—Maldición —Alaric murmuró entre dientes, mientras su mirada se deslizaba hacia Gerd, quien aguardaba de pie frente a él—. Dame una pastilla. Gerd se dirigió al cajón de un mueble en la oficina, sacó un pequeño frasco y le entregó una pastilla. Alaric la tomó sin decir nada, recostándose en su silla, cerrando los ojos con fuerza antes de abrirlos y soltar un largo suspiro. —¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó su asistente, visiblemente inquieto. —Déjame pensar. Cada día su estrés empeoraba, y el dolor de cabeza se volvía una constante, implacable, que ni las pastillas lograban apaciguar. Todo por la presión de esa anciana, quien parecía inmortal y, a sus ojos, insoportable. Desde su regreso de viaje, se había sumergido de lleno en sus propios negocios en Berlín. Durante el día, él mism