—¡Vamos, Fluff! ¡Tenemos que darnos prisa!— dijo Varia al pequeño perro blanco que no se dejaba enganchar la correa al collar.
Por fin, sin embargo, la muchacha lo consiguió y después de recorrer la estrecha callejuela, llegaron a la calle principal.
Tardaron sólo unos minutos en cruzar la calle de Kensington High, para entrar en el parque; pero para Varia los minutos eran preciosos, porque cualquier cosa que la entretuviera podría significar llegar tarde a la oficina.
Aquella mañana todo le había salido mal.
Se había levantado más tarde porque el despertador no había sonado y, a causa de su nerviosismo, se le había caído al suelo la taza de café de su desayuno.
De cualquier modo, ya estaban en el parque, y ella iba corriendo con Fluff saltando y ladrando a su lado.
Los todavía débiles rayos de sol se filtraban a través de los árboles.
Soplaba un viento que agitaba los rubios rizos de Varia lanzándolos contra sus mejillas.
La carrera había hecho adquirir un tono rosado a su piel, sus ojos brillaban con intensidad mientras gritaba con voz jadeante:
—¡No... tan rápido... Fluff!
El perrillo corría con tanta rapidez que ella apenas podía seguirle.
De pronto, una figura pareció surgir de la nada. Varia intentó pararse, pero el perrillo se echó hacia un lado y con una repentina exclamación de sorpresa, la alta figura tropezó con la correa.
Fluff lanzó un chillido de dolor, antes de que Varia lo soltara. El animal echó a correr con la correa arrastrando tras él, mientras ella se quedaba mirando al hombre, que había caído sobre una rodilla.
—¡Lo siento!— exclamó—, le pido mil disculpas. No sé cómo ha podido suceder esto. ¿Está usted herido?
Un par de ojos oscuros y alegres se alzaron hacia ella.
—No se disculpe, señorita— contestó una voz profunda con un ligero acento extranjero—, no ha pasado nada; sólo que he sido, como ustedes dicen, cogido por sorpresa.
—Siento mucho lo ocurrido, de verdad. Teníamos prisa y Fluff, mi perro, iba tirando mucho de la correa. Me temo que yo no me fijé por dónde íbamos.
El hombre se puso de pie. Tenía los pantalones llenos de polvo y había pequeñas manchas de sangre en su mano.
—¡Oh, está usted herido!— exclamó Varia—, debemos ir a algún lado a que le curen la mano. Tal vez haya alguna farmacia por aquí.
Ella miró a su alrededor con desesperación, como si esperara ver surgir una farmacia en el centro del parque Hyde. El desconocido soltó una carcajada.
—No es nada— dijo—, por favor, no se preocupe usted por esto.
—¡Y sus pantalones!— insistió Varia—, se han llenado de polvo.
—El polvo se sacude con facilidad— contestó él con tono tranquilizador.
De pronto, ella advirtió lo alto que era. Además, le pareció muy apuesto. Sin embargo, su cara bronceada por el sol, sus grandes ojos oscuros y su firme mandíbula carecían de importancia al lado de su sonrisa.
De hecho, no había la menor duda de que su sonrisa era irresistible.
—Sólo puedo decir de nuevo cuánto lo siento— suspiró Varia.
—¿Me permite decir que me alegro de que esto haya sucedido, porque nos ha dado la oportunidad de conocernos?— dijo el desconocido—, podemos considerar esto como una presentación, ¿verdad? Incluso aquí en Inglaterra, donde la presentación es el preliminar más importante de cualquier conversación, ¿no es cierto?
Varia se echó a reír, y él continuó:
—Como Fluff... que parece haber decidido presentarnos... ha desaparecido, ¿me permite decirle que soy Pierre de Chalayat?
—¿Es usted francés?— preguntó Varia.
—¿Es que no se nota?— contestó él—, no puedo creer que mi inglés sea tan perfecto como para que usted haya pensado que soy conciudadano suyo.
—No, no lo he pensado— dijo ella con sinceridad—, pero habla usted muy bien el inglés.
—Eso se debe a que amo Inglaterra y, por supuesto, a la gente inglesa— contestó él con una leve inclinación de cabeza.
—Me llamo Varia Milfield— contestó ella—, y ahora, por favor, si acepta usted de nuevo mis disculpas, debo irme. Voy a llegar tarde a la oficina. Por favor, perdóneme y espero que su mano se cure muy pronto.
Se dio la vuelta y empezó a correr con la mayor rapidez que pudo por Rotten Row, con Fluff siguiéndola sin mucho entusiasmo.
Llegó a las oficinas donde trabajaba cuando faltaba sólo un segundo para las nueve.
Iba acalorada y jadeante, pero tuvo la satisfacción de saber que no habían dado las nueve cuando cruzó la imponente puerta principal del edificio que se encontraba a un lado de Park Lañe. Se dirigió lo más deprisa que pudo al sótano.
La esposa del portero, salía en esos momentos de una de las hábitaciones.
—Ya creía que iba a llegar usted tarde esta mañana, señorita Milfield— sonrió.
—Yo también— contestó Varia.
—Ted estaba desesperado, pensando que el perrito no iba a venir— dijo la mujer.
—¿Cómo está Ted?— preguntó Varia.
—Ha pasado la noche un poco mejor, gracias a Dios. En realidad, ya está en vías de recuperación y no puedo evitar pensar que ese perrito ha tenido mucho que ver con ello. Parece haber dado algo en qué pensar, algo que esperar, a mi pequeño Ted.
—Me alegra mucho— dijo Varia—, pero no me puedo quedar aquí charlando, señora Huggins, si no quiero que me despidan.
—Sólo quería decirle una cosa, señorita— dijo la señora Huggins a toda prisa—, usted no querrá vender a su perrito, ¿verdad?
—¡Oh, no! Me temo que no podría— dijo Varia sin titubear—, Fluff no es mío. Pertenece a mi madre. Ella está enferma, muy enferma, y adora a Fluff. Sólo me deja traerlo porque es la única forma de que haga un poco de ejercicio. Yo nunca podría pedir a mi madre que se separara de él.
—Comprendo— contestó la señora Huggins—, he pensado en esa posibilidad porque Ted se ha encariñado mucho con el perrito, pero no se mortifique, señorita Milfield. Bastante buena ha sido usted con él. Ya se nos ocurrirá algo.
—Sí, desde luego, ya verá como no tardamos en encontrar algo que haga feliz a Ted. Ahora debo irme.
Subió la escalera a toda prisa, cruzó el vestíbulo, cogió el ascensor y oprimió el botón del último piso. Cuando salió de él y abrió la puerta de la gran oficina, se dio cuenta en el acto de que había vuelto a llegar la última.
Todas sus compañeras gritaban al unísono:
—¡Has llegado tarde otra vez!
—Lo sé, lo sé— dijo—, todo me ha salido mal esta mañana.
—¡Oh no te preocupes— dijo una de las muchachas—, la Gruñona no está aquí!
Varia lanzó un suspiro de alivio. Le producía verdadero pánico la señorita Crankshaft.
Era la secretaria jefe y había sido apodada la Gruñona por las mecanógrafas que trabajaban a sus órdenes. La señorita Crankshaft llevaba más de treinta años trabajando para Blakewell & Co., y no permitía que ninguna de sus subalternas lo olvidara ni por un momento siquiera.
Varia salió de la oficina y se dirigió al guardarropa-tocador que había al fondo del pasillo. Cuando vio su imagen reflejada en el espejo, comprendió que ya era hora de que se arreglara un poco.
Su pelo rubio estaba completamente enredado a causa del viento. Sin embargo, sus ojos, de color violeta oscuro, parecían iluminados por todo el sol que había dejado fuera, en el parque.
Se peinó, se alisó el vestido y se lavó las manos. Luego volvió a la oficina.
—¿Estoy mejor, Sarah?— preguntó al sentarse frente a su escritorio.
—Mucho mejor— contestó Sarah—, ¿qué te ha pasado?
—He tenido que venir corriendo— contestó Varia—, me he quedado dormida, se me ha caído la taza de café, no he podido hacer la cama a mi madre... ¡Oh, todo me ha salido mal esta mañana!
—A todas nos pasa eso alguna vez— dijo Sarah con tono comprensivo.
—He tenido que cruzar corriendo el parque y un desconocido ha tropezado con la correa de Fluff.
—¡Esa es una forma muy original de conocer a alguien!— comentó Sarah—, ¿era guapo?
—Me ha dicho que era francés— contestó Varia con voz un poco seca.
—Ten cuidado— le advirtió Sarah—, no se puede confiar en los franceses. ¿Era atractivo?
—Muy atractivo.
—¡Malo!— exclamó Sarah—, es evidente que no fue Fluff el que le ha hecho tropezar, sino él quien ha querido tropezar.
—¡Oh, Sarah, no seas absurda!— sonrió Varia. Metió el papel en su máquina de escribir y se decidió a hacer el trabajo que le había sido asignado el día anterior.
De cualquier modo, no pudo por menos que pensar en el francés y en cómo sus ojos oscuros la habían mirado. ¡Pierre de Chalayat! Un hombre agradable, un hombre que ella no olvidaría con facilidad.
Se preguntó si él recordaría el suyo.
—¡Soñando despierta, supongo, señorita Milfield!— dijo una voz bruscamente.
Ella levantó la mirada. La señorita Crankshaft se encontraba de pie a su lado. Parecía más enfadada que de costumbre.
—Lo siento, señorita Crankshaft— dijo Varia—, yo... estaba pensando en lo que tenía qué hacer.
—No es la primera vez que tengo que llamarle la atención, señorita Milfield— gruñó la señorita Crankshaft—, y supongo que no será la última. Usted es la que más tiempo pierde de todas. Venga conmigo ahora, si me hace el favor.
—¿Que vaya con usted?— preguntó Varia—, ¿a dónde?
—Sir Edward quiere verla.
—¡Sir Edward!— exclamó Varia con voz ahogada—, ¿para qué?
—Lo sabrá usted a su debido tiempo— replicó la señorita Crankshaft—, sir Edward ha dicho que desea verla y a él no le gusta que le hagan esperar.
Varia se puso de pie, llena de repentina ansiedad. ¿La irían a despedir? No se le ocurría ninguna otra razón para que sir Edward quisiera verla.
Sus pensamientos se desbocaron, pero de forma automática siguió a la señorita Crankshaft a través de la puerta de la oficina, para bajar por la escalera hasta el primer piso.
La señorita Crankshaft le dirigió una rápida mirada para asegurarse de que su presentación era correcta. Luego llamó a una puerta y acto seguido la abrió.
—La señorita Milfield, sir Edward— dijo, y condujo a Varia a una amplia habitación, de aspecto imponente, en la que ella nunca había entrado.
Las paredes estaban forradas de madera y había dos grandes escritorios que ocupaban la mayor parte de la habitación. Sentado ante uno de ellos estaba sir Edward Blakewell. De pie, junto a él, se encontraba su hijo, Ian.
Varia conocía al señor Ian Blakewell de vista. Él daba una vuelta todos los días por la sección de las mecanógrafas. Ella sabía que tenía unos veintiocho años, que era muy inteligente y, por supuesto, completamente inaccesible.
No era como su padre, había oído decir muchas veces a las mecanógrafas más antiguas.
Sir Edward era muy gruñón, pero tenía siempre palabras de aliento para todos y se preocupaba por el bienestar de sus empleados.
Desde que Varia trabajaba para Blakewell & Co., sir Edward había entrado muy pocas veces en su sección. Había estado todo el invierno fuera del país. De hecho, sólo le había visto dos o tres veces, y a los lejos.