Con el cañón de su venganza apuntando al pecho de la monja, la cosa resulta tan inexplicable que sólo puede tratarse de un designio divino. Los ojos de Estela reconocen la oportunidad recibida, por lo que mira con la fiereza de un águila a punto de descuartizar una inmunda rata.
No obstante, el blanquinegro “roedor” parece bastante sereno; ¿acaso en su diminuto cerebro no cabe la ingente idea de que está por morir?
Y para empeorar la situación, Estela no baja su determinación, pese a que aquella no parece ser la amante de Jaime. Puede que no esté buscando a la responsable de su amargura o… ¿su intuición femenina le garantiza que ha dado con la ladrona de esperma de su marido?
—Hermana, no cometa un error del que después se arrepienta —trata de disuadir Esmeralda, con quizás excesiva tranquilidad, como si no hubiera modo de que muriese.
Sin embargo, Estela se inmuta, mientras escucha indiferente los chillidos de su presa.
—No importan las razones que tenga para matar, no valen la pena si posteriormente usted pierde su libertad, su propia vida por ello…
Luego de varios meses, Esmeralda, por fin, se encuentra con la esposa de Jaime… «Te compadezco tanto por lo que has sufrido por culpa mía que estoy a punto de abrazarte y echarme a llorar contigo. Aunque, a decir verdad, nunca imaginé que pudieras reconocerme bajo estos trapos santos…».
—¿Me está ordenando que dé la otra mejilla, como lo enseñó su Señor? Usted sabe mejor que yo que los adúlteros no verán a Dios, así que yo la mandaré al infierno —sentencia Estela.
Pero ¿qué espera que no dispara ya?
—Usted siente un odio muy grande que si hace que explote le causará mucho daño aun a su familia. Por favor, piense en Luis, en Lucas, ¡especialmente en Jorgito que está tan apegado a usted! ¿Qué será de ellos sin su madre? —implora Esmeralda.
Al instante, se percata de que ha cometido un insalvable error… «Todavía conservaba la esperanza de que aún no supiese quién soy, pero, al hablar de sus hijos, he terminado de venderme por completo a ella. Supongo que sólo me resta esperar el impacto…».
Y en efecto, el susodicho impacto no se hace esperar, cuando la pistola es arrojada y la ejecutora cae de rodillas al charco del arrepentimiento. Seguidamente, Estela derrama su corazón en el agua sucia.
—¿Cómo pudo saber usted de mis hijos, sino sólo porque Dios se lo mostró?; con tal de que yo no cometa una barbaridad —deduce ingenuamente la desdichada, mientras el cielo llora con ella.
Por lo que se ve, el error garrafal de Esmeralda termina siendo revelación providencial que salva a Estela. Qué cruel se ha vuelto sor Esmeralda al seguir dopando con más mentiras a la desengañada; y, aun así, qué buena es al salvarla de convertirse en una criminal… «Y resulta que ahora también debo cuidar de la esposa de mi amante…».
—¿Me perdonará Dios que en mi miseria sólo me quede una terrible sed de venganza? —se preocupa Estela, llorando a los pies de la santa, los que todavía llevan las ofrendas de los labios del devoto en disputa.
—En su infinita misericordia, El conoce nuestras debilidades y nos comprende… —promete la hermana en un rezo que, más bien, es por sus propios errores.
La arrodillada confía a ciegas en sus palabras, pero aun así, se desgarra más el alma, implorando por su más grande pena.
—Lo único que yo quiero es rescatar mi hogar, pero eso será imposible si esa maldita sigue distrayendo a mi marido —aprieta los puños medio sumergidos en el helado desamor.
Aquello le advierte a Esmeralda que Estela aún no ha abandonado totalmente sus aniquiladoras intenciones, por lo que la ayuda a incorporarse y posteriormente la aleja del nido de los ilícitos idilios… «No puedo arriesgarme a que siga aquí para luego ir a buscar a la otra dentro del motel y que eventualmente descubra que soy yo a quien rastrea…».
La pobre Estela es conducida ingenuamente a una de las bancas del parque de enfrente, donde solloza en el bondadoso pecho de sor Esmeralda, junto a las rosas marchitas que parecieran ser aplastadas por la abundante bondad de los colapsados cielos.
—Ya no sé qué hacer —se queja Estela—. Presiento que, dentro de muy poco, Jaime me pedirá el divorcio; y aunque yo no quiera dárselo, ya lo habré perdido para entonces.
Esmeralda se torturar al escuchar aquello, pues debe abortar la sonrisa concebida desde el alma… «No debería gozarme de las penas de esta pobre mujer. Y sin embargo, el corazón está que me rompe el pecho de la emoción al imaginar hacer mío a Jaime todas las noches…».
Aun contra la voluntad de su carne, la monja alza la mirada hacia el favor divino… «Padre, perdónanos. No sabemos lo que hacemos…».
—Déjelo —aconseja sin titubeos, como cuando besa a Jaime.
Parece que su inmoralidad está dominándola.
—¿Cómo dijo? —se perturba Estela a tal punto que corta abruptamente el llanto.
—Me gustaría hacer un pacto con usted para ayudarla, pero antes, dígame su nombre —propone con cierta frialdad.
Aunque insegura, la mujer dolida asiente, pues se encuentra desesperada.
—Mi nombre es Estela. ¿Y el suyo? —con ello, accede a la misteriosa propuesta.
—Yo soy la hermana Esmeralda —se presenta la religiosa escondiendo el rostro.
Y a su vez, se justifica a sí misma un tanto desvergonzadamente… «Sí, somos hermanas, hermanas que se comparten todo sin envidia…».
—Me temo que no la comprendo. Dice que deje a mi marido, pero también promete ayudarme —se aferra Estela a su única aliada posible—. Le suplico me participe de la idea que Dios ha puesto en su corazón.
Repentinamente, Estela saca la fe de una ferviente feligresa.
—Mire, usted deje que su marido haga lo que quiera, pues yo sé que, en el fondo, él está siendo atormentado por sus actos. Además, dedíquese a amarlo y a complacerlo. Si usted hace eso, por mi parte, haré que esa mujer se vaya de su vida.
Esmeralda parece ser la pieza que faltaba en el mismo plan del padre de Estela.
—Pero ¿usted la conoce? —se sorprende la señora Martínez.
—La verdad, yo llegué a ese motel por mi hermano descarriado —se confiesa en parábola—. Me avisaron que estaba ahí, mas no alcancé a encontrarlo. Sin embargo, mi venida no ha sido en vano, ya que he visto a quien asumo es su marido ingresar del brazo con una mujer rubia. Permita que yo sea la que hable con ella. Estoy segura de que podré convencerla. Hermana, por favor, confíe en mí.
Aquellas palabras dadas como infalible promesa logran vencer toda suspicacia en Estela, quien se emociona como si acabase de recuperar la vida misma.
—Es usted una santa. No sabe cuánto se lo agradezco —trata de besar la mano que, en realidad, ha hurtado lo suyo.
Sin embargo, la monja niega tales condecoraciones. Además, toma la barbilla de Estela para elevar su mirada.
—Le aseguro que el único santo es el que riega su bondad sobre el mundo —reconoce.
En fin, tras ponerse de acuerdo, Estela y la hermana Esmeralda se ponen de pie para despedirse.
—Su necesita algo, no dude en venir a buscarme en este parque los jueves y sábados a las tres de la tarde —agenda la de los hábitos.
—Le asevero que vendré a contarle cómo van las cosas —garantiza Estela ya con una mirada mucho menos pesimista.
Y se marcha al auto extremadamente empapada, pero con las cargas más ligeras.
Mientras que Esmeralda, también mojada, va de regreso al motel para cambiarse… «Menos mal que vine usando la ropa que Jaime me regaló, ya que, de lo contrario, Estela me hubiese reconocido irremediablemente…».
En eso, se topa con algo en el suelo. Luego de cerciorarse de que nadie está observando, toma rápidamente el arma y la esconde bajo su ropa… «A fin de cuentas, por mi cuenta correrá desaparecer a la purísima amante…»
«Aunque he de confesar que fue divertido mientras duró…».
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