobre ella. Todo era difuso como la neblina.
—No quiero matarlo. —Lamió su labio—. Quiero que sea mío.
El m*****o de Adkik pulsó cuando escuchó la verdad. Miró la hora en su reloj. Solo tenían oportunidad para una pregunta más.
—¿Matarían por nosotros? —preguntó Levka.
Ambas mujeres afirmaron con la cabeza. Una muerte más no marcaría ninguna diferencia. Sería sencillo para ellas asesinar a alguien que lo mereciera. Fueron ocho minutos de agonía, dolor y muchísimas mentiras, pero bastó para aliviarlos un par de días. Ellos sabían que las drogas no eran cien porciento efectivas, no obstante bastarían para eliminar un par de incógnitas. Las mujeres culpables que fueron interrogadas, siempre perdieron. O ellas tenían una enorme resistencia, o decían la verdad.
Cada uno soltó a su mujer. Las sujetaron en brazos y las llevaron a sus habitaciones. Estarían en casas separadas. Adkik llevó a Milán a la secundaria. Abrió la puerta y la acostó. Una vez que el efecto pasara, se sentirían mareadas de media hora a cuatro horas. Milán estaba dormida. A eso si no logró resistirse. Adkik miró su cuerpo indefenso sobre la cama. Pudo violarla sin problema, pero se resistió grandemente. Hacerlo no sería algo que él haría, menos con una mujer que sí lo deseaba. Lo más que terrible que hizo en el pasado, fue acuchillar a una mujer por fingir un orgasmo. Fue antes de controlar sus emociones como su padre le enseñó.
Reuniendo toda su fuerza de voluntad, cerró la puerta de la habitación y bajó a beber whisky. Adkik era el hermano más controlado, completamente diferente a Levka. Él arrojó a Deborah sobre la cama. Estaba medianamente lúcida, por lo que Levka la volteó y arrastró sus piernas hasta el borde. Cuando sus rodillas impactaron el suelo, Levka bajó su cremallera, abrió las piernas de la mujer, elevó el vestido y se introdujo en ella. Deborah apenas pudo sentirlo, pero el vaivén de su estómago sobre el filo de la cama la mareó aún más. Levka le golpeó el trasero hasta que la marca de sus manos quedó como una quemadura.
—Moy ledi —gruñó en su oreja—. Te marcaré como mía.
Con los brazos de Deborah sobre la cama, Levka apretó su cintura y se empujó con más fuerza. Vertiginoso, inclemente, frotando su clítoris con fuerza, aun inconsciente, hizo que se humedeciera lo suficiente para resbalarlo dentro de ella. Deborah recobró el conocimiento cuando sintió una sensación similar a las ganas de orinar. Sus piernas temblaban y su vientre sufría espasmos placenteros. Ella encorvó la espalda y apretó la sábana. Levka sintió que ella regresaba a él. Con fuerza, golpeó su trasero con sus muslos. Fue un golpeteo intenso, tanto que el trasero de Deborah quedó amoratado cuando él sacó su m*****o.
Deborah quedó arrodillada como una monja. Sus muslos temblaban. El vestido se elevaba por encima de su ombligo. Él no la acostó ni la subió a la cama. La dejó allí, tal como una prostituta. Deborah reunió fuerzas para levantarse del suelo y arrojarse sobre la cama. No sintió nada más que semen corriendo por sus muslos. Se hizo un ovillo, con las piernas en su pecho. No lloró, no se maldijo ni deseó que él no lo hubiera hecho. Se llenó de odio, peor que el que sintió cuando descubrió que los Antonov fueron los responsables de la muerte de sus padres quince años atrás.
El resto de la tarde fue más tranquila. Los hermanos se reunieron en el despacho para hablar sobre la cacería que pospusieron. Ese era el día que Adkik cazaría con los menores. Lo pospusieron para llevar a las mujeres a las últimas pruebas. El día siguiente era la final, una en la que no podían fallar. La cena fue servida a las ocho en punto. Ellas bajaron con sus vestidos reglamentarios. Sin nada más que usar, Milán se colocó uno con pedrería en el busto, elegante, con un ruedo que rozaba en suelo. Deborah usaba otro rojo, del color del vino en la mesa.
Los Antonov no sacaron sus sillas ni se levantaron de la mesa. Cada hermano estaba en un extremo, junto al plato de su dama. Les sirvieron codorniz rellena, sin postre ni elección de vino. El silencio se mantuvo hasta que Levka se levantó de la mesa y regresó con dos carpetas negras. Colocó una junto a Deborah y la otra sobre las manos de Milán. Ambas descubrieron que era un contrato de confidencialidad, con datos que no les asombraba que hubieran encontrado. Incluso había fotografías de ellas.
—¿Un contrato de confidencialidad? —Milán miró a Adkik a su derecha—. ¿Para qué querríamos firmar esto?
Levka recostó su espalda en la silla y elevó su copa. Deborah lo miró por debajo de sus pestañas rizadas. El hombre no la intimidaba. Era un objetivo, alguien que no sabría quien lo apuñaló. Esperó muchísimos años su venganza. La entrenaron dolosamente para causarle el mismo dolor que él le produjo en el corazón cuando encontró a sus padres muertos en la habitación. Y aunque Milán no hacía más que su trabajo, ella odiaba que los hermanos tuvieran todo lo que querían. Se apoderaran de cualquier persona, destruyeran una vida, vendieran a las mujeres como ganado y abusaran de ellas como un juguete s****l.
—¿Qué pasaría si no firmamos? —preguntó Deborah.
—Después de todo lo que saben qué hacemos o podemos llegar a hacer, si no firman, es una muerte no tan apacible.
Adkik mantuvo la mirada en Milán. Aunque sentiría un cosquilleo en su estómago, si era necesario la mataría. Milán miró a Levka. Una leve sonrisa se asomaba en sus labios. Lo que pensaba hacerles si lo engañaban lo excitaba.
—Es sencillo —pronunció Levka—. Firman o mueran.