—Por favor, moy ser —suplicó ella—. No me lastimes.
Él la miró a través de las pestañas rizadas.
—No me llames señor —laceró—. Siempre fui tu amo.
Ella tragó las lágrimas que se deslizaban por su nariz y elevó el mentón. No necesitaba mostrarle piedad. Él no la sentía con ninguno de sus enemigos. La mataría, descuartizaría e incineraría los restos para eliminar cualquier rastro de una mujer llamada Ivana. Levka Antonov era el más despiadado jefe de la mafia roja, del océano sangriento y de los cientos de miembros activos.
—Yo te amo —susurró ella—. Eras moya lyubov’.
Para uno de los jefes de la organización más grande de tráfico en el sur de Rusia, una súplica no bastaba para limitar su decisión, ni las palabras amorosas de una sus cientos de mujeres. La mujer ante él fue la tercera postulada que optó para ser su doncella, aquella que gobernaría a su lado como la dama roja, pero solo un error bastó para atarla de manos y pies a una silla en una bodega abandonada al norte del océano. Ella no soportaba la opresión en su pecho, sin embargo lo conocía, sabía que actuaba a sangre fría, sin importarle nada más que su propio bienestar.
El hombre de traje ajustado caminó alrededor de ella, con la mirada sobre su cabello rubio. Él pensaba una cosa: ¿cómo pudo traicionarlo? Nunca le entregó su corazón, pero estuvo a sus pies desde el instante que la coronó como La Dama de Rojo, uno de los títulos más respetables dentro de Ocean’s Red, la mafia bajo su mando. Él elevó su posición, le compró cada joya que encajó en su cuello. La hizo una dama respetable ante el resto. No obstante, para La Dama de Rojo no era suficiente con él, buscó a alguien más, uno de sus escoltas, el más insípido de todos. Un error como ese, para un hombre como Levka Antonov, era imperdonable.
—No te bastó conmigo. ¡Tuviste que involucrarte con mi tercer escolta! —gruñó él, con la mano en su mentón—. ¡Por Cataha! ¿El tercero? Habría dado mis riñones porque elegirías el primero.
Una diabólica sonrisa alumbró sus labios.
—¿Sabes dónde esta? —Se inclinó sobre ella—. Aquí.
Acarició el estómago de la vieja dama. El asco hirvió en su interior, arrojando la comida sobre sus zapatos. Las arcadas la presionaban aún más a la silla, mientras los escoltas de Antonov mantenían sus rostros petrificados. Después de años de torturas, violaciones, decapitaciones y mutilaciones, nada los perturbaba. Ver a su compañero de trabajo descuartizado en la cocina de la mansión de su jefe, era suficiente para mantenerse fieles a su amo.
—¿Cómo pudiste? —exhaló ella—. No tienes serdtse.
Una carcajada rompió el silencio dentro de la bodega. Era evidente que un hombre como Levka no tendría corazón. Los rastros de sangre que salpicaban el suelo, seguían marcando el territorio de los Red. Ninguna persona se atrevía a tocarlos. Eran poderosos como los talibanes de Afganistán, intocables como la corona inglesa, temidos como la orden secreta, y más peligrosos que cualquier organización criminal en toda Rusia. Todos ellos serían aplastados por la mano de los Antonov si no se inclinaban como sirvientes. El poder que un par de hombres manejaban, podía derrocar un gobierno, decapitar a un rey, infiltrarse en la CIA y destruir la vida de una simple mujer en segundos.
La posición de inmunidad que ella creía tener, no bastó para que su amo la dominara como tanto le fascinaba. La excitación que pulsaba en su pantalón no era suficiente para satisfacer el deseo de sangre que burbujeaba en su pecho. Las ansias de bañarse en la sangre de sus oponentes, no solo le permitían dormir en paz, sino que lo posicionaban como algo más que un mercenario temido.
—Para gobernar debes matar el corazón —susurró sobre su oreja derecha—, y sabes que me encanta en la cena.
Se irguió sobre ella. Su altura imponente lo volvía intocable.
—El de tu amante lo sazonaron perfectamente —fulminó.
Ivana lo escupió, gritó y maldijo. Nada de lo que exclamara englobaba lo que sentía por él. La Dama de Rojo lloró, sin embargo, después de conocer lo que su lyubov’ le hizo a su amante, decidió no suplicar ni rogarle piedad. El amo no conocía la piedad, los sentimientos ni nada que pudiera catalogarse como bondadoso. Hizo un acto magnánimo al sacarla de las calles y convertirla en una dama. Ninguna mujer de club sería tratada como una, pero él decidió que ella tenía un potencial que desperdiciaba bailando.
—Me engañaste —sollozó ella—. Prometiste protegerme.
Él dobló su muñeca con un poco de fuerza.
—Cuando te libré de tu deuda, te llevé conmigo y te convertí en mi dama, solo te pedí fidelidad. —La torció con fuerza, escuchando el hueso de su muñeca crujir—. ¿Me crees tan iluso para confiar ciegamente en alguien como tú? Nunca me conociste.
El ardor subía por su brazo como arañas demoniacas. Las leves torturas que Levka hacía, no eran las que pensaba ejecutar sobre ella. El leve dolor que podría producirle, no bastaba para saciar sus ansias de castigar, violentar y recalcar su irrefutable poderío. Mientras torcía sus dedos y la veía colorarse, la emoción por degollarla era casi orgásmica. Por más que deseaba torturarla hasta verla doblegarse como un animal herido, quería enviarle un mensaje al resto de sus escoltas, aquellos que dudaban de él.
La soltó, se inclinó sobre su nariz y miró el mador salpicando su frente. El dolor de una torcedura no bastaría para ahogar el deseo de muerte, ni aplacar lo que su maquiavélica mente planeaba. Cuando Levka descubrió la infidelidad, no sintió ni un ápice de dolor, ira o alguna sensación asociada a la humanidad. Sintió el placer de aplicar una venganza, de ver la sangre corriendo por la madera de la silla, la abertura en su estómago o el corazón en una bandeja de oro justo en el centro de su mesa.
—Espero lo disfrutaras. —Esa preciosa sonrisa fue la que licuó las entrañas de Ivana siete meses atrás—. Ahora es mi turno.
Levka se irguió, adecuó su reloj y se encaminó a la puerta. Casi cruzaba el umbral, cuando uno de sus escoltas intervino para preguntarle qué harían con ella. Nadie movía un dedo sin el permiso del líder, o uno de sus hermanos; los sanguinarios, perversos y diabólicos hermanos Antonov, recluidos en los pisos de arriba, disfrutando de ocho mujeres voluptuosas.
—¿Qué hará con ella, señor? —repitió.
La miró tranquila sobre la silla, con sus ojos azabache sobre los suyos. Una pequeña sonrisa ladeada destruyó la vida de Ivana King, la pequeña y antigua dama roja.
—Dale de comer a los sobaki —ordenó Levka.
El escolta asintió e inclinó la cabeza hacia el resto. Lo que harían con Ivana sería lo más despiadado existente, siendo el inicio de una nueva búsqueda para Levka. No le prestó atención a los gritos de la mujer, ni a los comentarios de sus hermanos. Subió las escaleras, dobló la esquina y pulsó el botón del ascensor. Dentro del edificio no contaba con escoltas, por lo que subió solo. Mientras el ascensor escalaba la torre de concreto, los sabuesos destrozaban la ropa de Ivana, la elevaban como un crucifijo en el aire y la tocaban indecorosamente sin tener dominio de ella.
Al abrirse las puertas en el piso treinta, sus hermanos se encontraban disfrutando del espectáculo de las clones Novikova. Eran ocho mujeres, dos para cada hermano, igual de serviciales, entregadas y placenteras. Las sumisas de los Antonov eran el delirio de sus escoltas, sin embargo no tenían permitido tocarlas. Eran sagradas para los Antonov. Ninguna persona tenía permitido colocarle un dedo encima, o recibirían una daga en el corazón.
Para no memorizar nombres, las dividían por números. Del uno al ocho, eligiendo la que querían, para complacerlos como quisieran. Eran crueles, despiadados, pervertidos y violentos. Cada hermano tenía una debilidad, sin embargo, las mujeres arrodilladas entre sus piernas, no eran una de ellas.
—Iniciaron sin mí —proclamó Levka.
Sus sumisas se encontraban bailando en el escenario bañado de rojo. Los sillones de cuero, la luz roja, la mesa de licor, la música seductora, el aire atestado de humo de tabaco, la ausencia de sonido de sus hermanos y el aroma a whiskey, lo recibieron como el rey que siempre deseó ser. Una de las mujeres, la que usaba el cabello rojo, le sirvió un trago y se colocó a su lado, esperando sus órdenes. La enorme pantalla al frente de los cuatro sillones se encendió. No solo disfrutarían del espectáculo de sus sumisas, sino que les complacería ver escaparse el último aliento de Ivana.
Viktor sujetó el cabello de su mujer y le elevó. La fuerza del tercer hermano era demasiado para la pequeña Cuatro, aún más cuando la giró y subió sobre su ingle. Ahorcó a la mujer para que brincara con mayor velocidad. Clavó los dientes en su cuello, mientras deslizaba el filo de su rui por su columna vertebral. La sensación de excitación que le producía el miedo de sus sumisas, no solo hinchaba su m*****o, sino que lo enloquecía.
El cuarto hermano tenía a su favorita entre sus piernas, con el cabello enredado en su mano izquierda. La mujer contenía las náuseas. Sabía que si vomitaba, Ignati la degollaría sin piedad. Las lágrimas bajaban por sus mejillas, mientras la fuerza del agarre lo empujaba con fuerza contra su garganta. Ignati miró el techo de cristal cuando el orgasmo se derramó en la boca de Tres. Él la apartó de inmediato, para ver como ella limpiaba sus labios con la lengua. Cada mujer sabía lo que a su moy ser le gustaba. Los sabían complacer sin provocar la fiera que dormía en su interior.
Cuando ella se elevó, Uno la suplantó. Movió su mano lentamente, pero él tenía otras intenciones. También sujetó su cabello y la llevó a la mesa. De una patada abrió sus piernas, arrojó su pecho contra la mesa y se introdujo en ella. Ni siquiera le importaba si la mujer tenía humedad o sangre. Las patas de la mesa vibraban, mientras el empuje se volvía más poderoso. La fricción, la rudeza, hizo que la mujer sollozara, un grave error. De inmediato la giró, llevó su mano a su cuello y apretó con fuerza.
—Mne zhal’ —susurró Uno—. Lo lamento mucho.
La sangre de Ignati hirvió. Lo excitaba sentir la desesperación en los ojos de sus mujeres. Cuando sus mejillas se tornaron moradas y las lágrimas llenaban su mentón, desenfundó su pistola y lo introdujo en su boca. Volvió a patear su pierna y se introdujo de nuevo, con su rostro petrificado y la sig-sauer en la boca de Uno. De todos, Ignati era el más cruel. No temía matarlas y eyacular sobre el cuerpo caliente. Le complacía asustarlas, domarlas, que le temieran al punto de obedecerlo ciegamente. Su m*****o palpitaba de placer, mientras un pequeño hilo de sangre bajaba por la pierna derecha de Uno. Ella quería llorar, gemir, gritar de dolor, pero quería permanecer con vida para matarlo.
Levka se elevó del sillón y caminó hasta el enorme ventanal. Adkik se encontraba con sus manos en los bolsillos, mirando el puerto donde atracaban sus cruceros. Adkik pensaba en el último cargamento, el que decidiría su futuro con los italianos. Le preocupaba más complacer a su hermano, que satisfacer sus necesidades. Además, prefería la soledad a compartir miradas con sus hermanos. No le excitaba ver el odio con el que las tomaban.
—Saldrá bien —aseveró Levka al entregarle un trago.
Levka necesitaba que su hermano se despejara, así que colocó su mano sobre su hombro, la deslizó hasta su cuello y lo apretó con fuerza. Era la única manera en la que demostraban quererse. Aunque cada uno era completamente diferente, tenían la familia como único motivo para mantenerse unidos. La sem’ya lo era todo. Las mujeres pasaban, el licor se acababa, sus enemigos caían a sus pies, pero la familia se mantendría hasta la muerte.
—¿No quieres ver? —Levka señaló la pantalla con la cabeza.
Adkik no deseaba ver a otra Dama de Rojo mutilada, sin embargo, no interferiría en las decisiones de su hermano. No solo atentaba contra su código de liderazgo, sino que Adkik evitaba problemas con sus hermanos. Cada uno tenía su responsabilidad dentro de la organización, y la suya no era subestimar a Levka. Siempre lo obedecía, viviendo bajo su sombra como un fantasma.
Sus hermanos terminaron con sus mujeres y les ordenaron divertirse entre ellas, mientras veían el espectáculo en la pantalla. Tanto a Viktor como a Ignati los excitaba ver a las mujeres lamerse entre ellas, usar los dildos, acabar en la boca de su compañera o solo bailar para ellos. Mientras cuatro aumentaban la libido de los hombres, dos se inclinaban entre sus piernas, con las bocas abiertas, esperando que la masturbación acabara sobre ellas. Solo entre ellas les permitían gemir, para aumentar la excitación. Mientras más gritaran, más orgasmos tuvieran y más lo disfrutaran, más complacidos estarían, a un paso más cerca de la vida. Cuando nos los satisfacían, las enviaban con los perros un par de días. Después de ellos, volvían como mansos corderos.
Cuando les dieron un descanso para limpiarse e inhalar una tira de cocaína, cada hermano se sentó en su sillón, con los brazos en los reposadores. Levka subió una pierna sobre la otra, recostó la espalda e indicó por el comunicador que podían iniciar.
A través de la pantalla vieron a Ivana sujeta de manos y pies, colgando en el aire. Estaba abierta como una equis, con una mordaza en la boca y el cuerpo desnudo. Levka disfrutó cuando los perros abusaron de su cuerpo, de cada zona que podían destruir. Los perros estaban cinco escalones por debajo de su nivel, tan brutales como sedientos de mujeres. Eran los que encontraban a las prostitutas en los bares más corrientes y los reclutadores de mujeres en los barrios más sucios de Eslovaquia.
Como Levka conocía la traición de Ivana, llevó a los perros hasta Escocia, donde el más grande puerto marítimo atracaba sus mejores cruceros. Levka tuvo una erección al ver la sangre salir de los orificios de Ivana, atisbó los morados en su cintura, las costillas y los golpes en el rostro para que callara. Ivana sabía en lo que se inmiscuía cuando aceptó ser su dama, así que debía soportar el castigo como una guerrera. Cuando el alma abandonara su cuerpo, Levka la perdonaría. Mientras tanto, disfrutaría la tortura.
Adkik miró de soslayo a su hermano, la mano apretando su excitación. Apenas conoció a Ivana, era una mujer dulce, lo que le impedía verla como infiel. Sin embargo la brutalidad que tenían los perros con ella, le reafirmaban que jamás podría tener a una dama en su vida. Él era menos cruel que sus hermanos, pero no aceptaría que una mujer le fuera infiel, cuando la traición estaba prohibida dentro de la organización, la familia y su vida.
—¿Te complace esto, brat? —le preguntó a Levka.
—No me complace como lo hará número Seis, pero me satisface. —Levka sentía que su erección rompería su pantalón. Nada lo complacía tanto como ver la sumisión absoluta de una de sus mujeres—. Tiene lo que merece, brat.
La brutalidad continuó un par de minutos más, hasta que la primera ronda de los perros terminó. Eran siete miembros. Cada uno la golpeó, la mordió y le clavó las uñas tan fuerte que la desgarraron. Ivana quería morir para que su tortura acabara. Sentía sus órganos desprendidos, su lengua seca, sus labios rotos. Sentía la sangre bajar por sus piernas, junto con el semen de sus violadores. Su vista se nubló, su corazón dejaba de latir. Lo reiteraba, solo quería morir justo en ese momento.
—¿Buscarás otra? —Volvió a preguntar Adkik.
—Conoces la respuesta, brat.
—Ledi v krasnom —susurró—. ¿Crees que exista alguna?
—Nuestra madre lo fue.
Su madre fue una Dama de Rojo perfecta, idílica. Su padre se entregó a ella hasta su muerte, cuando el líder de la organización italiana los asesinó saliendo del teatro. Así como Levka no perdonaba, tampoco dejaría de buscar a su mujer perfecta.
—Esta ahí afuera —articuló Levka—, esperándome.
Ivana no podía mantenerse despierta y Levka lo notó. No lo satisfaría verla morir sin aplicarle el mejor castigo para él.
—¡Basta! —habló por el comunicador—. Ubey yeye.
—¿Cómo lo desea, moy ser? —preguntó el primer escolta.
Levka miró el cuerpo sangriento de la mujer.
—Como me gusta —demandó.
Los hombres buscaron un bisturí y abrieron el pecho de Ivana. Los gritos de la mujer ensordeció a sus escoltas, incluso las sumisas se removieron incómodas al imaginar que ellas podrían terminar así si fallaban. La sangre goteaba de los pies de Ivana cuando el último aliento brotó. Con ambas manos, los escoltas abrieron su esternón y retiraron su corazón. Otro de los escoltas colocó la bandeja de oro a su lado. Lo situaron, lo enseñaron a la cámara y lo llevaron a la cocina, donde el chef lo haría para cenar. A Levka le encantaba, igual que anhelaba que terminaran con ella. Los hermanos presenciaron el desmembramiento, antes de ver como lo colocaban en una urna de metal y la incendiaban.
Levka movió su índice para llamar a Seis. Ella, al igual que sus compañeras, hizo exactamente lo mismo que las demás. Se mantuvo en silencio, ideando la manera de escaparse sin morir. La única forma de librarse de sus castigos era con la muerte, sin embargo ninguna de las ocho quería morir en sus manos. Cuando los días terminaban y volvían a sus habitaciones, hablaban en señas, para que las cámaras no registraran sus comportamientos insurgentes. Estaban cansadas de ser usadas, de verse convertidas en animales para complacerlos. Deseaban escapar lejos, donde el dominio de los Antonov no las descuartizaran como a sus antecesoras. Ellas sabían que si desobedecían serían llevadas a la tumba, pero por más que odiaran su vida, no se las darían.
Esa noche Adkik bebió hasta cansarse, sin lograr emborracharse. Su padre los obligó a beber desde que cumplieron diez años. Los hizo tolerantes a casi cualquier cosa, incluida una sobredosis. Por eso el único vicio de los hermanos eran las mujeres, o lo era en los tres. Él era diferente, aunque igual de brutal y leal a los Red. Por más que una mujer le desagradase, no podía verla como un animal. Y cuando era diferente, quería mantenerla solo para él. Adkik tenía un único defecto: no había matado su corazón.
Los hermanos se reunieron la mañana siguiente para embarcarse en el crucero a Canadá, donde el siguiente cargamento zarparía en tres semanas. Tenían a sus sabuesos rondando Toronto y las ciudades adyacentes. Ese sería el primer cargamento liderado por su hermano Viktor. Temía que la brutalidad de Viktor dificultara la transición limpia de la mercancía, por lo que debía vigilarlo. Ignati era más tranquilo, aunque su abuso del alcohol lo trastornaba en demasía.
Levka e Ignati limpiaron sus armas, Viktor pulió sus cuchillos y Adkik trazó un plan que colocaría a su hermano aún más elevado. Su trabajo era mantenerlo todo compactado. Adkik era el pegamento, aun cuando su hermano tenía cuatro años más que él. La palabra de su hermano era una orden, aunque no siempre estuvieran de acuerdo. Su padre colocó al primogénito como su sucesor en jerarquía, y aunque su hermano no lo envidiaba, deseaba que su padre hubiese elegido al más centrado.
—¿Todo listo, hermano? —le preguntó Levka.
Asintió con la cabeza y abordó el crucero, con la esperanza de no equivocarse con el destino de viaje, sus hermanos y la mercancía. Sus esperanzas estaban puestas en terceras personas, algo que usualmente no hacía, pero Adkik esperaba lo mejor.
Los hermanos creían que todo saldría bien, sin embargo, las detectives Dodani y Woll también lo estaban en Canadá.