—Pero yo lo amo, papá. No sé cómo pudo hacerme esto —se lamenta Estela a los pies de su padre.
No tiene reparos gastándose el alma en botellas de llanto, las que ni por montones ahogan sus penas, así como tampoco convencen a su marido de quedarse cada noche después de la cena y una vez dormidos los hijos. Jaime se ha hecho como un perro que ya sólo viene a la comida para después seguir con su aventura, y pensar que alguna vez no tuvo éxito con el sexo opuesto. Sin embargo, el can no vuelve a casa cada vez para alimentarse, sino únicamente para mantener las apariencias ante sus cachorros, a quienes, por mutuo acuerdo, han engañado piadosamente.
—Cuando eras una niña, te enseñamos a no enredarte mucho con los muchachos, pero jamás te instruimos en cuanto a entretejerte con un hombre —medita el señor Mireles acariciando la cabeza de su niña—. La verdad es que fracasamos tanto en lo uno como en lo otro…
Él también está embriagado en dolores, pues ve sus propios errores en Estela, por lo que ha justificado y olvidado que la otra vez lo culpó de la muerte de su madre.
—Ya ni siquiera tiene la consideración de disimular su adulterio. Inclusive me mostró una esclava que compró para su amante. Está realmente trastornado —Estela no cesa sus quejas.
—Tu marido se encuentra muy enfermo, y si tu decisión es dejarlo, por mi parte, no me opondré. Sin embargo, yo te aconsejo que trates de curarlo, pues te aseguro que tú lo amas tanto como él a ti —procura establecer un principio.
—Dime, por favor —la miserable hace de lado el llanto con urgencia—. Dime cómo puedo sanarlo y que todo vuelva a ser como antes.
—Pues… —al señor Mireles se le enredan momentáneamente las palabras con la lengua—. Vuelve a dormir con él —suelta finalmente con la tosquedad de la vergüenza—, así ya no iría a buscar en la calle lo que tiene en casa, con amor sincero.
Repentinamente, Estela se pone de pie. ¿Será por la emoción de haber dado con el antídoto de su mal?
—¡De ninguna manera volveré a dormir con él! De sólo pensar en la clase de callejera con la que ha estado, siento embarazarme de repugnancia. Además, sabrá Dios qué tipo de asquerosas enfermedades habrá contraído en los moteles —se limpia los brazos de las inmundicias que se asoman por su mente—. ¡No, no quiero que vuelva a tocarme ni con el pensamiento!
Al darse cuenta de la alzada terquedad de Estela, el señor Mireles también se incorpora para ver cómo apagar las llamas que bien podrían convertir el matrimonio de su hija en cenizas.
—Escucha, Estela: Jaime no olvidará a esa mujer y puede que hasta se vaya con ella en definitiva si tú no pones de tu parte. En realidad, es más fácil de lo que piensas, comienza dándole un beso de bienvenida cada que venga a comer y las cosas se darán naturalmente, ya que, después de todo, ¡son esposos! —enfatiza el viejo con toda la fe.
—No. Ya lo pensé bien: él mismo debe hacerse cargo de los daños que ha causado —se hace inaccesible Estela.
El señor Mireles se da cuenta de que Estela está escuchando más a su enojo, así que hace pasar el consejo por venganza.
—Quieres deshacerte de la otra, ¿no es así? —saca con la discreción de un asesino asomando su navaja.
—¡Sí! —se vuelve Estela hacia su padre con la emoción de una pequeña.
—Entonces mátala del corazón de Jaime y elimínala de una vez por todas de su mente, siendo tú mejor mujer, mejor amante y mejor esposa que aquella mujerzuela —Mireles propone con sagacidad.
—¡Tienes razón, papá! Eso es lo que necesito hacer —inesperadamente la señora entra en razón.
El padre se contenta al enterarse de que, por fin, su hija apresura el paso hacia lo correcto, cuando en realidad… «Sí, en definitiva, eso haré. Jaime ya no tendrá motivo para marcharse si asesino a su amante…». Cuando en realidad, Estela toma la metáfora literalmente.
***
«Es horrendo lo mucho que me ha arruinado una simple infidelidad, ha hecho de mi una mujer perversa. Si fuera una chica que ha sufrido un desengaño simplemente me echaría a llorar en un rincón, pero ese no es el caso, ahora hay vidas en juego…».
Entre tanto, Estela esconde sus macabras intenciones con un costoso abrigo; también las encubre con unas gafas de sol que por poco le tapan el rostro entero. En resumen, se ha tomado la molestia de embellecerse para su víctima, cosa que irónicamente le ha negado a su marido.
«Papá tiene razón: debo hacerme cargo de esa mujer. Tal vez sea mal visto, pero prefiero acabar con ella antes que ella destruya a mi familia, cosa de la que yo sería cómplice al saberlo y no hacer nada al respecto…».
Hasta se pone unos seductores tacones, para dejar en claro que está por encima de la amante.
«Ahora comprendo que la otra es como un tumor en el cerebro de Jaime que no le permite pensar claro, así que tendré que ensuciarme las manos para extirpárselo y salvarlo. Sólo entonces tendrá sentido volver a acostarme con mi marido…».
Para rematar su fulminante indumentaria, saca un peligroso accesorio del cajón y coloca a su aliada bajo el abrigo.
«Sinceramente, me espanta lo fácil que fue conseguir clandestinamente esta pistola. Un poco de coqueteo puede lograr cosas increíbles en el bajo mundo, en el que aún no puedo creer que me haya metido. Ah, no importa cómo, pero tengo que volver sana y salva a casa, pues hoy soy más consciente de los peligros de los que tengo que proteger a mis hijos…».
El clima nublado es frío, como su expresión. La vengadora sale de su alcoba, decidida a cazar a aquella ladrona de la que la Policía nunca se haría cargo.
Pasando por la sala, Estela se topa con tres buenas razones para, al menos, reconsiderar sus planes.
Luis y Lucas están haciendo la tarea en la mesa; mientras que Jorgito se encuentra tratando de armar un cometa en el suelo. Los chicos no tuvieron clases el día de hoy, y por eso es que están en casa. El primero y el segundo se sorprenden al ver a mamá tan arreglada, mas no se atreven a cuestionar su atuendo, ya que perciben hostilidad en ella.
No obstante, Jorgito es ingenuo, por lo que se acerca sin reparo a la aspirante a asesina.
—Mamá, llévame al parque a volar mi cometa —pide el chicuelo con ojos tan grandes como su inocencia.
Tan sencillas palabras hacen tambalear la implacable resolución de Estela… «¿En serio mataré a una persona? ¿Qué pasará con mis hijos si voy a prisión por ello? Después de todo, la ineptitud de la heroína podría hacerla quedar como la villana de su propia historia. Tal vez yo debería olvidarme de…».
En eso, Luis se levanta de su asiento y se aproxima también. La verdad es que el mayor no es muy cariñoso, pero esta vez le da a su madre un muy sentido abrazo.
—Eres increíble, mamá. Si alguien te lastimase alguna vez, te juro que tendrá que vérselas conmigo —recuesta la cabeza en el hombro de la mujer que lo dio a luz.
Lucas también viene a unirse al abrazo. Aunque él se limita a pronunciarse con un melancólico suspiro. A fin de cuentas, ya se han dado cuenta de que algo anda mal.
Abrazando a sus chicos, Estela se contrista demasiado… «Luis habla de vengarse, cosa que me ha abierto los ojos: tomar represalias es lo mismo que tomar veneno. Y yo no quiero eso para mis hijos, así que yo misma erradicaré este mal antes de que perjudique a alguien más…».
—Luis, por favor, cuida bien de tus hermanos en lo que yo regreso. Prometo traerles helado al estar de vuelta —da su palabra con aquella sonrisa tan tierna que sólo una madre sabe dar.
El helado parece alegrar a los jovencitos, a excepción de Luis, quien permanece preocupado; y Estela lo sabe. Aun así, se marcha, dejando aquellos pendientes para después… «No importa lo que pase, regresaré…».
Afuera de su casa, toma un taxi, el cual la lleva adonde rentan vehículos. Para no llamar la atención Estela elige un auto promedio y se dirige al laboratorio en el que labora Jaime. La hora de salida está próxima, por lo que se agazapa desde el coche cerca de la salida.
El plan es seguir al donjuán para descubrir dónde y con quién pasa el tiempo antes de presentarse a cenar en casa… «Y una vez haya dejado a su amante, yo entraré a acabar con esa maldita…».
No necesita aguardar mucho, pues al instante sale Jaime para irse en su propio vehículo. Evidentemente, el marido no se dirige a casa, sino que toma un desvío desconocido para Estela, quien se asegura de mantener la distancia… «Parece que va a verla. Está resultando tan fácil que sólo puedo pensar que lo lograré…».
En eso, Jaime se detiene donde una arboleda cerca de un parque. Junto al camino, hay una elegante dama rubia aguardando. La mujer, vestida de un sensual n***o, sube pronto al auto, como que si lo que está haciendo no debiera ser visto por el mundo.
—Tengo que reconocer que es hermosa, aunque no por eso deja de ser una cucaracha. Menos mal que traje el insecticida… —narra Estela mientras lucha con su pie para no pisar el acelerador y, a su vez, apachurrar aquellos insectos.
De pronto, comienza a llover… «Qué frío hace, pero ellos han de estar muy a gusto, calentándose mutuamente…». Cuántas vueltas la vida da, pues, de algún modo, ahora Estela sufre lo que ella hizo padecer a su marido.
Jaime, por su parte, se estaciona ante un motel, de esos en los que no se está por más de dos horas. Como todo un caballero, se apresura a abrirle la puerta a su amante y se la lleva del brazo, sin imaginarse que la muerte acecha a sus espaldas.
Estela debe esforzarse sobrehumanamente para no soltar un tiro a la retaguardia de la zorra que se está llevando su carne… «Además, no soy una francotiradora. Podría acabar matando a Jaime…».
Durante las próximas dos horas, la despechada descubre que no hay peor mazmorra que la propia mente una vez contaminada. Hasta que está por dar la hora de cenar, por lo que baja del vehículo y se oculta detrás de las escaleras… «Espero que salgan por separado…».
Su apuesta resulta. Jaime sale solo y pronto se monta en su auto. Un momento después, Estela oye una voz femenina despidiéndose del personal del lugar y seguidamente a alguien bajando las gradas. La señora Martínez está segura de quién se trata, así que abandona prontamente su escondite para encararla, antes de dispararle a quemarropa.
—Se acabó… —pero aquel rosario al que ahora apunta simplemente la supera—. ¡Santa madre…!
***