La duquesa Mila estaba leyendo el periódico, donde figuraban los últimos acontecimientos ocurridos en el reino del Oeste. Por su parte, el príncipe Abiel estaba dando un informe a su madre desde el comunicador, explicándole sobre el terrible caso de los piratas y debatiéndose si estaría bien involucrarse en el asunto, ahora que estaba casado con la hermana del rey.
- Si tu esposa considera conveniente que te involucres en eso, no le veo lo malo – le dijo la reina del Este – Pero ten cuidado, que esto no nos afecte a nosotros directamente. Aunque, viéndolo del otro lado, puedes tomarlo como un desafío: si contienes a esos piratas y los envías hacia el océano, no solo podrás cumplir con tus deberes de esposo devoto sino, además, podrás proteger a nuestra nación de su presencia.
- ¿Y si bordean el océano, madre? – le preguntó Abiel, mostrando preocupación – podrían ir hacia el sur y, así, dar con nuestro reino fácilmente. Y ahí ya no podré hacer nada porque estas tierras que me asignaron protegerlas como duque están lejos de las costas.
- No te preocupes, hijo mío. Solo enfócate en ese sector y yo me centraré en las costas situadas al este. Soy una reina, ya he previsto que eso pueda pasar con mucha antelación. Por mí, me encantaría que nos visitaran porque con gusto les abriría las puertas de mi palacio para recibirlos como mis “invitados de honor”. ¿No lo crees, querido?
El príncipe Abiel se estremeció. Y es que él conocía bien a su madre. Muchas personas decían que los informes sobre ella eran exagerados, pero el joven pensaba que quedaban muy cortos. Era incluso peor porque era capaz de torturar hasta a sus propios hijos para evitar que la gente la desafiara y se atreviera a rebelarse contra ella.
Porque si una madre era capaz de dañar a los de su propia sangre, significaba que nunca le temblaría la mano cuando le tocara torturar y matar a extraños.
- La mantendré al tanto de lo que surja en este reino, madre – le prometió Abiel, intentando serenarse – protegeré esta parcela de tierra que gentilmente me cedió la familia de mi esposa y usaré mi fuerza para evitar el avance de los piratas.
Cuando terminó de conversar con su madre, el príncipe Abiel se reunió con su esposa. Ésta acababa de terminar de leer y, al ver a su marido acercándose a ella, decidió prestarle atención porque lucía bastante extraño.
Éste, al verla, le dijo:
- Mi madre me dio su autorización para apoyarlos en su lucha contra los piratas.
- Pero los piratas no atacaron tu reino, ¿verdad? – le cuestionó Mila, alzando una ceja.
- Aún no, pero si no los enviamos de vuelta hacia el mar, pueden alcanzar las fronteras con nuestro país y ahí sí la tendríamos complicada.
Mila sonrió. Aunque todavía tenía dudas sobre su esposo, pudo percibir en él que realmente quería ayudarla en todo lo que pudiera. Y al ser hijo de una reina, contaba con mejores recursos y riquezas disponibles para invertirlas en armamentos y tropas.
Extendió su mano para tocarle el rostro, pero éste cerró los ojos y gimió de miedo, como si estuviese esperando ser abofeteado por alguna razón desconocida.
- ¿Qué te sucede, joven esposo? – le preguntó Mila, mientras apoyaba suavemente la mano sobre su mejilla.
Abiel abrió los ojos ante el toque. Sus mejillas se ruborizaron ligeramente y respondió:
- Creí… que me ibas a golpear.
- ¿Qué? ¿Por qué te golpearía?
- Es lo que las esposas hacen. ¿No? Mi madre golpea a su marido… con bastante frecuencia.
Mila retiró la mano y se dio una palmada en la frente, dando un suspiro. Se preguntó qué tan jodida habría sido su vida para tener una percepción errada de lo que debería ser una pareja de recién casados. Así es que aclaró su garganta y le dijo:
- Yo nunca te golpearía. Eres mi esposo, no mi hijo. Mientras me ayudes a mí y a mi hermano con el tema de los piratas, te trataremos bien y te consideraremos parte de nuestra familia. ¿De acuerdo?
- De acuerdo, esposa querida. Los ayudaré y liquidaré a esos piratas con mis propias manos.
- ¡Ese es mi príncipe!
Mila se acercó a él y le dio un beso en la boca. Abiel se sonrojó aún más, pero dejó que su esposo lo besara y lo abrazara. Esta vez ya no tenía miedo, al fin encontró un lugar seguro donde se sentiría amado y protegido por la persona que le asignaron como su compañera de vida.
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El rey Zuberi acostó a la reina Brida en la cama y procedió a desabotonarle el camisón que llevaba puesto esa noche. Pero la monarca lucía muy distraída, como si su mente estuviese perdida en otra cosa.
Zuberi, sintiéndose incómodo al ver que ella no reaccionaba a sus toques, le preguntó:
- ¿Te sucede algo, esposa querida? Si estás “en tus días”, podemos detenernos.
- No es eso – dijo Brida, esquivando la mirada – es solo que…
Brida enmudeció. Y es que aún recordaba cómo Zuberi abrazó a Rubí y la consoló en el patio. Eso le chocó ya que, cuando había llegado Mara, éste la trato con una fría indiferencia aún sabiendo que era su hija. En cambio, Rubí, con quien no tenían ningún lazo sanguíneo por parte de uno de ellos, actuaba de forma gentil, como si se tratara de una vieja amiga.
- ¿Te duele algo, cariño? – insistió Zuberi – O será que… ¿Estás enfadada conmigo? Si es así, me gustaría saber qué hice para ofenderla y disculparme por eso.
Brida se incorporó de la cama, cerró su camisón y, mirándolo de reojo, le preguntó en voz baja:
- ¿Qué relación tienes con la señorita Rubí?
Zuberi no supo qué responder a esa pregunta. Pero antes de decir algo, la reina continuó:
- No me molesta que tengas “aventuras” ya que tú y yo fuimos forzados a casarnos, después de todo. Solo que… querría saberlo con anticipación, para prepararme ante cualquier eventualidad.
El rey, poco a poco, pareció entender lo que intentaba decirle su esposa. Le dolió saber que ella pensase que él tenía “aventuras” fuera del palacio. Y lo peor, que creyera que Rubí fuese una de sus conquistas. Si bien como hombre podría caer en ese tipo de tentaciones tarde o temprano, el amor que sentía por Brida era tan intenso que solo tenía ojos para ella. y era por eso que sus instintos nunca se activaban ante la presencia de otras mujeres, por lo que podía abrazarlas y conversar con ellas sin que éstas percibieran su cercanía con “segundas intenciones”.
Ante esto, se levantó de la cama, se acercó a la puerta y, antes de salir de la habitación, le dijo sin mirarla:
- Mi corazón solo le pertenece a usted, esposa mía. Pero hasta el hombre más enamorado del mundo se cansa de esperar.
Apenas dijo esas palabras, cerró la puerta.
Brida permaneció en la cama, mientras un par de lágrimas recorrieron su rostro. No podía creer lo que acababa de decirle. Actuó como una esposa celosa, no como una reina. Y en lugar de serenarse, lo acusó de tener “aventuras” sin ninguna prueba a mano. Pero se sintió aún más basura al reprocharlo por su relación con Rubí cuando ya lo había engañado con Zaid hace muchos años. Supuso que, en el fondo, Zuberi estaba harto de todo y que, debido a sus instintos, decidió darle la oportunidad a otra persona que si lo amara y le correspondiera como era debido.
“No. No puedo permitirlo”, pensó Brida. “Zuberi es mío. Debo reconquistarlo para que no se marche de mi lado”.
Mientras la reina se hundía en ese mar de desesperación, Zuberi corrió por los pasillos hasta llegar a su habitación privada. Ahí, de inmediato, comenzó a arrojar todas sus cosas, golpear las paredes y patear los muebles que tenía por el camino hasta el agotamiento. Quería descargarse, expulsar su arrebato de idiotez al decirle eso a su esposa, llenándola de más dudas y orillándola a que aceptara su amor a la fuerza.
Cuando se cansó de golpear, se arrodilló en el suelo y se hizo ovillo, mientras lloraba. Se sentía solo, cansado y sin ganas de seguir viviendo. Si no fuera un rey, ya hacia rato que se marcharía bien lejos, para nunca más volver. Pero su deber era apoyar a su esposa, proteger al pueblo de los piratas y entablar acuerdos comerciales con los reinos vecinos. Eran muchos los que dependían de él, así es que renunciar no era una opción. No, todavía.
Luego de calmarse, se levantó y se secó las lágrimas. Más tarde, llamó a lord Aries para que lo ayudara a recoger los muebles que tiró y poner todo en orden antes de que sus sirvientes entraran a los aposentos y se escandalizaran por el lamentable espectáculo.
- ¡Oh, por la Diosa! – exclamó el capitán - ¿Pero qué sucedió?
- Fue solo un berrinche – dijo Zuberi, apenado – Por favor, no se lo cuentes a nadie.
- Descuida, su majestad. Mis labios están sellados.
Y, juntos, procedieron a ordenar el lugar.