Capítulo 21.

1897 Words
Igor. Quizás tenía razón Lisa. Pero ahora mismo, en este momento, me sentía muy mal. Incluso diría que estaba horrible hasta el punto de sentir náuseas. Probablemente, debería haberla sacado del coche y decirle que no se fuera. Eso habría sido lo más correcto, pero eso era lo que no hice. Yo solo asentí con la cabeza y me hice a un lado. La dejé ir. No entendía completamente lo que estaba haciendo, dudaba de haber tomado la decisión correcta, pero la dejé ir. Lo hacía por bien, pero no lo sabía para quien exactamente. Mientras Georg y yo nos despedíamos e intercambiamos los apretones de manos, Lisa se sentó en el auto, hipnotizando el parabrisas con una mirada vacía. Ella no salió más, solo me hizo un gesto con la punta de los dedos, cuando el coche de mi amigo arrancó y arrastró su Nissan detrás de él. El tonto Peck lo tomó como un juego y corrió tras ellos, levantando alegremente sus patas y ladrando con fuerza. Bueno, al menos alguien se estaba divirtiendo. Los coches aumentaron rápidamente la velocidad y el perro se quedó atrás. Se paró un rato con la cola y las orejas levantadas, esperando que volvieran, y luego se volvió hacia mí con ansiedad. - Vámonos a casa, Peck, - lo llamé y me dirigí hacia el bosque. El perro se congeló al principio y luego, tan rápido como pudo, me alcanzó. Un cobarde poco común, a pesar de ser del tamaño de un ternero y con una boca llena de dientes terribles. No pude culparlo. Yo también era corpulento y dentudo, pero ahora las dudas me aplastaban y un miedo irracional se abrió paso bajo mi piel, que no pude controlar. El perro parecía preocupado y paraba todo el camino hasta la casa, miraba hacia atrás y escuchaba el silencio con ansiedad. Como esperando a alguien. - Ella se fue, - le informé brevemente, sintiendo como estas palabras tocaban amargamente mi lengua, - ella se fue y nunca regresará. Así que olvídala. Yo también tenía que olvidarla. Fue una gran aventura. Pero, como todas las cosas buenas de esta vida, se acabó. Para no atormentarme con pensamientos sobre Lisa, me puse a trabajar con un celo extraordinario. Desmonté la bolsa que me había traído Georg y encontré el teléfono. "Ah, Georg, eres un alma inquieta, dejaste el teléfono por si acaso,"- pensé. Puse las cosas en orden en el patio, aunque ya estaba limpio y ordenado, por alguna razón, por milésima vez, moví la pila de leña, luego fui al granero y lo limpié para que brillara. Me paré, miré, me rasqué la coronilla y salí de nuevo a la calle. La cabra trotaba alegremente detrás, y por un exceso de sentimientos se aferró a mi pierna, de modo que casi me tiró al suelo: - ¿Qué, Agripina, la echas de menos? Tu amiga del alma se ha ido. La cabra me miró como a un tonto y bostezó ampliamente. Obedeciendo un impulso repentino, fui a su habitación. Allí, donde Lisa durmió casi una semana entera, escondida bajo una manta espinosa que olía al perro, y donde ocurrió nuestro primer acercamiento. Aquí todo era igual que antes de ella, solo un sofá roto decía que ella estaba y era esa noche cuando, perdiendo la cabeza, me lancé a la batalla. Solo faltaba una cosa, la más importante. La chica con hermosos ojos y cuerpo de ensueño. Mi sueño. Inmediatamente, los recuerdos se abalanzaron en mí en su multitud: aquí ella huye de mí con sus tacones, tuerce las piernas y cae al camino. Aquí ella yace en el suelo del establo junto a la cabra atada y se ríe. Aquí está ella en la nieve sobre mí besándome. Se ríe de nuevo, ahora en la sauna envuelta en una sábana. Aquí está, en este sofá, entregándose a mí con toda la pasión. La voy a extrañar. Ya la extrañaba. Parecía, que ella llevó una parte de mí. Robó mi corazón. Una ladrona pequeña, infinitamente dulce y querida. Me senté pesadamente en el sofá roto y me froté el cuello con cansancio, cerré los ojos, tratando de ordenar mis pensamientos de alguna manera. Me daba miedo admitirlo, pero realmente no podía dejarla ir. Ella todavía estaba dentro, en mí. Mi Lisa. Ni siquiera le pregunté cuál era su apellido, cuál era su número de teléfono. No sabía nada de ella, creyendo ingenuamente que nunca querría buscarla. Ni siquiera recordaba la matrícula de su coche. Soy un tonto y cobarde. En una esquina del armario algo azul sobresalía de un montón de ropa vieja. Tiré y saqué una falda, la misma que llevaba el día que nos conocimos. Ella estaba entonces tan elegante, aireada, con una falda azul corta, con las botas de tacón, con el pelo sedoso y se marchó despeinada con mi camisa lavada. ¡Vaya cambio! Esta camisa era todo lo que le quedará en la memoria del estúpido forestal barbudo, incapaz de entender qué era realmente importante. Y todo lo que me quedaba a mí de mi Cenicienta fue esta falda masticada por Agripina. Recuerdo doloroso y un sentimiento amargo de que había perdido algo de mí. Toda la noche daba las vueltas en la cama, miraba por la ventana, y pensé, recordé, escuché a mí mismo y a mis sentimientos. Y cuanto más pensaba, más analizaba, más llegaba a la conclusión de que mi forzada soledad, que mejoraba la salud, de repente perdió todos sus colores, todo su encanto. Después de Lisa mi soledad no iba a tener un efecto curativo, más bien al contrario, me obligaría a volver a recordarla cada vez más. Con claridad cristalina, me di cuenta de que bastaba jugar al ermitaño, llegó hora de volver a la vida normal. El bosque me curó, hizo todo lo que pudo, y ahora tendría que vivir por mi cuenta, tratando de no cegarme y no repetir los mismos errores. Solo vivir. Y alégrame de tener todo esto. Esta casa, este perro cariñoso y esta cabra traviesa, esta pila de leña, y un encuentro fabuloso después del cual definitivamente nunca volvería a ser el mismo. Por la mañana, a pesar de que casi no cerré los ojos, me levanté vigoroso, decidido, dispuesto a cambiar una vez más mi vida. Encontré el teléfono, que trajo Georg y marqué el único número en la agenda. - Hola amigo. Ve a buscarme. - Estas seguro de que quieres regresar, porque ayer no ibas a hacerlo, - preguntó Georg. - Eso fue ayer, pero hoy me di cuenta de que no tengo nada más que hacer aquí, - le contesté. - Ya veo, - dijo él de alguna manera intencionadamente. - Llamaré al guardabosques y estaré en tu casa en dos horas. Ordeñé la cabra por última vez. La sorprendí mucho, cuando en un ataque de ternura inapropiada, le rasqué detrás de la oreja durante mucho tiempo. Ella por fidelidad trató de pincharme con su cuerno, y luego se indignó en voz alta, porque no la dejé salir por un rato y al contrario la llevé al granero y la encerré. Peck también sintió que algo andaba mal. Me siguió como atado y mirándome a los ojos con ansiedad, como si tratara de asegurarse de que todo estaba en orden. También le di unas palmaditas detrás de la oreja, le rasqué el costado peludo, luego puse su comida en un cuenco, y aprovechando que él felizmente empezó a devorarla, salí a la calle y cerré la puerta detrás de mí. Así que eso era todo. Fin. Era tiempo de ir a casa. Una vez más miré a mi alrededor, y sintiendo un dolor en el esternón, me demoré un poco en la pila de leña y sonreí. Extrañaré estas pequeñas cosas. Un aullido triste y prolongado vino de la casa. Era Peck, traicioneramente encerrado, trataba de liberarse. Pobre compañero. No esperaba tanta traición de mí. No queriendo demorarme más y empantanarme en arrepentimientos inútiles, porque sabía que el verdadero dueño regresaría pronto a la cabaña, seguí adelante. Con un paso rápido, sin mirar atrás, sin parar. Pronto el aullido se calmó y el silencio se cernió a mi alrededor, solo la nieve crujía bajo mis pies y las ramas crepitaban silenciosamente. Parecía que todo el bosque se congeló y me estaba mirando, diciéndome adiós. Lisa. A la salida de la gasolinera me detuve. Tenía que ir hacia la izquierda, hacia dónde estaba mi casa, pero mi mirada se clavó tristemente hacia la derecha, donde había un camino perdido entre el bosque. Quería ir allí. Quería volver. A él. A nosotros. Tan estúpido era pensar en ello. Era solo una aventura fugaz, un incidente divertido, que sería agradable recordar durante las reuniones con amigas, o en la vejez, sentada junto a la ventana. Era un simple episodio, pero no podía quitarme de la cabeza la imagen de un hombre barbudo. Ya lo extrañaba. - Maldita sea, - maldije enojada y giré el volante hacia la izquierda. Tenía que volver a la vida habitual, no al bosque. Olvidarme de todo y seguir adelante. Nadie quiere mi regreso. Ni yo, ni el barbudo. Recordé con qué facilidad me dejó ir, como si todo lo que había entre nosotros resultara poco importante. Enfadada, me limpié las lágrimas no invitadas y apreté el acelerador hasta el suelo. ¡Hasta que quería golpear mis propias mejillas y gritar: "¡Vamos, tonta, tienes que pensar con la cabeza!" Mejor que el leñador se quede donde esta y yo volveré a mi vida. Lo pasamos bien y eso era suficiente. Tenía que volver a un lugar ruidoso, abarrotado de gente, donde era imposible dar un paso sin teléfono, tablet e Internet. Allí, donde todo el mundo corre con prisa, intentando conseguir algo en esta vida. Mi aventura se acabó. Lo principal era ahora simplemente respirar, mirar hacia adelante y no mirar hacia atrás. Por la noche estaba en casa. Lo primero que hice fue cargar mi teléfono y luego me metí en la bañera para lavarme y liberar la memoria. Me sumergí en la bañera con sales y espuma con aroma agradable, pensé que me relajaría, pero al contrarío los recuerdos de un lavado completamente diferente me inundaron. Sus manos, las ramas de abedul, sus ojos codiciosos… ¡¿Que pasa conmigo?! De repente me enfadé conmigo misma, con el leñador, con el mundo entero. Quería volver a la vida cotidiana, pero seguí ahogándome en los recuerdos. ¡Esto era tan estúpido! ¡No podría permitírmelo! Aún más estúpido fue el hecho de que no pude tirar su camisa. La metí en un cubo y cerré la tapa con fuerza, pero después de un momento lo volví a abrir. No pude hacerlo. Como resultado, decidí lavarla y guardarla. ¿Para qué? ¿Quién me contestaría a esta pregunta? Luego encendí el teléfono recargado y una ráfaga de mensajes y notificaciones sobre llamadas perdidas cayó sobre mí. Tantos que estaba completamente confundida. Mi vida anterior exigía insistentemente mi regreso, y tenía miedo de admitirme a mí misma que no quería regresar en absoluto. Todavía quería estar en el bosque. Tenía que acabar con esta paranoia, recuperar el sentido, así que me senté en una silla y comencé a leer todos los mensajes y correos, con la intención de sacar a todos los leñadores salvajes de mi cabeza.

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