Amor inesperado

1473 Words
En un día de junio, súper caluroso por cierto, mis amigas y yo habíamos decidido emprender nuestro primer viaje juntas. Necesitábamos despabilar de aquellas jornadas laborales que nos dejaban exhaustas, y qué mejor que ir a un lugar tropical para dicha travesía. Margarita iba con su radio y audífonos – los cuales había usado por mas de diez años – escuchando sus rolas preferidas como siempre. Caro estaba sumergida en alguno de sus mundos fantásticos en sus libros y yo iba al volante, tratando de ir concentrada en manejar, ya que acababa de sacar la licencia de conducir. Llegamos sin novedad al famoso lugar, Río Dulce y nos dispusimos a comer los deliciosos platillos que llevaban el sabor del mar. Degustamos unos sabrosos enrollados de canela como entrada y como plato fuerte no podía faltar el tradicional caldo de mariscos que venía cargado de pescado fresco como ingrediente principal, acompañado de cangrejo y camarones. Todo tenía un sabor intenso, muy diferente a lo que acostumbramos en la capital. A mitad de la comida Margarita decidió que no era nada fan del paladar costeño, por lo que acordamos merodear un poco por los alrededores en busca de algo que coincidiera con los gustos de nuestra querida y melindrosa Margarita. El lugar estaba repleto de tiendas de baratijas, artesanías, ropajes coloridos con diferentes estampados y frutas de temporada. Los lugareños sonreían amablemente a los varios visitantes extranjeros quienes saludaban con sus distintivos acentos que sacaban al menos una sonrisa a los mas pequeños. Y entre todo este ambiente colorido nos encontrábamos nosotras, tres chicas citadinas con ansias de devorar el mundo. La risa escandalosa de Caro no fallaba en atraer las miradas hacia nuestra dirección, era bastante contagiosa pero mis mejillas ardían con el calor de la vergüenza. Después de tomarnos unas fotos frente a la fuente central encontramos un restaurante con comida un poco más convencional, donde finalmente Margarita pudo saciar su hambre a pesar de los muchos dulces que consumió en el camino. Al final nadie se podía quejar, fue muy divertido, y no solo nos dimos un festín allí mismo, sino que compramos un poco más para ir degustando en nuestro regreso a casa; debíamos retardar aquel gusto tan dulce que nos estaba dejando ese paradisíaco lugar. Al terminar de comer nos quedamos conversando un poco de cosas casuales, como el hecho de que nos habíamos quedado sin gasolina por mi culpa, ya que yo había pensado que había suficiente y mis queridas amigas no habían más que inculparme, en buenos términos por supuesto, solo querían molestarme por aquel bochornoso inconveniente. Pude apartar esa carga de mis hombros simplemente recalando que de ser por los melindres de Margarita no nos habríamos desviado, consiguiendo así con una sonrisa sardónica la vitoria de aquel argumento y ella simplemente se limitó a concluir la tertulia con uno de sus característicos pucheros al no saber qué más contestar, lo que provocó la risa espontánea de las tres. Luego de eso nos dispusimos a buscar la playa y al llegar disfrutamos aquella despampanante vista del mar, pero solamente duró unos segundos, ya que Caro, sin perder tiempo, se había hecho amiga de un guía turístico. Ella estaba tan emocionada que casi nos obligó a levantarnos para ir a ver el tan mencionado por ellos, "Castillo de San Felipe". Margarita y yo nos preguntamos un tanto disconformes: ¿Qué podría ser más interesante que el mar?, además ya eran casi las cuatro de la tarde, no nos podríamos tardar más de lo estimado, pero dejamos de refunfuñar y seguimos al apuesto guía turístico hasta un atraque de lanchas, el cual nos llevaría a nuestro destino. Nos colocamos nuestros chalecos salvavidas y aquel vehículo comenzó a hacerse paso en las aguas del Río Dulce. Margarita, Caro y yo nos quedamos embelesadas con aquella vista, llena de vegetación en los alrededores, eso sumado a la suave brisa que llegaba a nuestros rostros, tan refrescante y llena de vida. A unos metros más del recorrido, se podía apreciar la imponente imagen del castillo. El guía, llamado Carlos, atracó la lancha y nos ayudó a bajar a cada una con cuidado pero sosteniendo un poco la mirada al momento de ayudar a Caro. De inmediato comenzamos a bromear entre murmullos y risitas sobre la "amabilidad" de él para con nosotras, ya que presentíamos un posible interés del joven por nuestra Caro y ella tampoco parecía estar incómoda con la presencia de él. Margarita y yo, entre susurros nos comenzamos a especular un posible interés recíproco por parte de esos dos. Yo comencé a ver con disimulo a Carlos y me pareció que era agradable. Nos dispusimos a pagar la entrada al lugar, monto que no nos molestó cancelar, ya que el castillo nos había robado el corazón a primera vista y además caímos en la cuenta de que no era caro del todo. Al fin nos encaminamos hacia la entrada del castillo y en definitiva fue hermoso entrar por aquel sendero pedregoso, en el que apreciamos las palmeras, los árboles que adornaban el lugar y al fondo la vista del apacible lago; aquel contraste de verdes claros y oscuros con el azul del agua eran sin duda la cosa más excepcional. El claro de la tarde, sin un sol demasiado fuerte, hacía que la vista fuera para nosotras mucho más agradable de lo que pudimos imaginar. Carlos nos explicó, con su amable sonrisa, un poco de la historia del lugar; realmente estábamos por llegar a una antigua fortaleza y prisión, que protegió esta región de ataques piratas. Nos quedamos sorprendidas por dicha información y Margarita un tanto asustada por el término "piratas", Caro y yo solo nos reímos de su reacción. La vista por dentro del castillo fue deslumbrante, aquella estructura era de piedra, sus pasillos arqueados, que en su mayoría eran anchos, tenía muchos cuartos y una chimenea en el comedor. Salimos al patio que, dejaba ver el despejado cielo, el cual parecía saludarnos con su color tan intenso y nos invitaba a querer explorar un poco más del castillo. Yo estaba segura de que no me iría de allí sin antes haberlo recorrido todo, o al menos la mayoría de su estructura. Cuando volteé a ver, Caro no estaba con nosotros, nuestro guía estaba explicándonos datos de interés y Margarita estaba tan embelesada con la vista que cuando le dije, de inmediato se asustó y comenzó a teorizar cosas absurdas, como un rapto o la presencia de espíritus chocarreros de piratas; Carlos y yo solo nos volteamos a ver escépticos, aunque él confirmó que, en efecto, existían rumores de "espantos" dentro del castillo. Fuimos gradas arriba y la vista desde esa torre era magnífica, el aire acariciaba nuestros rostros y los rayos del sol iluminaban todo el panorama, desde allí se podía apreciar una hilera de cañones antiguos. Cuando giré la mirada, allí estaba Caro, estática viendo hacia el horizonte, se veía serena y pensé que simplemente quiso un momento de soledad. Margarita corrió hacia ella para preguntarle si le pasaba algo y que "nos" había asustado al desaparecer de esa manera. Lo que Caro nos contó fue que, de alguna manera se sintió llamada a ir a la parte alta de la torre y que no podía explicarlo de una mejor manera, no hallaba las palabras, pero que cuando subió, escuchó un sonido filoso, chocante que surgía de ningún lugar. Ella terminó diciendo, que dejó de escuchar tal ruido cuando comenzó a recitar plegarias a Dios en su mente. Me quedé estupefacta al escuchar de mi amiga tal anécdota y ni hablar de Margarita, quien al procesar aquellas palabras ya no quería estar en aquel lugar. Carlos confirmó que muchas personas habían jurado percibir sonidos de espadas, gritos y hasta ruidos de cañones por las noches, definitivamente el castillo albergaba cosas inexplicables de las que no queríamos escuchar detalles si es que esperábamos dormir bien esa noche. Tuvimos que dejar pronto el lugar, debido a la insistencia de Margarita y también a que ya iban a cerrar dicho sitio. Emprendimos el regreso a la playa y en el camino comentamos todo lo que nos llamó la atención acerca del castillo y su estructura. Al bajar de la lancha, nos despedimos de Carlos, le agradecimos y cuando nos alejamos unos pasos, Margarita y yo nos dimos cuenta que Caro y Carlos estaban intercambiando números, era de esperarse ya que ellos se habían agradado al instante. Ella se dirigió a nosotras con una sonrisa de oreja a oreja y la comenzamos a molestar, como buenas amigas que somos. No cabía duda que entre esos dos la chispa del amor había comenzado a surgir. Solo esperábamos que las cosas surgieran bien para Caro. En cuanto a nuestra traveía al Castillo de San Felipe, definitivamente ese día, sería para recordarlo por siempre. Fin.
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