«Aquello ha sido lo más justo que he hecho, y también lo más doloroso…».
Medita sor Esmeralda ante un altar. Ha pasado los últimos días arrodillada e inmóvil, como los taciturnos maderos con formas humanas que custodian el santuario.
«Este cuerpo, no sé si alguna vez vuelva a ser purificado luego de haber sido prestado al alma de una ramera. Aunque me paso todo el día de rodillas, hasta que la hirviente maldad que ahora llevo por sangre forme un charco en el suelo y mis ojos son drenados totalmente en lágrimas, no creo que exista penitencia que me purifique. Si aun he de salvarme, no será por mis sufrimientos ni por estas caricaturas de Dios que nada me aconsejan…».
Con aquello, ya van doscientas veces que Esmeralda se santigua, pues teme convertirse en blasfema, ya que su amada religión le ha venido a ser como refugio en ruinas.
«A decir verdad, jamás me arrepentiré por haber ayudado a Jaime; lo imperdonable para mí es haber disfrutado tanto la desgracia ajena. Mientras la señora Martínez aguardaba por su marido, yo esperaba que nunca se fuera de mí. Originalmente, había acordado conmigo misma rezar y castigarme luego de estar con él. No obstante, terminé encajonando aquel acuerdo, para escribir otro con llanto, pues cuánto lo extrañaba y me dolía que me abandonara como a cualquier prostituta luego de llegarse a mí…».
Muriendo de frío, sus temblorosos labios paren oraciones deformes e incompletas, ya que no encuentra aquella preciosa prenda entre las sábanas de su pecado. Sí, se ha quedado sin esperanza.
«¿No será que, en realidad, lo hice solamente por el gusto de mi carne y por eso mi conciencia no deja de acusarme? Quizás…».
«Sin embargo, pese a todas las contrariedades, parece que los Martínez solucionaron sus problemas, ya que Jaime no me ha llamado desde que me entrevisté con su esposa ni mucho menos nos hemos reunido. Estela tampoco ha venido a verme en el parque como habíamos acordado. Tal vez Jaime le ha confesado que yo era su amante y por eso ella no ha venido ni a darme las gracias por cumplir con mi parte de alejar de su matrimonio a la otra. Qué triste; y yo que esperaba que al menos me trajera noticias de él…».
—Estoy perdida —se confiesa a sí misma—. No sé por qué sigo aquí. Lo mejor sería…
—¡Sor Esmeralda! —de pronto, una áspera voz como de general la sorprende.
La pobre y dubitativa monja se sobresalta y se voltea enseguida… «¿Habrá venido el maligno por mi alma?».
—Oh, madre superiora, ¿en qué puedo servirle?
Si bien no es el enemigo, aquella sierva trae una endiablada expresión.
—¿Por qué está aquí lloriqueando en lugar de atender a los niños del orfelinato? —se enardece la madre de la purísima.
No obstante, esta no es la primera vez que le pisa los callos a Esmeralda con sus autoritarias botas clérigas, pues por alguna razón, le ha dado trabajos durísimos durante los últimos meses, como la limpieza semanal de todos los baños del convento o sacar agua del pozo para llenar los tinacos.
—Lo siento. Enseguida voy —Esmeralda se esfuerza en poner en marcha sus adormecidas piernas.
—Gracias a la santísima Trinidad que usted no es la única monja aquí, pues aquellos pobres ya se hubieran muerto de hambre en lo que usted lava el altar con sus lágrimas —se burla la religiosa con pagana saña.
—Lo siento —es lo único que sor Esmeralda sabe decir, mientras baja la mirada.
—Más lo sentirá cuando se reúna con el obispo enviado de la capital debido a un reporte recibido acerca de usted, así que diríjase ahora mismo a mi oficina —ordena la superiora, tratando de no agredir a su hija en la fe.
«Está claro que se ha enamorado, por eso es que llora tanto. De no ser por estos hábitos que llevo, ¡le daría una buena reprimenda para sacarle esas fantasías del diablo!».
Pobre madre superiora; quizás algo de amor como el que ha recibido Esmeralda calmaría su amargura disfrazada de rectitud.
Como sea, la santa caída siente morir, ya que… «¿Acaso Estela me denunció ante la iglesia…?».
***
Sor Esmeralda entra cohibida al despacho, como ratón en guarida de gatos; como si la santa inquisición hubiese vuelto a la vida para llevarse la suya.
Adentro, espera un tipo vestido de n***o, el clásico color usado por un cura y también… por un verdugo.
—Pase, por favor, hermana Esmeralda —indica el célibe (de unos sesenta años) con autoridad.
Olvidándose de saludar, Esmeralda asiente tímidamente y por instinto se ubica en la protección de un rincón. También ingresa la madre superiora, quien pareciera cerrar pronto la puerta para evitar que su presa pueda huir.
—He aquí a nuestra querida Esmeralda, padre. Es increíble que alguna vez fue una desdichada huérfana de la calle —recuerda sor Jacinta a modo de humillación.
—Grande es la gracia de Dios —reconoce el clérigo.
—Sí y por eso mismo ella no debe echar por tierra el favor divino por las tentaciones de la carne —la vieja guiadora de almas no titubea en ponerse las prendas del acusador.
A la madre no le importa apedrear a su hija con tal de mantener puro el convento.
—Puedo ver grande tristeza en su mirada —acota el obispo—. Dígame qué le pasa —y se muestra compasivo para con ella.
No la monja, sino la mujer que es Esmeralda se anima a dar un paso adelante, hacia la absolución de sus culposas pasiones.
—Verá, usted padre, estoy rogando a nuestro Señor que me libere de mis ataduras terrenales para poder servirle consagradamente —confiesa de modo muy somero.
Lo que causa que el obispo medite con toda seriedad, como si se tratara de una deliberación.
—Esto que me está diciendo viene acorde a la ordenanza divina que hemos recibido en cuanto a su persona: y es que usted, hermana Esmeralda, no puede seguir en este convento —se notifica la sentencia.
Semejante declaración provoca gran temor en la pobre Esmeralda, al sentirse casi destituida de la gloria eterna… «¿Es que tan terrible ha sido mi pecado?».
—Por piedad… —trata de apelar por su alma.
—Si nuestro Señor así lo ha dicho, así se hará —pero la fiscalía no admite intercesión.
Sin embargo…
—La hermana Esmeralda no puede permanecer más en este santuario porque hay lugares en donde se le necesita más. Por eso hemos decidido enviarla al Continente de Bronce para que su luz brille para los presos de las sombras.
Un giro inesperado que pone de cabeza el mundo, de tal modo que la putísima otra vez es purísima; cosa que desde luego que no le gusta mucho a sor Jacinta.
—No podemos oponernos a la voluntad de Dios —pero después de todo, celebra que se lleven a la pecadora del santuario que tanto ha celado.
—¿Qué me resuelve, hermana? —verifica el sacerdote—. Yo tengo que volver a la capital dentro de tres días, pero vendré por usted en una semana si accede a ser embajadora de Cristo en el Continente de Bronce. Así tendrá tiempo para despedirse de sus seres queridos.
Entonces, luego de mucho tiempo, Esmeralda puede mirar al cielo con confianza… «No hay nada que pensar…».
—Padre, no se moleste en venir a traerme la próxima semana porque… me iré con usted en tres días —determina esperanzada.
«Acepto, ya que, sin duda, Dios me está dando una segunda oportunidad para salvarme, así como para olvidar…»
***
Al anochecer de ese mismo día, Esmeralda comienza a empacar sus pocas pertenencias y sus muchos recuerdos, de los cuales duda que quepan todos en su pequeña maleta. Por ello, trata de aligerar el equipaje con melancólicos suspiros, su corazón desinflándose.
—¿Realmente dejarás que me marche sin decirnos adiós? —consulta con la ausencia de Jaime.
En eso, su pequeño móvil vibra, pero como nadie le manda textos, asume que se trata de alguna promoción de la compañía telefónica.
—Me iré a otro país, así que será mejor que desactive este número. Después de todo, sólo lo usaba para comunicarme con él…
Sin embargo, a Esmeralda por poco se le caen los ojos al suelo al leer el mensaje de Jaime.
«¿Podemos vernos mañana? Te tengo una noticia que de seguro te hará muy feliz».
¿Milagro providencial? Quién sabe; lo cierto es que aquello es lo que tanto buscaba, un pretexto para ir a encontrarse con él.
***