*** —César —susurró ella cerca de su boca. —Tú —pronunció él con los dientes apretados—. Así que finalmente eres tú. El silencio se adueñó del momento. Ambos respiraban agitados: César, aspirando el aroma a rosas que emanaba de ella, y Fénix, sintiendo el roce de su aliento cálido cerca de sus labios, los cuales cosquilleaban con una familiaridad inquietante. Esa exquisita presencia que intentaban ignorar, concentrándose en lo importante, los sacudía. Frente a frente, los ojos cenizos de César, con la mandíbula apretada, se clavaban en los profundos iris azules de ella. Una mirada tan intensa como las ganas que él tenía de besarla, pero se contenía. —¿Ahora te apareces y te atreves a citarme en este maldito lugar? —farfulló, sus fríos ojos destilando enojo—. Como si fuera poco, tienes