A la noche siguiente, Esmeralda se deleita como pajarito en la fuente de enfrente de la capilla. La santidad es tan hermosa que sólo se muestra a estas horas para que los hombres que ya dormitan no caigan en pecado. Pese a que es otoño, hoy ha sido un día inusualmente caluroso… «Quizás sea porque estoy por irme al Continente de Bronce que el bochorno del trópico ha venido a escoltarme…».
La monja se ha desecho de todo pudor, mientras se pasa agua por todo el cuerpo con el cuenco de sus manos. Permite que la noche conozca sus frutos escondidos, pues se supone que ya todos duermen, incluyendo a la madre superiora, quien cuánto le ha censurado la inmoral práctica. No obstante, sor Esmeralda no se percata de que, a lo lejos, el mal la acecha…
***
Unos minutos después, dos copas son servidas en la intimidad del despacho de sor Jacinta. Lo malo es que el whisky se termina tan pronto son llenos los vasos; no ha sido suficiente para mitigar la sed del obispo enviado. Como sea los deberes son los deberes, por lo que el “iglesero” procede.
—Por cierto, hermana, también me han encomendado hacer un lavatorio de pies a las más fatigadas del convento…
—Ay, padre, si usted supiera… —la superiora muestra sus recatadas y fatigadas extremidades.
El obispo no puede evitar que se le escape una mueca de rechazo.
—Usted ha trabajado mucho y sus pies ya han sido consagrados de tal forma que ni yo puedo tocarlos —disfraza sus preferencias con diplomacia—. A quienes me refiero son las nuevas almas que han ingresado a los caminos de Dios; aquellas que todavía llevan las ataduras de los asuntos mundanos…
Sor Jacinta observa con suspicacia al clérigo. En otro momento, se hubiese indignado hasta los pelos, pero ahora encuentra la oportunidad perfecta para ensañarse contra la aborrecida de su corazón.
—Bueno, si ese es el caso, creo que ya tengo a la indicada…
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Por fin, Esmeralda ya está bien tapadita con ropa de dormir y en su cuarto que, por cierto, a diferencia de sus hermanas, no comparte con nadie.
En definitiva, ella es una monja que se sale de lo común, pues también se ha perfumado con una costosa fragancia para su amado, a quien no ha renunciado, aunque ya únicamente en las fantasías de los sueños… «Mañana me reuniré con Jaime por última vez. Espero que la maravillosa noticia que me ha prometido sea que su matrimonio se ha salvado…»
«Me tiemblan los labios de sólo pensar que lo besaré una vez más, como a un hermano…».
Ha sido un día muy cansado, por lo que Esmeralda deja sus meditaciones y apaga la lámpara para posar. Mas antes de poner la cabeza en la almohada, alguien llama a la puerta, lo que la intriga profundamente. Debe volver a prender la luz y luego se apresura a abrir… «Jamás habían tocado tan tarde. Espero que ninguno de los chicos se haya enfermado repentinamente…».
—¡Padre, ¿qué ha ocurrido?! —parece que siempre olvida saludar al señor obispo.
—Calma, hija, que he venido a visitarte con favor divino para ti —anuncia el ministro con semblante de ángel (caído).
Pero lo que nota sor Esmeralda es que viene con una toalla, una botella de aceite y una cubeta de agua, por lo que se precipita a tomar los menesteres y hace pasar al visitante de la noche sin ningún reparo.
—Por favor, tome asiento.
El sacerdote acepta, aunque rehúsa la silla y, en cambio, deposita la retaguardia en la cama. Se supone que ningún hombre debería tocar el sagrado lecho de una monja, pero la castidad cansa, especialmente cuando, en realidad, no se la tiene.
—Acércate —invita el obispo cansado de cargar con la cruz de la santidad.
Esmeralda obedece y se sienta confiadamente a su lado como si fuera su papá.
Entre tanto, el obispo clava los ojos en los desnudos y blancos pies de la monja; los observa con la gula de un chacal. Se le escucha tragar saliva, por poco babea la lujuria reprimida desde la pubertad.
—Padre, disculpe, ¿a qué debo el privilegio de su visita? —consulta Esmeralda, mientras muestra la botella de aceite, al notar un tanto distraído al de la sotana.
Aunque anda en la ligereza de las prendas para dormir, ella no acude al pudor ya colgado en su pequeño clóset, pues, a su parecer, los santos no caen.
Entonces el viejo se aclara la garganta, tragando, a su vez, toda vocación religiosa que le impida ser un hombre necesitado o, mejor dicho, un abusador.
—Tienes mucho que recorrer; por eso he venido a ungir tus pies —de pronto, cambia de táctica para llegar más rápido a satisfacer el deseo que acaba de matar toda virtud en él.
Sin esperar respuesta ni permiso, el clérigo se arrodilla ante Esmeralda con un fervor que jamás había mostrado en su servicio.
—Recoge bien tus vestidos… —a pesar de su enrojecida cara, solicita sin vergüenza ni temor.
Esmeralda obedece, ya que, después de todo, su mente sigue siendo pura en cuanto a los demás. Y descubre sus pantorrillas y rodillas.
El obispo es tacaño con el aceite, del que únicamente se permite una gota en las manos, puesto que sus arrugas mueren por deleitarse con la tersura de Esmeralda. Sus ansiosas extremidades olvidan por completo el disimular, y van directo a un vulgar manoseo.
Esmeralda se estremece cuando se da cuenta de que una tarántula de cinco patas está explorando su muslo derecho, a la vez que un par de resecos labios se adhieren a su pierna, cual repulsiva sanguijuela. “Sin querer”, mueve de inmediato la pierna y le da un golpe en el hocico al mentiroso obispo.
—Lo siento mucho —aunque posteriormente se arrepiente de la agresión.
El abusador se toma la boca, hasta que se le desvanece el dolor.
—No temas. Como representante de nuestro Señor, usaré mi cuerpo para consagrarte a El —el hombre tergiversa abominablemente su función según sus deshonestos intereses.
Y se abalanza fieramente contra la asustada Esmeralda, quien se libera con cierta facilidad, puesto que los años se han llevado ya buena parte de la fuerza del libidinoso anciano. Rápidamente, la ultrajada monja se aleja de la cama con el rostro enredado entre sus rubios cabellos.
—Por favor, retírese. No hay necesidad de llevar esto a un escándalo —propone con prudencia.
El degenerado eclesiástico se levanta de la cama y entonces nota una botella de perfume, la cual toma, mientras cavila con celeridad.
—«Fragancia prohibida»; un perfume extremadamente costoso para una simple monjita. Te lo regaló tu amante, ¿no es así? —deduce astutamente—. Eres una ramera —estrella el frasco de vidrio contra el suelo—. Pero yo te salvaré —y comienza a quitarse la sotana.
El antes delicado aroma, ahora se desata como pestilencia en el cuarto.
—Si me vuelve a tocar, lo acusaré ante la iglesia —advierte Esmeralda con firmeza.
—Hazlo y tu amante lo pagará; la superiora ya me ha dicho quién es —miente una vez más el clérigo.
Aquello petrifica a Esmeralda, que queda indefensa, mientras el endemoniado sacerdote le desgarra la ropa y, de paso, el alma. Enseguida, la arroja de bruces al nido de la deshonra. El único medio de resistencia que le queda es el llanto, cuyas lágrimas sacrifica por el bien de su amado Jaime.
—Deja ya de lloriquear, que fornicar es lo que te gusta, perra. Así que ¿por qué no hacerlo con un santo también? —el perverso obispo justifica su flácida y torpe violación.
Mientras es embestida por un jabalí tan viejo cuyos podridos colmillos casi se le están cayendo por “tanta” pasión, Esmeralda se declara a sí misma la mujer más miserable… «Ahora me doy cuenta de que así era como mi espíritu se sentía cada vez que me acostaba con Jaime, pero nunca obedecí a mi conciencia. Este será mi castigo por haber abusado de mi propia alma…».
«Qué muera mi cuerpo, pero se salve mi alma, antes que llevar un engendro de este tipo que, en realidad, no es más pecador que yo…».
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